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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (17 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—¿Qué ocurre? —inquirió.

—¿Cuándo pensabas decirme que el inspector Behnke tiene un empleo no autorizado en un bar de Sachsenhausen? —espetó ella con expresión glacial.

¡Maldita sea! Sus problemas personales habían hecho que lo olvidara por completo. No preguntó cómo se había enterado, y decidió no justificarse.

—Primero quería hablar con él —contestó—. Todavía no he tenido ocasión.

—Pues la tendrás hoy, a las 18.30. Le he pedido a Behnke que venga, tanto si está enfermo como si no. A ver cómo te las arreglas para salir de esta.

El móvil le sonó cuando pasaba por la aduana en dirección a la salida. Lars Terlinden cambió de mano el maletín y lo cogió. Se había pasado el día entero en Zúrich, y el consejo de administración lo había dejado hecho polvo, y eso que hacía unos meses lo habían ensalzado como si fuera el salvador precisamente por el acuerdo por el que ese día querían crucificarlo. Maldita sea, él no era vidente. ¿Cómo iba a saber que Markus Schönhausen en realidad se llamaba Matthias Mutzler, no era de Potsdam, sino de un pueblo de los Alpes suabos, y además, un estafador de la peor calaña? A fin de cuentas no era problema suyo si el departamento jurídico de su banco no hacía bien su trabajo. Ya habían rodado algunas cabezas, y la suya sería la siguiente si no se le ocurría la manera de compensar las tremendas pérdidas, que ascendían a una suma millonaria de tres cifras.

—En veinte minutos estoy en el despacho —informó a su secretaria cuando delante de él se abrieron las puertas de cristal translúcido.

Estaba agotado, quemado, con los nervios de punta y harto de todo. Y eso a los treinta años. Solo podía dormir a base de pastillas, le costaba comer, pero bebiendo no se quedaba corto. Lars Terlinden sabía que iba camino de ser alcohólico, pero de eso se ocuparía más adelante, cuando hubiera salvado la catástrofe actual. No se atisbaba el final. La economía mundial flaqueaba, los mayores bancos norteamericanos quebraban. Lehman Brothers no había sido más que el principio. El año anterior, su propio banco, uno de los mayores de Suiza, había despedido a cinco mil empleados en todo el mundo, en las oficinas y los pasillos se respiraba un miedo auténticamente existencial. El teléfono sonó de nuevo, se lo metió en el bolsillo y no le hizo caso. La noticia de la quiebra del imperio inmobiliario de Schönhausen hacía seis semanas lo había pillado totalmente desprevenido; dos días antes él había estado almorzando con Schönhausen en Berlín, en el Adlon. El hombre sabía desde hacía tiempo que la suspensión de pagos era inminente, ese cerdo ladino al que a esas alturas buscaba la Interpol, pues había puesto pies en polvorosa. Haciendo un esfuerzo supremo, Lars al menos había conseguido confirmar por escrito gran parte de la cartera crediticia y colocársela a los inversores, pero trescientos cincuenta millones de euros se habían ido al cuerno.

Una mujer se interpuso en su camino; él trató de esquivarla, pues tenía prisa, pero ella se mantuvo en sus trece y lo abordó. Solo entonces reconoció a su madre, a la que no veía desde hacía ocho años.

—¡Lars! —exclamó ella con tono de súplica—. Lars, espera, por favor.

Tenía el mismo aspecto de siempre: elegante y arreglada, el cabello dorado en una perfecta melena a lo paje. El maquillaje discreto, el collar de perlas sobre el escote bronceado. Sonrió humildemente, y eso lo sacó de quicio.

—¿Qué quieres? —preguntó desabrido—. ¿Te envía tu marido?

No dijo «mi padre».

—No, Lars. Así que para, te lo ruego.

Él puso los ojos en blanco y obedeció. De pequeño idolatraba a su madre, la adoraba y la echaba tremendamente de menos cuando se iba de viaje unos días o varias semanas y los dejaba a él y a Thies al cuidado del ama de llaves. Le había perdonado todo para ganarse su amor, pero nunca obtuvo sino una sonrisa, amén de palabras y promesas hueras. Solo mucho después había comprendido que ella no podía dar más porque no tenía más. Christine Terlinden era una vasija vacía, una belleza banal y sin personalidad que había consagrado su vida a ser la esposa perfecta del exitoso empresario Claudius Terlinden.

