Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (16 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Yo no creo nada, pero he visto contradicciones en el sumario del caso, así que tengo mis dudas.

—Es un tipo frío. Y en lo que respecta a las reacciones de los lugareños, incluso puedo entenderlas.

—No me digas que apruebas que embadurnen las paredes de la casa y encubran a un delincuente. —Pia cabeceó; no daba crédito a lo que oía.

—No estoy diciendo que lo apruebe —repuso Bodenstein. Se hallaban bajo el arco, discutiendo como un viejo matrimonio, de modo que no vieron que Tobias Sartorius salía de la casa y desaparecía por la parte de atrás.

Andrea Wagner no podía dormir. Habían encontrado el cuerpo de Laura, o más bien lo que quedaba de él. Por fin, por fin terminaba la incertidumbre. Hacía ya tiempo que no esperaba un milagro. Primero solo sintió un alivio inmenso, pero después llegó la pena. Durante once años se prohibió a sí misma llorar y sentir dolor, se mostró fuerte y apoyó a su marido, que se había abandonado con desenfreno al sufrimiento por la hija a la que perdieron. Por su parte, ella no había podido permitirse desmoronarse. Estaba la empresa, que debía seguir en pie para pagar las deudas del banco. Y estaban sus hijos menores, que tenían derecho a una madre. Ya nada era como antes. Manfred había perdido la energía y las ganas de vivir, para convertirse en una carga, con su autocompasión quejumbrosa y su alcoholismo. A veces lo despreciaba por ello. Para él, todo se arreglaba odiando a la familia de Tobias.

Andrea Wagner abrió la puerta del cuarto de Laura, donde nada había cambiado desde hacía once años. Manfred insistió, y ella se mostró conforme. Encendió la luz, cogió una foto de Laura de la mesa y se sentó en la cama. Aguardó en vano las lágrimas. Sus pensamientos retrocedieron once años atrás, al instante en que la Policía se presentó en su casa para comunicarle que, tras examinar las pruebas del caso, creían que Tobias Sartorius era el asesino de su hija.

«¿Tobias?», pensó perpleja. De pronto le vinieron a la cabeza diez personas más que habrían tenido más motivos para vengarse de Laura que Tobias. Andrea Wagner sabía lo que decían por detrás de su hija en el pueblo. Decían que era una chica fácil, una pájara calculadora que picaba alto. Mientras que Manfred idolatraba ciegamente a su primogénita y siempre disculpaba sus faltas, Andrea también veía las debilidades de Laura, y esperaba que desaparecieran con los años. Pero la muchacha no tuvo esa oportunidad. Qué raro que le costara acordarse de cosas buenas relacionadas con su hija. Lo cierto es que resultaba mucho más vivo el recuerdo de asuntos desagradables, y había habido unos cuantos. Laura despreciaba a su padre y se avergonzaba de él. Quería tener un padre como Claudius Terlinden, con modales y poder, y se lo decía a la cara a Manfred, viniera o no a cuento. Manfred se tragó esas humillaciones sin pestañear, que no menoscabaron en modo alguno el amor que sentía por su hermosa hija. Andrea, por el contrario, comprendió escandalizada lo poco que conocía a su hija y que, a todas luces, algo había fallado en su educación. Al mismo tiempo sintió miedo. ¿Y si Laura se enteraba de que ella tenía una relación con Claudius, su jefe?

Pasó noches en vela pensando en su hija. A lo largo de los años que siguieron hubo bastantes más motivos de preocupación, pues Laura iba demasiado lejos con los chicos del pueblo… hasta que acabó dando con Tobias. De pronto parecía otra, satisfecha y feliz. Tobias le hacía bien. No cabía duda de que era especial: atractivo, un estudiante y un deportista excelente, y un líder para los demás muchachos. Él era justo lo que Laura siempre había deseado, y su luz la iluminaba a ella, su novia. Durante seis meses todo fue bien… hasta que llegó a Altenhain Stefanie Schneeberger. Laura vio en el acto que era una rival y se hizo amiga suya, en vano. Tobias se enamoró de Stefanie y dejó a Laura. Y esta apenas pudo digerir la derrota. Andrea Wagner no sabía qué había pasado exactamente ese verano entre los chicos, pero probablemente Laura jugara con fuego al poner a sus amigos en contra de Stefanie. Un día encontró a su hija en la fotocopiadora de la oficina, donde acababa de hacer un montón de fotocopias. Laura perdió los estribos cuando quiso echarles un vistazo. Se enzarzaron en una fuerte discusión, y con los nervios, Laura olvidó el original en la fotocopiadora. En la hoja blanca había una única frase en letras grandes: «BLANCANIEVES DEBE MORIR». Andrea Wagner dobló el papel y se lo guardó, pero no se lo enseñó ni a su marido ni a la Policía. La idea de que su hija le deseara la muerte a otra persona se le antojó insoportable. ¿Fue Laura víctima de su propia intriga? Ella mantuvo la boca cerrada, dejó correr las cosas y escuchó noche tras noche a Manfred glorificando a su hija.

