—¿Te has planteado si no será que Löblich quiere engañarte? —le respondió—. Yo en tu lugar me informaría. ¿De verdad está embarazada? Y si es así, ¿no podría ser de otro hombre?
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿de qué?
Henning vaciló antes de contestar.
—He engañado a Miriam, soy un idiota —dijo al poco—. Y no me lo perdonará.
Bodenstein observó la receta que había extendido la doctora Daniela Lauterbach y les echó un vistazo a los medicamentos prescritos: Ritalin, Droperidol, Fluphenazin, Fentanyl, Lorazepam. Aun siendo lego en la materia, sabía muy bien que el autismo no era una enfermedad que pudiera tratarse con psicofármacos y tranquilizantes.
—La cosa es que es más fácil resolver los problemas a base de química que recorrer el penoso camino de la terapia. —Heidi Brückner hablaba en voz baja, pero se percibía con claridad la rabia que destilaban sus palabras—. Mi hermana lleva toda su vida rigiéndose por la ley del mínimo esfuerzo. Cuando los gemelos eran pequeños, prefería salir con su marido a ocuparse de los niños. Thies y Lars vivieron un gran abandono en su infancia. Unas muchachas que no hablan una palabra de alemán difícilmente son el sustituto de una madre.
—¿Qué quiere decir con eso?
Las aletas nasales de Heidi Brückner se inflaron.
—Que el problema de Thies viene de casa —afirmó—. No tardó en saberse que tenía dificultades. Era agresivo, tendía a enrabietarse y no obedecía. No habló hasta los cuatro o los cinco años. Aunque, ¿con quién iba a hacerlo? Sus padres casi nunca estaban en casa. Claudius y Christine nunca intentaron ayudar al niño yendo a terapia, prefirieron la medicación. Thies se pasaba semanas alelado, sentado sin hacer nada. En cuanto le quitaron los medicamentos se volvió loco. Entonces lo metieron en un psiquiátrico infantil y lo dejaron años allí. Un drama. Y el chico, que es sensible y tiene mucho talento, se vio obligado a vivir entre disminuidos psíquicos.
—¿Cómo es que nadie hizo nada?
—¿Quién iba a hacerlo? —respondió ella, y sonó sarcástica—. Thies nunca tuvo contacto con personas normales o profesores que tal vez se hubiesen dado cuenta de lo que le pasa.
—¿Quiere decir que no es autista?
—Sí que lo es, pero el autismo no es una enfermedad claramente definida. Abarca desde una minusvalía psíquica muy grave hasta leves manifestaciones del síndrome de Asperger, y en este último caso los enfermos son perfectamente capaces de llevar una vida independiente, aunque sea con ciertas peculiaridades. Muchos autistas adultos aprenden a vivir con ello. —Cabeceó—. Thies es víctima del egoísmo de sus padres, lo mismo que Lars.
—¿Perdone?
—De pequeño y adolescente, Lars era muy tímido, apenas abría la boca. Además era profundamente religioso, quería ser sacerdote —desgranó con frialdad Heidi Brückner—. Como Thies difícilmente se haría cargo de la empresa, Claudius depositó todas sus esperanzas en Lars. Le prohibió estudiar teología, lo envió a Inglaterra y le obligó a estudiar empresariales. Lars nunca fue feliz. Y ahora ha muerto.
—¿Por qué no hizo usted nada, si sabía todo esto? —preguntó, extrañado, Bodenstein.
