Blancanieves debe morir (21 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Hola —dijo, y se detuvo delante.

Él levantó la cabeza. La sorpresa de la joven se convirtió en horror cuando vio su rostro. Tenía moratones en la mitad izquierda de la cara, un ojo hinchado y cerrado, la nariz del tamaño de una patata, una herida con grapas en la ceja.

—Hola —saludó él. Se miraron un instante. Sus bonitos ojos azules eran vidriosos; estaba claro que padecía fuertes dolores—. Me pillaron. Ayer por la noche, en el pajar.

—Genial. —Amelie se sentó a su lado. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada—. Creo que tendrías que ir a la poli —dijo, vacilante y sin mucha convicción. Él soltó un bufido de censura.

—Eso ni de coña. ¿Tienes un pitillo?

Amelie rebuscó en la mochila y sacó un paquetito arrugado y un mechero. Encendió dos cigarrillos y le pasó uno.

—Ayer por la noche, el hermano de Jenny Jagielski llegó al Zum Schwarzen Ross bastante tarde con su colega Felix, el gordo. Se sentaron en un rincón con otros dos tipos y se comportaron de una forma muy rara —contó Amelie sin mirar a Tobias—. Y de los que suelen jugar a las cartas, faltaban el viejo Pietsch; Richter, el de la tienda; y ese triste, Dombrowski. No llegaron hasta las diez menos cuarto más o menos.

—Ah —se limitó a contestar Tobias mientras fumaba.

—Puede que fuera alguno de ellos.

—Es bastante probable, incluso —replicó él con aire indiferente.

—Sí, pero si sabes quién pudo hacerlo… —Amelie volvió la cabeza, y al toparse con la mirada de él, la ladeó en el acto. Era mucho más fácil hablar con Tobias si no lo miraba a los ojos.

—¿Por qué estás de mi lado? —preguntó él de sopetón—. Pasé diez años en chirona por matar a dos chicas.

No parecía decirlo con amargura, sino tan solo con cansancio y resignación.

—Yo estuve tres semanas en un centro de menores por mentir por un amigo y decir que la droga que encontraron los polis era mía —repuso ella.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no creo que mataras a dos chicas.

—Es muy amable por tu parte. —Tobias se inclinó hacia delante y torció el gesto—. Permíteme recordarte que se celebró un juicio con un montón de pruebas contra mí.

—Lo sé. —Amelie se encogió de hombros. Dio una última calada al cigarrillo y tiró la colilla al campo que había al otro lado del camino de grava. Tenía que hablarle como fuera de los cuadros. Pero ¿cómo sacar el tema? Decidió dar un rodeo—. ¿Vivían los Lauterbach aquí cuando pasó todo? —inquirió.

—Sí —respondió, extrañado, Tobias—. ¿Por qué lo preguntas?

—Hay un cuadro —respondió ella—. Bueno, en realidad son varios. Los he visto, y creo que en tres de ellos está Lauterbach.

Tobias la miró atentamente y con cara de no entender nada a la vez.

—Bueno, creo que hay alguien que vio lo que realmente pasó —continuó Amelie tras un breve titubeo—. Thies me dio los cuadros, y…

Se calló. Un coche subía a gran velocidad por el angosto camino, un todoterreno gris. La grava crujió bajo los anchos neumáticos cuando el Porsche Cayenne se detuvo justo delante de ellos. Una mujer rubia y guapa se bajó. Amelie se levantó de un salto y cogió su mochila.

—Espera. —Tobias extendió el brazo hacia ella en ademán suplicante y se levantó, el rostro desfigurado por el dolor—. ¿Qué cuadros? ¿Qué pasa con Thies? Nadja es mi mejor amiga, puedes hablar delante de ella.

—No, mejor no.

Amelie miró a la mujer con escepticismo. Era muy delgada y estaba muy elegante con sus pantalones vaqueros ceñidos, el jersey de cuello alto y el chaleco de plumas beis con el llamativo logotipo de una marca cara. El cabello, rubio y liso, lo llevaba recogido en un moño, y su armonioso rostro tenía una expresión de preocupación.

