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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (17 page)

BOOK: Blonde
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A Norma Jeane no se le ocurrió preguntarse qué aspecto tendría su madre después de tantos años de confinamiento en el hospital de Norwalk.

Su madre no había vuelto a escribirle después de aquella carta en la que le comunicaba su negativa a firmar los papeles de la adopción. Norma Jeane tampoco le había escrito a ella, excepción hecha de las felicitaciones de rigor para los cumpleaños y la Navidad. (¡Que Gladys nunca correspondía! Pero, como Dios nos ha enseñado, es mejor dar que recibir.)

Norma Jeane, casi siempre tan dócil e insegura, sorprendió a Edith Mittelstadt con sus lágrimas de rabia. ¿Por qué permitían que su despreciable madre, su madre enferma, su
innoble madre loca
le fastidiara la vida? ¿Qué absurda ley la mantenía a merced de una mujer ingresada en un centro psiquiátrico del que con toda probabilidad no saldría nunca? Era una infamia, una injusticia; todo porque Gladys tenía celos del señor y la señora Mount y porque la odiaba a
ella
.

—Y con lo mucho que he rezado —sollozó la niña—. Hice lo que usted me dijo: recé, recé y recé.

Al llegar a este punto, la doctora Mittelstadt habló con severidad a Norma Jeane, como hubiera hecho con cualquier otro huérfano a su cargo. La riñó por sus «emociones ciegas y egoístas», por no ver lo que
Ciencia y salud
dejaba muy claro:
que la oración no puede cambiar la ciencia del ser, con el cual únicamente nos permite alcanzar una mayor armonía
.

Entonces, ¿de qué servía rezar?, se preguntó la niña con indignación.

—Sé que te sientes decepcionada y afligida, Norma Jeane —dijo Edith Mittelstadt con un suspiro—. También ha sido una desilusión para mí. Los Mount son personas decentes, buenos cristianos, a pesar de no pertenecer a la Ciencia Cristiana, y te quieren mucho. Pero, verás, tu madre todavía tiene la mente confusa. Es obvio que pertenece a la tipología del «moderno», el «neurótico», y ella misma se ha enfermado con sus pensamientos negativos.

tienes la libertad de deshacerte de esos pensamientos y deberías dar gracias a Dios por ello durante cada minuto de tu preciosa vida.

Ella no necesitaba ni la bendición ni la maldición de su puñetero Dios.

Sin embargo, mientras se enjugaba los ojos, llena de pueril emoción, respondía con gestos de asentimiento a las persuasivas palabras de la doctora Mittelstadt. ¡Sí! Era verdad.

La voz potente pero cálida de la directora. Su mirada inquisitiva. El alma que resplandecía en sus ojos. Apenas si reparabas en las arrugas y la flacidez de su cara; aunque de cerca podías ver las manchas de la edad en sus brazos fofos, que ella no intentaba ocultar con mangas o maquillaje, como hacían las mujeres vanidosas. Y en su barbilla crecían pelos como alambres. Norma Jeane observaba estas sorprendentes imperfecciones desde una óptica cinematográfica. Porque en la lógica del cine, la estética tiene la autoridad de la ética: ser poco atractiva es triste, pero ser voluntariamente poco atractiva es inmoral. Gladys se habría estremecido al ver a la doctora Mittelstadt. Se habría reído a sus espaldas, esas anchas espaldas cubiertas de sarga azul. Pero Norma Jeane admiraba a la directora del orfanato.
Es fuerte. Le tiene sin cuidado lo que piensen los demás. ¿Por qué iba a preocuparla?

—Yo también me equivoqué —decía la doctora Mittelstadt—. El personal del hospital me indujo a pensar que reaccionaría de manera diferente. Puede que nadie tenga la culpa. Pero podemos enviarte a un excelente hogar de acogida, Norma Jeane, porque para eso no necesitamos la autorización de tu madre. Te encontraré una familia que pertenezca al culto de la Ciencia Cristiana, cariño. Te lo prometo.

Cualquier familia. Cualquier casa.

—Gracias, doctora Mittelstadt —murmuró Norma Jeane.

Se enjugó los ojos con un pañuelo de papel que le pasó la mujer. Cualquiera diría que se había empequeñecido físicamente; otra vez era dócil, con la voz y la postura de una niña.

—Estarás allí para Navidad, Norma Jeane. Dios mediante.

Deleitándose otra vez con la idea de que no podía ser una simple coincidencia que el primer apellido de Mary Baker Eddy fuera Baker, igual que el suyo.

Norma Jeane buscó «Mary Baker Eddy» en una enciclopedia del colegió y descubrió que la fundadora de la Iglesia de la Ciencia Cristiana había nacido en 1821 y muerto en 1910. No en California, pero ese dato no tenía relevancia: la gente viajaba por todo el continente en tren y en avión. El primer marido de Gladys, Baker, había desaparecido de la vida de su madre y era posible —¿o probable?— que estuviera emparentado con la señora Eddy, pues ¿por qué iba a tener la señora Eddy ese segundo nombre a menos que también fuera una Baker?