—Lo intenté, hace muchos años. —Se encogió de hombros—. Como con mi hermana no había forma de hablar, traté de hacerlo con Claudius. Fue en 1994, me acuerdo perfectamente, porque yo acababa de volver del sudeste asiático, donde había estado trabajando de cooperante. Aquí las cosas habían cambiado mucho. Wilhelm, el hermano mayor de mi cuñado, había fallecido hacía unos años, Claudius se encontraba al frente de la empresa y se mudó luego a este caserón. A mí me habría gustado quedarme un tiempo para echarle una mano a Christine. —Resopló con desdén—. A Claudius no le parecía bien. Nunca me ha podido soportar, porque no podía intimidarme ni controlarme. Me quedé dos semanas y vi el drama. Mi hermana se pasaba los días en el campo de golf y dejaba a los chicos al cuidado de una muchacha del pueblo y de esa Daniela. Un día, Claudius y yo nos enzarzamos en una pelea muy fuerte. Christine estaba en Mallorca, como tantas otras veces, abriendo la casa. —Heidi Brückner rio con desprecio—. Eso era más importante que sus hijos. Yo había ido a dar un paseo y entré en casa por el sótano sin que nadie se diera cuenta. No pude creer lo que veía cuando entré en el salón y sorprendí a mi cuñado con la hija de su ama de llaves. La chica tendría catorce o quince años a lo sumo… —Se interrumpió, sacudiendo la cabeza asqueada al recordar lo sucedido. Bodenstein escuchaba atentamente: su relato coincidía con lo que había contado el propio Claudius Terlinden, a excepción de un punto decisivo—. Él se puso a cien cuando entré en el salón y me puse a chillarle. La chica salió corriendo. Claudius estaba ante mí con los pantalones bajados y la cara como un tomate. Difícilmente podía mentir. De pronto apareció Lars. Jamás olvidaré la expresión de su rostro. Como podrá imaginarse, a partir de ese día no fui bienvenida en esta casa. Christine no tuvo el valor de enfrentarse a su marido. Ni siquiera me creyó cuando le conté por teléfono lo que había visto. Dijo que era una envidiosa y una embustera. No nos veíamos desde hace catorce años. Y, francamente, no voy a quedarme mucho. —Suspiró—. Siempre he intentado disculpar a mi hermana —prosiguió momentos después—. Quizá para acallar mi mala conciencia. En el fondo siempre creí que un día se produciría una catástrofe, pero no me esperaba algo así.
—¿Y ahora?
Heidi Brückner supo a qué se refería Bodenstein.
—Esta mañana, por fin me he dado cuenta de que el mero hecho de ser familia no es motivo para defender a alguien. Mi hermana lo deja todo en manos de esa tal Daniela, igual que antes. Así que, ¿qué pinto yo aquí?
—¿No le cae bien la doctora Lauterbach? —quiso saber.
—No. Antes ya pensaba que tenía algo raro. Esas atenciones exageradas con todo el mundo, su forma de tratar a su marido como si fuera su madre… me resultaba extraño, casi enfermizo. —Heidi Brückner se apartó de la cara un mechón de cabello rebelde, y Bodenstein reparó en la alianza que lucía en la mano izquierda. Durante un segundo se sintió decepcionado, y en ese mismo segundo se preguntó a qué venía esa absurda sensación. No conocía a la mujer, y cuando concluyera la investigación probablemente no volviese a verla—. Y desde que vi ese montón de medicamentos, me cae todavía peor que antes —prosiguió Heidi Brückner—. Yo no soy farmacéutica, pero me he informado a fondo del síndrome de Thies, no hace falta que esa mujer me cuente nada.
—¿La ha visto esta mañana?
—Sí, se pasó un momento a ver cómo estaba Christine.
—¿Cuándo llegó usted?
—Ayer por la noche, a las nueve y media. Vine en cuanto Christine me llamó para contarme lo que había pasado. Desde Schotten tardo una hora.
—¿Significa eso que la doctora Lauterbach no pasó la noche aquí? —preguntó, sorprendido, el policía.
—No. Vino antes, sobre las siete y media, se tomó un café y se fue. ¿Por qué? —Ella le dirigió una mirada inquisitiva con sus ojos verdes, pero Bodenstein no le contestó. Los datos aislados empezaban a encajar. Daniela Lauterbach le había mentido. Y seguro que no era la primera vez.
—Este es mi número. —Le alargó una tarjeta de visita—. Y muchas gracias por su franqueza. Me ha sido de gran ayuda.
—De nada. —Heidi Brückner asintió y le tendió la mano. Su apretón fue cálido y firme. Bodenstein vaciló.