—Laura —musitó al tiempo que pasaba el índice por la foto—. ¿Qué hiciste?

De repente, una lágrima le rodó por la mejilla, y una más. Pestañeó y se pasó la mano por el rostro. No era el dolor lo que empañaba sus ojos, sino el remordimiento por no haber querido a su hija.

Era la una y media cuando llegó a su casa. Se había pasado tres horas dando vueltas sin rumbo por la zona. Ese día le habían sucedido tantas cosas que, sencillamente, no logró aguantar en casa. Primero Amelie, que se presentó llena de sangre. La conmoción que le supuso verla. No fue la sangre del rostro lo que hizo que la adrenalina se le disparara, sino su increíble parecido con Stefanie. Y eso que era completamente distinta, nada que ver con la pequeña y vanidosa reina de la belleza que lo deslumbró, lo sedujo y lo embaucó para después librarse de él con frialdad. Amelie era una chica impresionante. Y no parecía tener ningún temor a relacionarse con él.

Luego, llegó la bofia. Habían encontrado el cuerpo de Laura. Como llovía tanto, dejó de trabajar fuera y descargó su ira en la pocilga que era su cuarto. Arrancó los absurdos pósteres de las paredes y metió sin vacilar en bolsas de la basura azules el contenido de los armarios y de todos los cajones. ¡Fuera con toda esa basura! De pronto se vio con un CD en la mano: Time to say goodbye, de Sara Brightman y Andrea Bocelli. Se lo había regalado Stefanie, porque se besaron por primera vez escuchando esa canción, en junio, en la fiesta de selectividad. Puso el CD, pero no estaba preparado para la sensación de vacío que lo asaltó con el primer acorde, que todavía no lo había dejado. Nunca antes se había sentido tan solo, tan abandonado, ni siquiera en la cárcel. Allí aún esperaba que vinieran tiempos mejores, pero ahora sabía que no sería así. Su vida había terminado.

Nadja tardó un momento en abrirle. Él empezaba a temerse que no estuviera en casa. No había ido para acostarse con ella, ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero ahora que la tenía delante y entrecerraba los ojos por la claridad, adormilada, el cabello rubio cayéndole revuelto por los hombros, tan dulce y cálida, experimentó la sacudida del deseo con una vehemencia que no habría creído posible.

—¿Qué…?

Tobias borró el resto de la frase con un beso, la atrajo hacia sí, casi esperando que se defendiera, que lo empujara. Pero no lo hizo. Ella le quitó la cazadora de cuero, que estaba empapada, le desabrochó la camisa y lo despojó de la camiseta. Acto seguido estaban en el suelo; él la penetró con ímpetu, sintió su lengua en la boca y sus manos en el trasero, instándolo a arremeter más y más deprisa. Notó demasiado pronto la oleada, el calor que lo hacía sudar por todos los poros. Después llegó al clímax, tan soberbia, tan aliviadora, que Tobias profirió un gemido que acabó en un grito sordo. Permaneció unos segundos encima de ella, con el corazón acelerado; apenas podía creer lo que había hecho. Se echó a un lado, se quedó tumbado de espaldas con los ojos cerrados, boqueando como un pez fuera del agua. La suave risa de ella hizo que abriera los ojos.

—¿Qué pasa? —musitó confuso.

—Creo que tenemos que practicar un poco.

Con un movimiento elegante, se levantó y le tendió la mano. Él la cogió, se puso en pie entre suspiros y la siguió hasta el dormitorio tras quitarse los zapatos y los vaqueros. Los fantasmas del pasado habían desaparecido. Al menos por el momento.

Jueves, 13 de noviembre

—La Policía vino a casa ayer. —Tobias soplaba el café que Nadja le había servido. La noche anterior no había querido tocar el tema, pero ahora tenía que hablarle de ello—. Han encontrado el esqueleto de Laura en el antiguo aeródromo de Eschborn. En un depósito subterráneo.