—Hola —saludó, al tiempo que se acercaba. Escrutó un instante a Amelie con recelo y después todo su interés se centró en Tobias.

—Dios mío, cariño. —Le acarició la mejilla con ternura, un gesto de familiaridad que hizo que Amelie sintiera una punzada de dolor y una profunda e inmediata antipatía hacia la mujer.

—Nos vemos luego —dijo deprisa, y los dejó solos.

Pia se sentó por segunda vez ese día a la mesa de una cocina y rehusó amablemente un café después de informar a Hartmut Sartorius de la confesión y detención de Manfred Wagner.

—¿Cómo está su exmujer? —preguntó después.

—Igual, no hay cambios —contestó él—. Los médicos se andan por las ramas y escurren el bulto.

Pia observó el rostro demacrado y exhausto del padre de Tobias. Ese hombre no había sufrido mucho menos que los Wagner, al contrario: mientras que los padres de la víctima disfrutaban de simpatía y solidaridad, a los del verdugo se los había marginado y castigado por lo que hizo el hijo. El silencio se volvió incómodo. Pia no sabía muy bien por qué había ido allí. ¿Qué se le había perdido en ese sitio?

—¿Los dejan más o menos en paz a usted y a su hijo ahora? —inquirió al cabo. Hartmut Sartorius profirió una risa breve y amarga. Acto seguido abrió un cajón y sacó un papel arrugado que ofreció a Pia.

—Estaba hoy en el buzón. Tobias lo tiró, pero yo lo saqué de la basura.

«Pandilla de asesinos —leyó Pía—. Largaos de aquí antes de que ocurra una desgracia.»

—Una amenaza —comentó—. Anónima, ¿no?

—Por supuesto. —Sartorius se encogió de hombros y se sentó de nuevo a la mesa—. Ayer atacaron a Tobias en el pajar y lo molieron a palos. —La voz le flaqueó, pugnaba por mantener la compostura, pero de pronto los ojos se le humedecieron.

—¿Quién? —quiso saber Pia.

—Todos. —Sartorius hizo un gesto de desamparo con las manos—. Llevaban capuchas e iban con bates de béisbol. Cuando… cuando encontré a Tobias en el pajar pensé… Al principio creí que estaba muerto. —Se mordió los labios y bajó la mirada.

—¿Por qué no llamó a la Policía?

—No serviría de nada. Esto no va a parar nunca. —El hombre sacudió la cabeza con una mezcla de resignación y desesperación—. Tobias se esfuerza por adecentar un poco este sitio con la esperanza de que alguien lo compre.

—Señor Sartorius —Pia aún sostenía la nota en la mano—, conozco el sumario del caso de su hijo, y me han llamado la atención algunos disparates. Lo cierto es que me extraña que el abogado de Tobias no interpusiera un recurso de casación.

—Quería hacerlo, pero el tribunal lo desestimó. Las pruebas, las declaraciones de los testigos… todo era inequívoco. —Sartorius se pasó la mano por la cara. Todo en él era desaliento.

—Pero ahora se ha encontrado el cuerpo de Laura —insistió Pia—. Y me pregunto cómo pudo su hijo sacar a la chica muerta de casa, meterla en el maletero del coche, llevarla a Eschborn, entrar en el solar vallado de un antiguo aeródromo militar y arrojarla a un viejo depósito en tres cuartos de hora escasos.

Hartmut Sartorius alzó la cabeza y la miró. A sus empañados ojos azules asomó una minúscula chispa de esperanza, que desapareció en el acto.

—Es inútil. No hay pruebas nuevas. Y aunque las hubiera, para la gente de aquí mi hijo es un asesino y siempre lo será.

—Tal vez su hijo debiera dejar Altenhain por un tiempo —aconsejó Pia—. Por lo menos hasta que entierren a la muchacha y los ánimos se hayan calmado.