—Eh… bien, en el caso de que tenga más preguntas, ¿cómo puedo localizarla?
Una leve sonrisa asomó a su serio rostro. La mujer se sacó la cartera y extrajo una tarjeta que ofreció a Bodenstein.
—No creo que me quede mucho —repitió—. Tan pronto como vuelva a casa mi cuñado, me pondrá de patitas en la calle.
Después de desayunar estuvieron unas horas caminando por la abundante nieve y disfrutaron de las magníficas vistas de los Alpes berneses nevados. Después, el tiempo cambió de pronto, algo típico en la alta montaña. El cielo, de un azul radiante, se encapotó en cuestión de minutos, y de repente comenzó a caer una fuerte nevada. Volvieron corriendo a la cabaña, cogidos de la mano, se quitaron sin aliento la ropa, que estaba completamente empapada, y subieron la escalera del altillo desnudos. El calor de la estufa se acumulaba bajo el tejado. Se tendieron en la cama pegados mientras el viento aullaba alrededor de la casa y sacudía las contraventanas. Se miraron. Los ojos de ella estaban muy cerca de los suyos, Tobias la oía respirar. Le apartó el cabello del rostro y cerró los ojos cuando ella se deslizó por su cuerpo desnudo, lamiéndole la piel, recorriéndolo con la lengua. Él sudaba por todos los poros, jadeaba, los músculos a punto de desgarrarse de la tensión. La atrajo hacia sí gimiendo, vio su rostro, demudado de placer. Ella se movía cada vez con más intensidad, rebosante de deseo, el sudor goteando sobre el cuerpo de Tobias. Lo asaltó una oleada de dicha que estalló dentro de él con una violencia inesperada, y fue como si las paredes se movieran y el suelo temblase. Permanecieron un rato tumbados, agotados y felices, esperando jadeantes a que los latidos de su corazón se normalizaran. Tobias tomó el rostro de ella entre sus manos y besó larga y tiernamente su boca.
—Ha sido estupendo —dijo en voz baja.
—Sí. Deberíamos quedarnos así para siempre —musitó Nadja con voz rota—. Solos tú y yo.
Sus labios rozaron el hombro de Tobias, y se arrimó más a él, sonriendo. Él echó por encima el edredón y cerró los ojos. Sí, deberían quedarse así. Sus músculos se relajaron, lo invadió el cansancio.
Pero de repente vio el rostro de Amelie. Fue como si le propinaran un puñetazo; de pronto estaba completamente despierto. ¿Cómo podía estar allí tan tranquilo mientras ella seguía desaparecida y tal vez luchando por vivir?
—¿Qué te pasa? —musitó Nadja adormilada.
No era una buena idea hablar en la cama de otra mujer, pero al fin y al cabo, a Nadja también le preocupaba Amelie.
—Pensaba en Amelie —contestó con sinceridad—. ¿Dónde estará? Espero que no le haya ocurrido nada.
No se esperaba la reacción de Nadja. Se puso rígida entre sus brazos, se incorporó y lo apartó violentamente, con el bello rostro deformado por la ira.
—¡Tú estás mal de la cabeza! —le gritó fuera de sí—. ¡Haces el amor conmigo y hablas de otra! ¿Es que no soy bastante para ti? —Apretó los puños y empezó a pegarle en el pecho con una fuerza de la que jamás la habría creído capaz. A Tobias le costó librarse de ella. Desconcertado por semejante arrebato, jadeante, clavó la vista en Nadja—. ¡Capullo asqueroso! —exclamó, llorando a lágrima viva—. ¿Por qué siempre piensas en otras mujeres? Antes me pasaba la vida escuchando lo que hablabas y hacías con la tía de turno. ¿Es que nunca te has parado a pensar en el daño que me hacía? Y ahora te metes conmigo en la cama y me hablas de esa… de esa niñata.
La densa y húmeda niebla se despejó y se levantó por completo arriba, en el Taunus. Cuando dejaron a sus espaldas el bosque por la B 8, antes de llegar a Glashütten, los recibió un sol radiante. Bodenstein bajó la visera.
