—¿Qué documentos? —quiso saber Bodenstein.
Gregor Lauterbach se resistió un poco, pero no mucho. A lo largo de los años, Claudius Terlinden había afianzado su posición de poder en gran medida mediante el soborno. Aunque siempre disfrutó de una posición acomodada, cuando realmente ganó dinero fue a finales de los años noventa, cuando su empresa creció y salió a Bolsa. Gracias a ello acabó ejerciendo una influencia considerable en la economía y la política. Después hizo los mejores negocios con países contra los que pesaba un embargo oficial, como Irán o Corea del Norte.
—Aquella noche quería hacer desaparecer esos documentos —concluyó Lauterbach. Dado que la cosa ya no tenía que ver con él directamente, volvía a ganar seguridad en sí mismo—. Pero como no quería destruirlos, los llevamos a mi piso de Idstein.
—Ya.
—No tengo nada que ver con la desaparición de Amelie o la de Thies —afirmó Gregor Lauterbach—. Y tampoco he matado a nadie.
—Eso ya se verá. —Bodenstein recogió las fotos y las metió de nuevo en las declaraciones—. Puede irse a casa, pero se encuentra bajo vigilancia policial, y su teléfono será intervenido. Además, le tengo que pedir que permanezca a nuestra disposición. Avíseme siempre antes de salir de su domicilio.
Lauterbach asintió sumiso.
—¿Podrían impedir por el momento que mi nombre llegue a la prensa? —pidió.
—Por mucho que quiera, no se lo puedo prometer. —Bodenstein le tendió la mano—. La llave de su piso de Idstein, por favor.
Pia tenía a sus espaldas una noche en vela y ya estaba en pie cuando a las 5.15 recibió una llamada del equipo de vigilancia: Nadja von Bredow acababa de volver a Frankfurt, a su piso de Westhafen. Sola.
—Voy ahora mismo —respondió—. Esperadme.
Echó el heno que llevaba bajo el brazo por la puerta del box y se guardó el móvil. No solo era el caso lo que la había tenido despierta. Al día siguiente, a las 15.30, tenía que reunirse en Birkenhof con Gerencia de Urbanismo. Si no retiraban la orden de derribo, ella, Christoph y los animales se verían en la calle dentro de muy poco.
Esos últimos días, Christoph se había volcado de lleno en el asunto, pero su optimismo inicial tardó poco en esfumarse. Quienes le vendieron Birkenhof no le dijeron a Pia que en el terreno donde se alzaba la casa no se podía edificar debido a las líneas de alta tensión de la empresa MKW. Después de la guerra, el padre del vendedor construyó un cobertizo, que luego amplió a lo largo de los años sin permiso. Durante sesenta años, nadie se dio cuenta de nada, hasta que ella, desconocedora de la ilegalidad, presentó la solicitud de licencia de obras. Pia dio de comer deprisa y corriendo a las aves del corral y llamó a Bodenstein. Al no coger este el teléfono, le mandó un mensaje al móvil y volvió pensativa a una casa que de repente se le antojaba ajena. Entró en el dormitorio de puntillas.
—¿Te vas? —inquirió Christoph.
—Sí. ¿Te he despertado? —Pia encendió la luz.
—No. Yo tampoco podía dormir. —La miró, con la cabeza apoyada en una mano—. Me he pasado la mitad de la noche pensando en lo que podemos hacer si la cosa va en serio.
—Yo también. —Se sentó en el borde de la cama—. En cualquier caso, voy a demandar a los cabritos que me vendieron la casa. Está claro que me han engañado de mala fe.
—Pero primero tendremos que demostrarlo —razonó él—. Hoy voy a hablar con un amigo que sabe de estas cosas. Antes no haremos nada.
Pia suspiró.
—Me alegro tanto de que estés aquí... —dijo con un susurro—. No sé lo que habría hecho sola.