En el universo de Dios, igual que en los rompecabezas, no existen las coincidencias.

Mary Baker Eddy era mi abuela.

Quiero decir, mi abuelastra.

Porque mi madre se casó con el hijo de la señora Eddy.

Él no era mi verdadero padre, pero me adoptó.

Mary Baker Eddy era la madre de mi padrastro

y la suegra de mi madre,

pero ella no conocía a la señora Eddy,

al menos personalmente.

Yo no conocí a la señora Eddy,

que es la fundadora de la

Iglesia de la Ciencia Cristiana.

Murió en 1910.

Yo nací el 1 de junio de 1926.

De eso estoy segura.

Se encogía ante las miradas de los chicos mayores. ¡Tantas miradas! Y esperaba constantemente. Las clases del primer y segundo ciclo de secundaria se impartían en edificios adyacentes y la escuela ya no se parecía en nada a aquella en la que había hecho el sexto curso de primaria.

Norma Jeane se escondía entre las demás chicas. Era la única manera. Enfundada en el pichi azul que se ceñía al busto y las caderas, que se subía en las caderas, de modo que el elástico quedaba torcido. ¿Y si se le veía la combinación? Porque había que llevar combinación, aunque los tirantes se ensuciaran y enroscaran. Había que lavarse las axilas dos veces al día, y a veces no era suficiente. «¡Los huérfanos apestan!», se burlaban en la escuela, y cualquier chico que se tapara la nariz haciendo una mueca de asco arrancaba risas seguras.

Los propios niños del orfanato le reían la gracia. Al menos los que sabían que la cosa no iba con ellos.

También circulaban chistes crueles sobre las niñas. Sobre su particular olor.
La regla. La maldición de la sangre
. Norma Jeane no pensaría en ella; nadie iba a obligarla.

Llevaba semanas posponiendo el momento de pedir un pichi de una talla más a la celadora, porque ella respondería con un comentario sarcástico, como de costumbre.

—Vas a ser una chica bien desarrollada, ¿eh? Supongo que te viene de familia.

Los «paños higiénicos» se pedían en la enfermería. Todas las demás iban a buscarlos. Pero Norma Jeane no. Tampoco estaba dispuesta a mendigar aspirinas. Esas cosas no eran para ella.

Una cosa sé: que antes yo era ciego y ahora veo
.

Norma Jeane murmuraba a menudo para sí estas palabras del Evangelio según San Juan. En la intimidad de su despacho, la doctora Mittelstadt le había leído por primera vez la historia del ciego al que Jesús había curado, que era muy sencilla.
Jesús escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, aplicó el barro a los ojos del ciego
, y los ojos del ciego se abrieron. Así de simple. Si uno tenía fe.

Dios es la mente. La mente sola cura. Si tienes fe, todo te será dado.

Sin embargo, Norma Jeane tenía una fantasía —que jamás habría confiado a la doctora Mittelstadt o a sus amigas—, una fantasía que se repetía constantemente en su cabeza como una película interminable: que se quitaba la ropa para que la
vieran
. En la iglesia, en el comedor, en la escuela, en El Centro Avenue entre el alboroto del tráfico.
¡Miradme, miradme, miradme!

Su Amiga Mágica no tenía miedo. Sólo Norma Jeane tenía miedo.

Su Amiga del Espejo hacía piruetas desnuda, bailaba el hula-hula balanceando las caderas y sacudiendo los pechos, sonreía, sonreía, sonreía, exhibiendo su desnudez ante Dios como una serpiente orgullosa de su brillante y sinuosa piel.

Porque entonces me sentiría menos sola. Aunque todos me injuriarais
.

No podríais dejar de mirarme
.

—Eh, mira al Ratón. Guaaapa.

Una de las chicas había encontrado una polvera con polvos color melocotón y una mugrienta borla. Otra había encontrado un pintalabios de un intenso tono coral. Si la suerte te acompañaba, podías «hallar» estos tesoros en la escuela o en los grandes almacenes Woolworth. En el orfanato estaba prohibido maquillarse antes de los dieciséis años, pero las chicas se escondían para empolvarse la cara, brillante a fuerza de lavados, y para aplicarse carmín en los labios. Allí estaba Norma Jeane, mirándose en el empañado espejito de la polvera. Sintiendo una punzada de culpa —¿o era emoción?— tan intensa como un dolor entre las piernas. La suya no era la única cara bonita, pero
era bonita
.

Las chicas la chinchaban. Ella se ruborizaba, porque detestaba que la provocaran. Bueno, le encantaba que la provocaran. Pero era una sensación nueva, aterradora, indefinible.

—Lo detesto —dijo sorprendiendo a sus amigas, pues no era propio del Ratón hablar con esa furia—. Se ve artificial. Y detesto cómo sabe.

Dejó la polvera y se restregó los labios, quitándose el carmín.

Aunque el dulce sabor a cera permaneció durante horas, durante toda la noche.