—Tienes buen aspecto, hijo. Un poco delgado, quizá.

Fiel a sí misma. Después de todo el tiempo que había pasado, tan solo le ofrecía una de sus fórmulas de cortesía. Lars Terlinden empezó a despreciarla cuando comprendió que lo había estado engañando toda su vida.

—¿Qué quieres, madre? —repitió él, impacientándose.

—Tobias ha salido de la cárcel —informó en voz queda—. Y la Policía ha encontrado el esqueleto de Laura. En el antiguo aeródromo de Eschborn.

Él apretó los dientes. Su vida retrocedió al pasado a una velocidad de vértigo. Allí, en medio del vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Frankfurt, tuvo la horrible sensación de haberse convertido de nuevo en un chico de diecinueve años lleno de granos y con el miedo metido en el cuerpo. ¡Laura! Jamás olvidaría su rostro, su risa, sus ganas de vivir sin cortapisas, que le fueron arrebatadas de repente. Ni siquiera pudo volver a hablar con Tobias, su padre se apresuró a tomar por él todas las decisiones y desterrarlo deprisa y corriendo a la finca de un conocido en el corazón de Oxfordshire. «Piensa en tu futuro, hijo. Mantente al margen de esto, no abras la boca y no pasará nada.» Naturalmente, obedeció a su padre. Mantenerse al margen y callar. Cuando se enteró de la condena de Tobi, era demasiado tarde. Durante once años había hecho todo lo posible para no tener que pensar en ello, en aquella noche terrible, en su horror, en su miedo. Durante once años infernales había trabajado casi las veinticuatro horas del día para olvidar. Y ahora aparecía su madre con su abriguito de pieles y abría las viejas heridas con su sonrisa de muñeca.

—Eso ya no me interesa, madre —repuso cortante—. No tengo nada que ver.

—Pero… —empezó ella, si bien no pudo disuadirlo.

—¡Déjame en paz! —le ordenó—. ¿Me has entendido? No quiero que te vuelvas a poner en contacto conmigo. Mantente apartada de mí, como has hecho toda tu vida.

Se volvió, dejándola allí plantada, y se dirigió a la escalera mecánica, por la que se accedía al cercanías.

Estaban en el taller bebiendo cerveza del botellín, como antes. Tobias se sentía incómodo, y al resto parecía pasarle lo mismo. ¿Por qué había ido allí? Para su sorpresa, su viejo amigo Jörg lo llamó por la tarde para invitarle a ir a tomar una cerveza con él, Felix y un par de amigos. De adolescentes solían acudir al gran taller, propiedad del tío de Jörg, para arreglar los escúteres, después las motos y, por último, los coches. Jörg era un mecánico consumado que ya de pequeño soñaba con ser piloto de carreras. El taller olía exactamente igual a como recordaba Tobias, a aceite de motor y laca, a cuero y abrillantador. Estaban sentados en el mismo banco de trabajo, en cajas de cerveza a las que habían dado la vuelta y en neumáticos. Nada a su alrededor había cambiado. Tobias no participó en la conversación, que probablemente debido a su presencia, era de una amenidad forzada. Aunque todos lo habían saludado con un apretón de manos, la alegría del reencuentro era comedida. Al cabo de un rato, Tobias, Jörg y Felix acabaron formando corro. Felix era techador en la empresa de su padre. Si ya de adolescente era de constitución robusta, con los años, el trabajo duro y el consumo de cerveza lo habían convertido en un hombretón. Cuando se reía, sus ojos bondadosos prácticamente desaparecían en una masa de grasa. Tobias no pudo evitar pensar en un bollo con pasas. Jörg, por el contrario, estaba casi igual que antes; tan solo el nacimiento del pelo había retrocedido de manera considerable en su frente.

—¿Qué es de Lars? —preguntó Tobias.