—De no haber aparecido en tu vida, no habríamos solicitado ese permiso y no hubiera pasado nada —afirmó Christoph con un gesto burlón—. Y ahora, ánimo. Tú haz tu trabajo y yo me ocupo de esto, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Pia consiguió esbozar una sonrisa, se inclinó hacia él y le dio un beso—. Por desgracia, no tengo ni idea de cuándo voy a volver.
—Por mí no te preocupes. —Christoph también sonrió—. Tengo trabajo en el zoo.
Reconoció la figura familiar desde lejos. Estaba a la luz de la farola junto a su coche, en el aparcamiento, el cabello pelirrojo la única nota de color en la oscuridad neblinosa. Bodenstein vaciló un instante antes de ir a su encuentro con resolución. Cosima no era la clase de mujer a la que podía colgarle el teléfono sin más. A decir verdad, tendría que haber contado con que antes o después, su mujer iría en su busca, pero el caso lo había tenido muy ocupado. Por eso en aquel momento se sintió desprevenido y en desventaja.
—¿Qué quieres? —preguntó desabrido—. Ahora no tengo tiempo.
—No me devuelves las llamadas —contestó Cosima—. Tengo que hablar contigo.
—Ah, ¿así, de pronto? —Se detuvo ante ella y escudriñó su rostro blanco, sereno. El corazón le latía desbocado; consiguió mantener la calma a duras penas—. Durante semanas no te ha hecho falta. Habla con tu amigo ruso si tienes ganas de cháchara.
Sacó las llaves del coche, pero ella no se movió del sitio, delante de la puerta.
—Quiero explicarte… —empezó.
Bodenstein no la dejó terminar. Casi no había dormido esa noche y tenía que salir urgentemente, de manera que no era el momento para mantener una conversación tan importante como aquella.
—No quiero oírlo —la interrumpió—. Y de verdad que ahora no tengo tiempo.
—Oliver, créeme, por favor, no quería hacerte daño. —Cosima le tendió la mano, pero la dejó caer al ver que él retrocedía. El vaho que salía de su boca formaba una especie de nube blanca en el frío aire matutino—. No quería llegar tan lejos, pero…
—¡Basta! —gritó él de pronto—. Me has hecho daño. Nunca me habían hecho tanto daño. No quiero oír tus disculpas ni tus excusas, porque digas lo que digas, te lo has cargado todo. ¡Todo!
Cosima no dijo nada.
—Quién sabe las veces que me habrás engañado, teniendo en cuenta tu forma de engañarme y de mentirme —añadió Bodenstein entre dientes—. ¿Qué has hecho en todos tus viajes? ¿Por cuántas camas has pasado mientras tu ingenuo y crédulo marido aburguesado se quedaba en casa con los niños esperándote? Quizá hasta te hayas reído de mí por ser tan estúpido como para confiar en ti.
Las palabras salieron de su alma mortificada como lava ponzoñosa. Por fin liberaba tanta decepción retenida. Ella aguantó el chaparrón sin torcer el gesto.
—Probablemente, Sophia ni siquiera sea hija mía, sino de alguno de esos melenudos fanfarrones del cine de los que tanto te gusta rodearte.
Calló al darse cuenta de lo monstruoso de la recriminación. Pero una vez dicha, ya no había forma de retirarla.
—Habría puesto las dos manos en el fuego por nuestro matrimonio —concluyó con voz ahogada—. Pero me has mentido y me has engañado. Nunca podré volver a confiar en ti.
Cosima se irguió.
—Debería haber imaginado que reaccionarías así —repuso con frialdad—. Engreído e intransigente. Tú solo lo ves todo desde tu punto de vista egocéntrico.
—¿Y desde cuál debería verlo? Desde el de tu amante ruso, ¿no? —Resopló—. De nosotros dos, la egoísta eres tú. Durante veinte años, no te has interesado por mí y has viajado constantemente. A mí nunca me gustó, pero lo acepté porque tu trabajo forma parte de ti. Después te quedaste embarazada, y ni siquiera me preguntaste si quería otro hijo, lo decidiste tú sola y te limitaste a comunicarme tú decisión, y eso a sabiendas de que con otro hijo ya no podrías corretear por el mundo. Te has echado un amante por puro aburrimiento, ¿y ahora pretendes echarme en cara que soy un egoísta? De no ser todo tan triste, me reiría.