Rezaba, rezaba, rezaba,
rezaba
. Para que cesara el dolor de detrás de los ojos y de la entrepierna. Para que la sangre (si es que era sangre) dejara de manar. Se negaba a acostarse porque aún no era la hora de dormir y porque acostarse equivaldría a darse por vencida. Porque las demás chicas adivinarían lo que le pasaba. Porque la considerarían parte de su grupo. Porque Norma Jeane no era una de ellas. Porque tenía fe, y la fe era lo único que tenía. Porque debía hacer los deberes —¡tantos deberes!— y era una alumna lenta e insegura. Esbozaba una sonrisa temerosa incluso cuando estaba sola, sin una maestra delante a quien tuviera que aplacar.

Estaba en séptimo curso. Una de las asignaturas era matemáticas. Los deberes eran una maraña de nudos que debía deshacer. Pero si desataba uno, aparecía otro y luego, otro. Cada problema era más difícil que el anterior.

—Maldita sea.

Gladys había encontrado un nudo imposible de desatar, había cogido las tijeras y cortado el hilo. Como cuando trataba de desenredar la melena de su hija.
Maldita sea
, a veces era más sencillo coger unas tijeras y cortar por lo sano.

¡Sólo faltaban veinte minutos para las nueve, la hora en que apagaban las luces! Ah, qué impaciente estaba. Tras terminar con la limpieza de la cocina, con las inmundas cacerolas grasientas, se había encerrado en el lavabo y forrado las bragas con papel higiénico, todo sin mirar. Pero ahora el papel higiénico estaba empapado de lo que ella se negaba a identificar como sangre. ¡Jamás se metería un dedo ahí! Ay, qué asco. En la escalera, mientras los niños bajaban en tropel, la insensata, la fanfarrona, la repugnante Fleece se había rezagado con objeto de meterse un dedo bajo la falda y en el interior de las bragas.

—¡Eh, Abbott!

Al ver que le había venido la regla, Fleece levantó el dedo con la punta teñida de rojo brillante y se lo enseñó a las demás, que rieron escandalizadas. Norma Jeane, al borde del desmayo, cerró los ojos.

Pero yo no soy Fleece
.

No soy como vosotras
.

Muchas noches se levantaba con sigilo y se escondía en el lavabo mientras sus compañeras de cuarto dormían. Le gustaba estar despierta a esas horas. Igual que, años antes, Gladys deambulaba por la casa en plena noche, como un gran gato inquieto que no puede o no quiere dormir. Con un cigarrillo en la mano, quizá también una copa, a menudo terminaba hablando por teléfono. Era una escena de película percibida a través de los algodones de un sueño infantil.
Hola. ¿Pensabas en mí? Sí, claro. ¿De veras? ¿Quieres hacer algo al respecto? Vaya. Querer es poder. Pero con la niña somos tres, ¿lo pillas?
Si Norma Jeane sabía que estaba sola y segura, el lúgubre y apestoso lavabo se convertía en un lugar fascinante, como un cine antes de que se apagaran las luces, se abriera el telón y empezara la película. Se quitaba el camisón, igual que en las películas se despojaban de las capas, mantones o prendas de abrigo, y una suave y rítmica música de fondo comenzaba a sonar cuando su Amiga Mágica se revelaba, como si hubiera estado oculta bajo la anodina prenda aguardando el momento de exhibirse. Una jovencita que era Norma Jeane y sin embargo no era Norma Jeane, sino una desconocida. Una joven mucho más especial de lo que ella llegaría a ser nunca.

La gran sorpresa era que sus brazos, antes delgados, y sus pechos, antes diminutos y planos como los de un niño, empezaban a «rellenarse», como se decía con aprobación; los prietos pechos pequeños crecían de manera gradual pero rápida, comenzaban a bambolearse, y la pálida piel cremosa que los cubría era curiosamente suave. Los tocó con las palmas de las manos ahuecadas, maravillándose ante su contemplación: qué sorprendente eran los pezones y la tersa piel rosácea que los rodeaba; la forma en que los pezones se endurecían, como carne de gallina. Y qué curioso que los niños también tuvieran pezones; no pechos, sino pezones (que nunca usarían, pues sólo las mujeres pueden amamantar). Norma Jeane sabía (¡la habían obligado a verlo demasiadas veces!) que los chicos tenían pene —lo llamaban «aparato», «picha», «polla»—, una desagradable salchicha pequeña entre las piernas que los convertía en varones, y en personas importantes, porque las mujeres no podían ser importantes. ¿No había visto hacía mucho tiempo (aunque éste era un recuerdo borroso en el que no podía confiar) los «aparatos» gordos, túrgidos, húmedos y calientes de adultos amigos de Gladys?

¿Quieres tocarla, bonita? No muerde
.

—Eh, Norma Jeane —era Debra Mae, que le dio un codazo en las costillas. Norma Jeane se dobló sobre la mesa llena de arañazos, jadeando. Hasta es probable que perdiera el conocimiento, aunque sólo durante segundos. Todo a causa del dolor que no sentía y de la sangre que no era suya. Apartó con un débil manotazo el brazo de su amiga, pero Debra Mae añadió con brusquedad—: ¿Te has vuelto loca? Estás sangrando, ¿no lo ves? Has empapado la silla. Señor.

BOOK: Blonde
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