—No llegó a ser lo que esperaba su viejo. —Felix esbozó una sonrisa maliciosa—. Hasta los ricos tienen problemas con sus hijos. Uno es tonto y el otro no hizo lo que él quería.

—Lars ha hecho carrera —explicó Jörg—. Eso me ha dicho mi madre, que lo sabe por la de él. Banca de inversiones. Mucho dinero. Está casado, tiene dos hijos y se compró una villa enorme en Glashütten después de volver de Inglaterra.

—Siempre creí que quería estudiar teología y meterse a cura —dijo Tobias, a quien, para su sorpresa, pensar en su mejor amigo, que desapareció de su vida tan de repente y sin despedirse, le resultaba doloroso.

—Yo tampoco quería arreglar tejados. —Felix abrió otro botellín de cerveza con el mechero—. Pero en el Ejército no me querían y en la Policía tampoco, y con lo de panadero la cagué poco después de… bueno, ya sabéis…

Calló y bajó la mirada, abochornado.

—Yo, después del accidente, me despedí de ser piloto —añadió Jörg deprisa, antes de que el silencio fuese aún más embarazoso—. Por eso no acabé en la Fórmula 1, sino en el Zum Schwarzen Ross. Sabes que mi hermana se casó con Jagielski, ¿no?

Tobias hizo un gesto afirmativo.

—Me lo contó mi padre.

—Vaya. —Jörg bebió un trago de cerveza—. Por lo visto, ninguno de nosotros ha hecho realidad sus sueños.

—Nathalie sí —objetó Felix—. Madre mía, cómo nos reíamos de ella cuando decía que quería ser una actriz famosa.

—Siempre fue muy cabezota —afirmó Jörg—. ¡Cómo nos mangoneaba! Pero nunca pensé que llegaría a ser tan conocida.

—Ya. —Tobias sonrió levemente—. Yo tampoco pensé que me haría cerrajero y que estudiaría empresariales en chirona…

Sus amigos titubearon un instante, cohibidos, y luego se echaron a reír. El alcohol relajó el ambiente. Tras el quinto botellín, a Felix se le soltó la lengua.

—Todavía hoy me sigo echando en cara haberles dicho a los polis que estuvimos en tu casa, amigo mío —le dijo a Tobias al tiempo que apoyaba pesadamente una mano en su hombro.

—Dijisteis la verdad. —Tobias se encogió de hombros—. Quién iba a suponer cómo terminaría aquello. Pero ahora ya da igual. He vuelto, y me alegro de que no me evitéis, como hace la mayoría del pueblo.

—Anda, anda. —Jörg le dio unas palmaditas en el otro hombro—. Al fin y al cabo somos amigos, tío. ¿Te acuerdas de cuando convertimos en un montón de chatarra el viejo Opel que mi tío había tardado mil años en reparar? Menuda se armó.

Tobias se acordaba, y Felix también. Y de pronto se vieron inmersos en el ¿te acuerdas de cuando…? La fiesta en casa de los Terlinden, en la que las chicas se desnudaron y estuvieron correteando por la casa con los abrigos de pieles de la madre de Terlinden. El cumpleaños de Micha, cuando se presentó la poli. Las pruebas de valor en el cementerio. El viaje a Italia con el equipo C-Jugend. La fogata de la mudanza de Martin, que se descontroló porque Felix utilizó un bidón de gasolina para que prendiera más rápido. Se refugiaron en los recuerdos y en las risas. Jörg, que lloraba de risa, se secó las lágrimas.

—Madre mía, ¿os acordáis de cuando mi hermana le cogió al viejo el manojo de llaves del aeródromo y fuimos a echar carreras al hangar? Eso sí que fue la leche.

Amelie estaba sentada a su mesa, navegando por Internet, cuando sonó el timbre. Cerró el portátil y se levantó de un salto. ¡Las once menos cuarto! ¡Mierda! ¿Se habían olvidado los viejos las llaves? Bajó la escalera en medias para darse prisa y que no llamaran de nuevo y despertaran a los niños, a los que había conseguido acostar a duras penas hacía una hora. Le echó un vistazo al pequeño monitor al que estaban conectadas las dos cámaras que había a izquierda y derecha de la puerta. En la imagen en blanco y negro, no muy nítida, se veía a un hombre de pelo claro. Amelie abrió la puerta y se extrañó al ver a Thies. Desde que lo conocía, el muchacho nunca se había acercado a la puerta y menos aún llamado. Su extrañeza dio paso a la preocupación cuando vio el estado en que se hallaba su amigo. Ella nunca lo había visto tan nervioso. Sus manos se movían a un lado y a otro, sus ojos llameaban, el cuerpo entero le temblaba.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Amelie en voz queda—. ¿Ha pasado algo?