—Cuando Lorenz y Rosi eran pequeños, yo pude trabajar, a pesar de todo. Después, tú asumiste la responsabilidad —replicó—. Pero no quiero discutir contigo. Ha pasado. He cometido un gran error, pero ten la seguridad de que no voy a hacer penitencia hasta que tengas a bien perdonarme.
—Entonces, ¿para qué has venido? —En el bolsillo del pantalón, su móvil sonaba y vibraba, pero él hizo caso omiso.
—Después de Navidad me uniré a la expedición de Gavrilow por el paso del Noroeste durante cuatro semanas —anunció—. Así que durante ese tiempo tendrás que ocuparte de Sophia.
Bodenstein miró a su mujer atónito, como si acabara de darle una bofetada. Cosima no había ido a pedirle perdón, no, había tomado hacía tiempo una decisión sobre su futuro. Un futuro en el que, a todas luces, su papel quedaba reducido al de canguro. Las piernas le flaquearon.
—No lo dirás en serio —musitó.
—Pues sí. Firmé el contrato hace unas semanas. Tenía claro que no te gustaría. —Se encogió de hombros—. Siento cómo han salido las cosas, de veras. Pero estos últimos meses he estado pensando mucho. Si no hago esta película, lo lamentaré hasta el fin de mis días…
Siguió hablando, pero a él ya no le llegaban sus palabras. Había captado lo más importante: en el fondo, Cosima lo abandonó hacía tiempo, se quitó de encima su vida en común. Lo cierto es que él nunca había estado completamente seguro de ella. Durante todos aquellos años, siempre creyó que lo especial de su relación, la sal de la vida, era lo opuestos que eran, pero ahora veía que en realidad no estaban hechos el uno para el otro, así de sencillo. El corazón se le encogió dolorosamente.
Y ahora hacía lo que tantas otras veces: había tomado una decisión que él debía aceptar. Era ella quien llevaba las riendas. Suyo era el dinero con el cual adquirieron el terreno en Kelkheim y construido la casa; él no habría podido permitírselo. Resultaba doloroso, pero por primera vez, esa mañana de noviembre sombría ya no vio en Cosima a una compañera bella, segura de sí misma y chispeante, sino tan solo a la mujer que imponía desconsideradamente su voluntad y sus planes. ¡Qué tonto había sido y qué ciego había estado todo ese tiempo!
La sangre se le agolpó en las orejas. Ella había dejado de hablar y lo miraba impasible, como si esperase una respuesta. Él parpadeó. El rostro de Cosima, el coche, el aparcamiento: todo se desdibujaba ante sus ojos. Se iría con otro hombre... Viviría su vida, en la que ya no había sitio para él. De repente fue presa de los celos y el odio. Dio un paso hacia su mujer y la cogió por la muñeca. Asustada, trató de retroceder, pero él la retuvo con fuerza. La fría superioridad de ella se desvaneció de golpe, abrió atemorizada los ojos y luego la boca para gritar.
A las seis y media, Pia decidió ir sola al piso de Nadja von Bredow. Bodenstein no cogía el móvil ni tampoco contestaba a sus mensajes. Justo cuando iba a llamar al timbre, la puerta de la casa se abrió y salió un hombre. Pia y los dos compañeros de paisano que habían estado vigilando el piso pasaron por delante de él.
—¡Alto! —El hombre, de cincuenta y tantos años, ligeramente canoso y con unas gafas de carey redondas, les cerró al paso—. Aquí no funcionan así las cosas. ¿A quién quieren ver?
—Eso no es asunto suyo —replicó Pia con aspereza.
—Desde luego que sí. —El hombre se plantó delante del ascensor, cruzó los brazos y la escudriñó con aires de superioridad—. Soy el presidente de la comunidad de propietarios de este complejo. Aquí no puede entrar cualquiera sin más ni más.