—¿Dónde va a ir? No tenemos dinero. Tobias no encontrará trabajo tan pronto. ¿Quién contrata a un expresidiario, aunque tenga estudios?

—Podría irse a vivir con su madre por el momento —propuso Pia, pero Hartmut Sartorius se limitó a sacudir la cabeza.

—Tobias tiene treinta años —respondió—. Su intención es buena, señora, pero yo no puedo imponerle nada.

—Acabo de tener un déjà vu al veros a los dos en el banco. —Nadja cabeceó.

Tobias se había vuelto a sentar y se palpaba con cuidado la nariz. El recuerdo del pánico que había sentido la noche previa pendía como una sombra siniestra sobre el día soleado. Cuando los hombres por fin dejaron de darle golpes y se fueron, él se resignó a morir. De no haberle quitado uno de ellos el trapo de la boca, se habría asfixiado. Iban muy en serio. Tobias se estremeció al pensar en lo cerca que había estado de la muerte. Las heridas, aunque eran dolorosas y tenían muy mal aspecto, no eran mortales. La noche anterior, su padre había llamado a la doctora Lauterbach, quien acudió a la casona de inmediato para curarlo. Le puso grapas en la herida de la ceja y le dio analgésicos. Al parecer no le guardaba rencor por haber comprometido a su marido en el juicio.

—¿No crees, Tobi? —La voz de Nadja se coló en sus reflexiones.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

Era tan guapa y estaba tan preocupada... Lo cierto era que la esperaban para rodar en Hamburgo, pero a todas luces él era más importante. Debía de haber venido directamente nada más recibir su llamada. Era una amiga de verdad.

—A que esa chica se parece mucho a Stefanie. Es increíble —observó Nadja, que le cogió la mano y le acarició el pulpejo con el pulgar; un roce tierno que en otras circunstancias tal vez a él le hubiese gustado, pero que en ese momento le molestó.

—Sí, Amelie es increíble —replicó ensimismado—. Increíblemente valiente y decidida.

Se acordó de cómo había sobrellevado el ataque en su casa. Cualquier otra chica se habría ido a casa llorando o habría acudido a la Policía, pero ella no. ¿Qué quería contarle hacía un momento? ¿Qué le había dicho Thies?

—¿Te gusta? —quiso saber Nadja. De no haber estado él tan sumido en sus pensamientos, quizá hubiese dado una respuesta distinta, más diplomática.

—Sí —afirmó—. Me cae bien. Es tan… diferente.

—Diferente..., ¿de quién? ¿De mí?

Al oír la pregunta, Tobias levantó la cabeza. Vio el rostro consternado de ella y trató de sonreír, pero la sonrisa acabó en una mueca.

—Diferente de la gente de aquí, quería decir. —Le apretó la mano—. Amelie solo tiene diecisiete años. Es como una hermana pequeña.

—Pues ten cuidado, no vayas a volver loca a tu hermanita con esos ojos azules. —Nadja retiró la mano y cruzó las piernas mientras lo miraba con la cabeza ladeada—. Creo que no tienes ni idea del efecto que causas en las mujeres, ¿no?

A Tobias sus palabras le recordaron tiempos pasados. ¿Cómo es que nunca se había dado cuenta de que en las observaciones críticas de Nadja sobre otras chicas siempre había acechado la sombra de los celos?

—Oh, vamos —dijo, haciendo un gesto para restarle importancia—. Amelie trabaja en el Zum Schwarzen Ross y se entera de algunas cosas. Entre otras, ha reconocido en la foto de la prensa a Manfred Wagner. Fue quien tiró a mi madre de la pasarela.

—¿Qué?

—Sí. Y también cree que Pietsch, Richter y Dombrowski son los que me molieron a palos ayer por la noche. Llegaron tarde a la partida de cartas, y eso no es habitual en ellos.

Nadja lo miró sin dar crédito a lo que oía.

—No lo dirás en serio.