—¿Cómo? —Nadja, que iba a beber un sorbo de su taza, se detuvo en mitad del movimiento. Estaba sentada a la mesa de granito gris de la cocina, la misma en la que habían cenado juntos no hacía mucho. Eran poco más de las siete, y ante los ventanales aún reinaba una oscuridad absoluta. Nadja debía tomar a las ocho un avión a Hamburgo, donde se rodaban los exteriores de la nueva temporada de la serie en la que hacía de inspectora de policía—. ¿De qué modo…? —Dejó la taza—. Me refiero a…, ¿cómo saben que se trata de Laura?

—Ni idea. —Tobias cabeceó—. No dijeron mucho más. Primero ni querían soltar dónde habían encontrado el esqueleto. El jefe decía que yo sabía perfectamente dónde.

—Dios mío —repuso Nadja, afectada.

—Nadja… —se inclinó hacia delante y puso su mano en la de ella—, Nadja, por favor, dime si quieres que me vaya.

—¿Por qué iba a querer tal cosa?

—Creo que me tienes miedo.

—Eso es absurdo.

Tobias retiró la mano, se levantó y le dio la espalda. Luchó consigo mismo un instante. Se había pasado despierto media noche, escuchando la respiración acompasada de ella y preguntándose cuándo se cansaría de él. Empezaba a temer el día en que se lo quitara de encima con excusas embarazosas, se apartase de su lado, mandara decir que no estaba en casa. Ese día llegaría. No era el hombre adecuado para ella. Desde luego, jamás encajaría en su mundo, en su vida.

—No podemos hacer como si este tema no existiera —dijo con la voz empañada—. Me condenaron por asesinato y me he pasado diez años en la trena. No podemos hacer como si no hubiera pasado y aún tuviésemos veinte años. —Se volvió—. No tengo ni idea de quién mató a Laura y Stefanie. No puedo asegurar que no fuera yo, aunque tendría que acordarme. Y a día de hoy sigo siendo incapaz. Solo está ese… ese agujero negro. Entonces la psicóloga afirmó ante el tribunal que a veces, cuando alguien sufre un shock o algo por estilo, el cerebro humano reacciona con una especie de amnesia. Pero ¿tú no crees que tendría que acordarme de algo? ¿De que metí a Laura en el maletero y fui a alguna parte? No sé nada de nada. Lo último que recuerdo es que Stefanie me dijo que… que… ya no me quería. Y después se presentaron Felix y Jörg, pero había bebido tanto vodka que me sentía fatal. Y de repente llega la pasma y dice que he matado a Laura y Stefanie.

Nadja seguía sentada, mirándolo con atención con sus ojazos verde esmeralda.

—¿Lo entiendes, Nadja? —Su tono era suplicante. El dolor que sentía por dentro había vuelto a asentarse, más intenso que nunca. Había muchas cosas en juego. No quería entablar una relación con Nadja a sabiendas de que terminaría con otra decepción—. Me atormenta no saber lo que realmente ocurrió hace once años. ¿Soy un asesino o no lo soy?

—Tobi —dijo ella en voz queda—, te quiero. Desde que tengo uso de razón. Y a mí no me importa, aunque lo hayas hecho.

Tobias torció el gesto, desesperado. Nadja no quería entender, y eso que necesitaba urgentemente a alguien que le creyera. Que creyera en él. No estaba hecho para vivir como un marginado, y se vendría abajo.

—Pero a mí sí me importa —insistió—. He perdido diez años de mi vida. Ya no tengo futuro. Alguien me lo arruinó. Y no puedo hacer como si todo hubiera terminado.

—Entonces, ¿qué te propones?

—Quiero saber la verdad. Aun a riesgo de averiguar que de verdad lo hice yo.

Nadja apartó la silla, se acercó a él con suavidad, le rodeó la cintura con sus brazos y lo miró.

—Te creo —afirmó en voz baja—. Y, si quieres, te ayudaré en lo que necesites. Pero no vuelvas a Altenhain, por favor.

—¿Y dónde voy a ir?

—Quédate aquí. O en mi casa de Tessin. O en Hamburgo. —Sonrió, entusiasmada con su idea—. ¡Eso es! ¡Vente conmigo! La casa te gustará. Está al lado del agua.

Tobias vaciló.

—No puedo dejar solo a mi padre ahora. Y mi madre también me necesita. Cuando esté mejor, quizá.