—Lauterbach aparecerá —le dijo a Pia—. Es un político y ha de cuidar de su reputación. Seguro que su mujer lo ha llamado hace un buen rato.
—Esperemos. —Ella no acababa de compartir el optimismo de su jefe—. En cualquier caso, tenemos vigilado a Claudius Terlinden.
Las líneas telefónicas entre la K 11, la fiscalía y el juzgado estaban que ardían desde que Jörg Richter confesara que Laura aún estaba viva cuando él y sus amigos la arrojaron al depósito subterráneo. La chica suplicó que la dejasen vivir, lloró y gritó hasta que ellos colocaron la tapa sobre el depósito. Estaba claro que en el caso de Laura Wagner había que revisar la causa, en cuyo curso se absolvería a Tobias Sartorius. Cuando volviese a aparecer. Hasta el momento no había ni rastro de él.
Bodenstein giró a la izquierda y cruzó el pueblecito de Kröftel en dirección a Heftrich. Poco antes de llegar a Heftrich se encontraba la finca que los padres de Stefanie Schneeberger habían comprado hacía diez años. Un gran letrero apuntaba hacia la tiendecita donde vendían productos biológicos de cultivo y producción propios. Bodenstein aparcó en el impoluto lugar. Se bajaron del coche y echaron una ojeada. De la sobria funcionalidad de la antigua granja, esos mazacotes salidos de la nada en los años sesenta, quedaba poco. El lugar había sido objeto de ampliaciones y reformas. Bajo el nuevo alero del cuerpo central, donde se encontraba la tienda, unos arreglos otoñales daban la bienvenida a los compradores. Los tejados de las construcciones eran casi exclusivamente paneles de energía solar y fotovoltaica. Dos gatos estaban repantigados en la escalera de la puerta, disfrutando de los contados rayos de sol. La tienda estaba cerrada a la hora de comer, y en la casa tampoco abrió nadie. Bodenstein y Pia entraron en la luminosa vaqueriza, donde las vacas estaban con sus terneros, hundidas hasta el corvejón en la paja o tumbadas o rumiando satisfechas en grandes cubículos. Menuda estampa, en comparación con la forma habitual de criar ganado, en jaulas estrechas con el piso de rejilla. En la parte trasera, dos niñas de ocho o nueve años cepillaban un caballo, que se abandonaba pacientemente a los amorosos cuidados.
—Hola —saludó Pia a las dos niñas, que eran como dos gotas de agua, sin lugar a dudas las hermanas menores de la difunta Stefanie: el mismo cabello negro, idénticos grandes ojos marrones—. ¿Están vuestros padres en casa?
—Mamá está en el establo —respondió una de ellas al tiempo que señalaba la construcción alargada que había tras la vaqueriza—. Papá ha ido a llevar el estiércol con el tractor.
—Ah, gracias.
Beate Schneeberger estaba barriendo el pasillo del establo cuando Bodenstein y Pia entraron en la cuadra. La mujer alzó la cabeza cuando el jack russel terrier, que husmeaba en un box vacío en busca de ratones, empezó a ladrar.
—Hola —saludó Bodenstein, que por si acaso se quedó donde estaba. Aunque el terrier era pequeño, no había que subestimarlo.
—Acérquense, por favor. —La mujer sonrió con amabilidad sin dejar lo que estaba haciendo—. Bobby solo mete ruido. ¿En qué puedo ayudarles?
Bodenstein se presentó y presentó a Pia. Beate Schneeberger se detuvo, y la sonrisa se borró de su rostro. Era una mujer guapa, pero la pena y el dolor habían dejado evidentes huellas en sus armoniosos rasgos.
—Hemos venido a comunicarle que se ha encontrado el cuerpo de su hija Stefanie —dijo Bodenstein.
La señora Schneeberger lo miró serenamente con sus grandes ojos oscuros y asintió. Su reacción fue similar a la de la madre de Laura: calmada y estoica.