—Somos de la Policía Judicial.
—¿Ah, sí? ¿Tiene identificación?
Pia empezaba a cabrearse. Sacó la placa y se la puso delante de las narices. Acto seguido, sin decir una sola palabra, se dirigió a la escalera.
—Tú espera aquí —le indicó a uno de los compañeros—. Nosotros subimos.
Nada más llegar a la puerta del ático, esta se abrió. Al rostro de Nadja von Bredow asomó una breve expresión de susto.
—Le dije que esperara abajo —afirmó con escasa amabilidad—. Pero ya que está aquí, puede coger las maletas.
—¿Se va de viaje? —Pia comprendió que Nadja von Bredow no la reconocía y probablemente la tomara por la taxista—. Si acaba de llegar...
—¿Eso a usted qué le importa? —espetó ella irritada.
—Me importa, y mucho. —Pia le mostró la placa—. Pia Kirchhoff, Policía Judicial de Hofheim.
Nadja von Bredow la escudriñó y adelantó el labio inferior. Llevaba un chaquetón Wellensteyn marrón oscuro con el cuello de piel, vaqueros y botas. El cabello rubio se lo había recogido en un severo moño, pero ni siquiera el abundante maquillaje podía ocultar las ojeras bajo los ojos enrojecidos.
—Llega usted en mal momento. Tengo que ir urgentemente al aeropuerto.
—En tal caso, habrá de aplazar el vuelo —contestó ella—. Debo hacerle unas preguntas.
—Ahora no tengo tiempo. —Pulsó el botón del ascensor.
—¿Dónde ha estado usted? —inquirió Pia.
—De viaje.
—Ya. ¿Y dónde está Tobias Sartorius?
Nadja von Bredow la miró asombrada con sus ojos verde claro.
—¿Por qué iba a saberlo yo?
Su sorpresa parecía genuina, pero no era en vano una de las actrices mejor pagadas de Alemania.
—Porque se fue con él después del entierro de Laura Wagner en lugar de llevarlo a la comisaría para que lo interrogásemos.
—¿Y eso quién lo dice?
—El padre de Tobias. ¿Y bien?
Llegó el ascensor y la puerta se deslizó hacia un lado. Nadja von Bredow se volvió hacia Pia y esbozó una sonrisa burlona.
—Espero que no crea todo lo que le diga ese hombre. —Miró al compañero de Pia—. La Policía, al servicio del ciudadano. ¿Le importaría ayudarme a meter el equipaje en el ascensor?
Cuando el aludido hizo ademán de coger las maletas, a Pia se le agotó la paciencia.
—¿Dónde está Amelie? ¿Qué ha hecho con la chica?
—¿Yo? —Nadja von Bredow abrió mucho los ojos—. Nada en absoluto. ¿Por qué iba a hacer algo con ella?
—Porque Thies Terlinden le dio a Amelie unos cuadros que demuestran sin lugar a dudas que usted no solo estuvo presente cuando violaban a su amiga Laura, sino que además vio a Gregor Lauterbach dándose un revolcón con Stefanie Schneeberger en el pajar de Sartorius. Después mató usted a golpes a Stefanie con un gato.
Para sorpresa de Pia, Nadja von Bredow rompió a reír.
—¿De dónde se ha sacado semejante estupidez?
Pia logró contenerse a duras penas. Le entraron ganas de coger a la mujer y darle un bofetón.
—Sus amigos Jörg, Felix y Michael han confesado. Laura estaba viva cuando usted les ordenó que se deshicieran de ella —agregó—. Sin duda temió que Amelie hubiera averiguado la verdad por Thies y sus cuadros, por eso le interesaba quitar de en medio a la chica.
—¡Dios mío! —Nadja seguía impertérrita—. Algo tan increíblemente absurdo no se les ocurre ni a los guionistas. Tan solo he visto a Amelie una vez, y no sé dónde está ahora.