—Pues sí. Además, Amelie está firmemente convencida de que hay alguien que vio algo entonces que podría redimirme. Justo cuando has llegado tú me iba a contar algo de Thies, de Lauterbach y de no sé qué cuadros.

—Eso sería… bueno… sería tremendo. —Nadja se levantó de pronto y se dirigió a su coche. Entonces se volvió y miró a Tobias furiosa—. Pero en tal caso, ¿por qué ese alguien nunca dijo nada?

—Ojalá lo supiera yo. —Tobias se echó hacia atrás y estiró con cuidado las piernas. Cada movimiento de su maltrecho cuerpo le causaba dolor, a pesar de las pastillas—. En cualquier caso, Amelie debe de haber dado con algo. Por aquel entonces, Stefanie me dijo que estaba liada con Lauterbach. Te acuerdas de él, ¿no?

—Claro. —Nadja asintió con vehemencia y lo miró fijamente.

—Al principio creí que solo lo decía para darse importancia, pero después los vi juntos detrás de la carpa de las fiestas. Por eso me fui a casa. Estaba… —hizo una pausa, buscaba las palabras que pudieran definir el estado de agitación de aquel momento. Entre ellos dos no habría pasado ni el aire, tan pegados estaban, y Lauterbach le había puesto la mano en el trasero. La súbita certeza de que Stefanie se lo montaba con otros hombres fue como una vorágine que lo precipitó en un abismo profundo.

—Furioso —decía Nadja en ese preciso instante.

—No —negó—. Furioso no estaba. Lo que estaba es… dolido y triste. Quería de verdad a Stefanie.

—Imagínate que saliera a la luz. —Nadja soltó una risita un tanto maliciosa—. Imagínate los titulares: un asaltacunas, ministro de Educación y Ciencia.

—Entonces, ¿crees que era un ligue en toda regla?

Nadja dejó de reírse. A sus ojos afloró una expresión extraña que no supo interpretar. Se encogió de hombros y repuso:

—Sea como fuere, a él lo habría creído perfectamente capaz de hacerlo. Andaba como loco detrás de su Blancanieves, hasta le dio el papel principal, aunque no tenía ningún talento. Cuando ella aparecía, se quedaba sin aliento.

De repente se hallaban inmersos en el tema que tanto se habían esforzado antes por evitar. Por aquel entonces, a Tobias no le extrañó que a Stefanie le dieran el papel principal en el cuento navideño del Teatro AG. Ya solo su aspecto era la encarnación ideal de Blancanieves. Recordaba perfectamente la tarde en que a él le llamó la atención el parecido. Stefanie se había subido al coche, llevaba un vestido de verano blanco y los labios pintados de rojo, el oscuro cabello ondeando al viento. «Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano», lo dijo ella misma y se rio. ¿Adónde habían ido esa tarde? En ese momento cayó en la cuenta de golpe y porrazo: ahí estaba lo que llevaba días rondándole la cabeza: «¿Os acordáis de cuando mi hermana le cogió al viejo el manojo de llaves del aeródromo y fuimos a echar carreras al hangar?». Lo había dicho Jörg el jueves, en el taller. ¡Claro que se acordaba! Esa misma tarde también fueron ellos allí, Stefanie lo instó a ir deprisa para quedarse a solas en el coche. El padre de Jörg, Manfred Richter, estaba en telecomunicaciones, y en los años setenta y ochenta había trabajado en el antiguo aeródromo. De pequeños, Jörg, él y el resto lo acompañaban de vez en cuando y jugaban en aquel terreno tomado por la maleza mientras él desempeñaba su cometido. Más tarde, cuando eran mayores, iban allí a hacer carreras de coches y fiestas a escondidas. Y ahora encontraban el cuerpo de Laura precisamente en ese sitio. ¿Podía ser una casualidad?

Apareció delante de ella como si hubiera salido de la nada justo cuando volvía la cabeza para echar una última mirada a Tobias y a la zorra rubia del buga de lujo.

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