En lugar de responder, Thies le entregó un rollo cuidadosamente anudado con una cinta ancha. En el frío descansillo de la escalera, a Amelie se le quedaron los pies congelados, pero estaba muy preocupada por su amigo.

—¿No quieres entrar?

Él negó con la cabeza con vehemencia mientras miraba a su alrededor como si temiera que alguien lo estuviera siguiendo.

—Nadie puede ver los cuadros —dijo de pronto con su habitual voz bronca—. Tienes que esconderlos.

—Claro. Los esconderé.

Los faros de un coche atravesaron la niebla e iluminaron a Amelie un instante cuando el vehículo entró en la propiedad de los Lauterbach. El garaje se hallaba a cinco metros escasos por debajo de la escalera en la que estaba Amelie… sola, como constató de súbito: era como si a Thies se lo hubiese tragado la tierra. Daniela Lauterbach apagó el motor y se bajó.

—Hola, Amelie —saludó cordial.

—Hola, señora Lauterbach —respondió ella.

—¿Qué haces ahí plantada delante de casa? ¿Se te ha cerrado la puerta?

—Acabo de volver del trabajo —se apresuró a decir, sin saber muy bien por qué mentía a la vecina.

—Ah. Saluda a tus padres. Buenas noches.

La doctora Lauterbach se despidió con la mano y subió la puerta eléctrica del garaje de dos plazas con el mando a distancia. Luego entró y la puerta descendió tras ella.

—¿Thies? —susurró Amelie—. ¿Dónde estás?

Se asustó cuando él salió de detrás del gran tejo que había junto a la puerta.

—¿A qué viene esto? —musitó—. ¿Por qué…?

Al ver el rostro de Thies no fue capaz de terminar la frase. Sus ojos reflejaban auténtico miedo. ¿De qué? Profundamente preocupada, alargó la mano y le tocó el brazo para tranquilizarlo. Él se estremeció.

—Tienes que cuidar bien de los cuadros —pidió entrecortadamente, con un brillo febril en los ojos—. Que no los vea nadie. Ni siquiera tú. Prométemelo.

—Sí, sí, te lo prometo. Pero…

Antes de que pudiera decir más, Thies había desaparecido en la oscuridad nebulosa. Amelie lo miró y sacudió la cabeza. No se explicaba el extraño comportamiento de su amigo, pero había que aceptar a Thies tal como era.

Cosima estaba profundamente dormida en el sofá del salón, el perro se le había hecho un ovillo en las corvas y ni siquiera levantó la cabeza, tan solo meneó la punta del rabo con apatía cuando Bodenstein entró y se detuvo para contemplar la apacible estampa. Cosima roncaba ligeramente, las gafas de leer le habían resbalado por la nariz, el libro que estaba leyendo descansaba en su pecho. Normalmente él se le habría acercado y la habría despertado con un beso, con suavidad, para no asustarla. Pero el muro invisible que de pronto se había levantado entre ellos se lo impidió. Para su sorpresa, el sentimiento de ternura que solía embargarlo en cuanto veía a su mujer se había desvanecido. Iba siendo hora de hablar cara a cara, antes de que la desconfianza emponzoñara su matrimonio. En realidad tendría que cogerla por los hombros y zarandearla y preguntarle por qué le había mentido, pero su cobarde afán de armonía y el miedo de oír una verdad que no podría soportar lo frenaron. Dio media vuelta y se fue a la cocina. El perro, impulsado por una esperanza glotona, saltó del sofá para ir tras él y despertó a Cosima, que apareció adormilada en la cocina cuando Bodenstein sacaba un yogur de la nevera.

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