—Desde aquí, en coche, te plantas en casa de tu padre en un cuarto de hora. —Los ojazos verdes de Nadja estaban pegados a los suyos. Él olía el aroma de su piel, del champú. La mitad de los hombres alemanes soñaba con que Nadja von Bredow les pidiera que se fueran a vivir con ella. ¿Qué se lo impedía a él?—. Tobi, anda. —Le puso las manos en las mejillas—. Tengo miedo por ti. No quiero que te pase nada. Solo pensar que si esos tipos te hubieran pillado a ti en lugar de a esa chica…

¡Amelie! Se había olvidado de ella por completo. La chica estaba en Altenhain, allí donde se ocultaba la verdad sobre los terribles acontecimientos.

—Sé cuidar de mí —le aseguró—. No te preocupes.

—Te quiero, Tobi.

—Yo también te quiero —contestó, y la abrazó con fuerza.

—¿Jefe? —Kai Ostermann estaba en la puerta del despacho con dos hojas en la mano.

Bodenstein se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Acaba de llegar esto por fax. —Ostermann le dio las hojas y escudriñó el rostro de su jefe, pero como este no dijo más, se abstuvo de hacer comentario alguno.

—Gracias —se limitó a decir Bodenstein.

Entró en su despacho con el corazón desbocado. Eran los movimientos del móvil de Cosima de la última quincena, que él había solicitado dos días antes a la compañía. Era la primera vez que se aprovechaba de las ventajas de su oficio para averiguar algo de carácter personal. Sus ganas de saber eran más fuertes que su mala conciencia por un proceder que un superior con ganas de cazarle podía tildar de prevaricación. Se sentó a su mesa y se preparó para lo que pudiera encontrarse. Lo que leyó truncó sus ilusiones. En efecto, Cosima había estado dos días en Maguncia, durante una hora en los dos casos, pero había pasado las mañanas de ocho días en Frankfurt. Bodenstein apoyó los codos en el escritorio, descansó el mentón en los puños y meditó por un instante. Después cogió el teléfono y marcó el número del despacho de Cosima. Kira Gasthuber, ayudante de producción de su mujer y chica para todo, descolgó a la segunda. Cosima había salido un momento. ¿Por qué no probaba a llamarla al móvil?

Para que no me mienta, idiota, pensó él. Iba a poner fin a la conversación cuando oyó de fondo la vocecita aguda de su hija menor. De pronto se dispararon todas las alarmas en su cabeza. Cosima solía ir con Sophia a todas partes. ¿Por qué la había dejado ese día en el despacho? Kira tenía la respuesta a esa pregunta: Cosima no iba a estar fuera mucho, y Sophia se lo pasaba en grande con ella y con René. Después de colgar, Bodenstein permaneció un buen rato sentado a la mesa, dándole vueltas al asunto. En cinco ocasiones se había localizado el teléfono de Cosima en el repetidor que se hallaba en el distrito de Frankfurt de Nordend, entre las calles Glauburgstrasse, Oeder Weg, Eckenheimer Landstrasse y el parque Eschersheimer. En el plano de la ciudad podía parecer pequeño, pero la zona comprendía cientos de casas con miles de viviendas. Maldición. ¿Por dónde andaba su mujer de picos pardos? Y, sobre todo, ¿con quién? ¿Cómo reaccionaría cuando se demostrase que efectivamente ella lo engañaba? ¿Y por qué creía que su mujer necesitaba engañarlo? Cierto que su vida sexual ya no era tan activa como antes de que naciera Sophia, eso era algo inherente al hecho de tener una hija pequeña, pero no daba la impresión de que Cosima echara algo de menos. ¿O sí? Le dio vergüenza admitir que no se acordaba con exactitud de cuándo había sido la última vez que se había acostado con su mujer. Se dedicó a pensar y hacer cálculos. Sí, la noche que volvieron de la fiesta de cumpleaños de un amigo, algo achispados y de excelente humor. Bodenstein sacó la agenda y la consultó. Lo asaltó una extraña sensación que iba cobrando más fuerza a medida que seguía hojeando. ¿Se había olvidado de anotar el cumpleaños de Bernhard? No. Bernhard había celebrado su quincuagésimo cumpleaños el 20 de septiembre, en el castillo Johannisberg, en Rheingau. ¡No podía ser! Comenzó a contar y comprobó avergonzado que llevaba ocho semanas sin acostarse con Cosima. ¿Era el culpable en último término de que ella le fuese infiel? Llamaron a la puerta y entró Nicola Engel.

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