Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (12 page)

BOOK: Blonde
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Porque no volvería a trabajar para La Productora. Ya no trabajaría por una miseria, vendiendo su alma para sobrevivir miserablemente como un animal. Porque ella y la niña debían purificarse.

Porque la niña era su propio yo secreto desenmascarado.

Porque bajo el disfraz de la bonita niña de melena rizada, su hija era un monstruo plagado de deformidades.
Porque su apariencia era engañosa
.

Porque su propio padre no había querido que naciera.

Porque le había dicho que dudaba de que fuera hija suya.

Porque le había dado dinero, arrojando los billetes sobre la cama.

Porque esos billetes sumaban doscientos veinticinco dólares, el total de su amor.

Porque le había dicho que nunca la había amado; que ella había interpretado mal sus palabras.

Porque le había dicho que no volviera a llamarlo ni a seguirlo por la calle.

Porque la había engañado
.

Porque antes de que se quedara embarazada la había amado y después no. Porque se habría casado con ella. Estaba convencida.

Porque la niña había nacido tres semanas antes de lo previsto para ser una géminis, igual que ella. Tan detestable como ella.

Porque nadie amaría a una niña tan detestable.

Porque los fuegos de malezas en las colinas eran una llamada y una señal clara.

No fue el Príncipe Encantado quien acudió en busca de mi madre
.

Durante el resto de mi vida, me atormentó la idea de que algún día unos desconocidos vendrían también en mi busca, para llevarme desnuda, desquiciada, en un bochornoso espectáculo
.

Le prohibieron ir a la escuela. Su madre no permitiría que saliera a mezclarse con sus enemigos. A veces confiaba en Jess Flynn, pero otras veces no. Porque Jess Flynn era empleada de La Productora y probablemente una espía. Pero ella les llevaba comida. Pasaba con una sonrisa en los labios, «sólo para ver cómo va todo». Se ofrecía a prestar dinero a Gladys si era dinero lo que Gladys necesitaba, o la aspiradora que tenía en su apartamento. Gladys permanecía en la cama la mayor parte del tiempo, desnuda bajo las sábanas sucias, con la habitación a oscuras. Sobre la mesilla de noche había una linterna para localizar los escorpiones a los que tanto temía Gladys. Las persianas estaban siempre bajadas hasta el alféizar, de manera que era imposible diferenciar la noche del día, el ocaso del amanecer. Aunque fuera brillara el sol, dentro había una permanente neblina de humo. Olor a enfermedad, a sábanas y ropa interior sucias. Olor a borra de café mohosa, leche rancia y naranjas en la nevera que nunca tenía hielo. Olor a ginebra, olor a cigarrillos, olor a sudor, furia y desesperación. Jess Flynn «ordenaba un poco» cuando tenía autorización. En caso contrario, no lo hacía.

Clive Pearce pasaba a verlas de tanto en tanto. Hablaba con Gladys o con la niña a través de la puerta, aunque la conversación era ininteligible. A diferencia de Jess Flynn, él nunca entraba. Las clases de piano habían llegado a su fin en el verano. Él diría que fue una «tragedia», pero que podría haber sido «una tragedia peor». Los inquilinos se preguntaban qué hacer. Todos eran empleados de La Productora. Entre ellos había dobles y extras, pero también un ayudante de realización, un masajista, un encargado de vestuario, dos supervisores de continuidad, un monitor de gimnasia, un técnico de laboratorio, una estenógrafa, un par de asistentes de decorado y varios músicos. Todos daban por sentado que Gladys sufría «inestabilidad mental», a menos que fuera simplemente una mujer «temperamental, excéntrica». La mayoría sabía que la señora Mortensen vivía con una niña que, salvo por sus rizos, guardaba un «asombroso» parecido con ella.

No sabían qué hacer, o si debían hacer algo. Se resistían a involucrarse. Temían despertar la ira de la mujer. Suponían que Jess Flynn era su amiga y se haría cargo de la situación.

La niña, desnuda y llorosa, gateó hasta el piano con intención de esconderse, desafiando a su madre. Eludiéndola. Arrastrándose luego sobre la alfombra como un animal asustado. La madre golpeó el teclado con los puños en una protesta de notas agudas, un sonido vibrante de nervios desquiciados. Una astracanada al estilo de Mack Sennett. Como Mabel Normand en
A Misplaced Foot
, que Gladys había visto de pequeña.

Si te hace reír, es una comedia. Aunque duela.

La bañera estaba llena de purificante agua hirviendo. Había desvestido a la niña y ella también estaba desnuda. Había llevado a rastras a Norma Jeane al baño, tratado de levantarla y meterla a la fuerza en la bañera, pero la pequeña se había resistido, gritando a voz en cuello. En el caos de sus pensamientos, que se mezclaban con el acre sabor del tabaco y el sonido de voces burlonas demasiado sofocadas por las drogas para ser inteligibles, pensaba que la niña era mucho más pequeña, que vivían en una época pasada en la que su hija tenía dos o tres años, pesaba apenas —¿cuánto?— quince kilos y no desconfiaba de su madre, no se encogía ni huía gritando
¡No! ¡No!
como esta niña tan mayor, tan fuerte y
obcecada
, que contrariaba a su madre negándose a que la levantara y la sumergiera en purificante agua hirviendo, luchando por liberarse, huyendo del baño lleno de vapor, fuera del alcance de las desnudas manos que intentaban asirla.

—Tú. Tú tienes la culpa de que se marchara. No te quería.

Unas palabras pronunciadas casi con serenidad, arrojadas a la aterrorizada niña como un puñado de hirientes piedrecillas.

Y la pequeña, desnuda, corrió a tientas por el pasillo y golpeó la puerta del vecino gritando:

—¡Socorro! ¡Ayudadnos!

No obtuvo respuesta, de modo que llamó a una segunda puerta.

—¡Socorro! ¡Ayudadnos!

Pero tampoco abrieron. La niña corrió hasta una tercera puerta, llamó y esta vez atendieron. Un joven atónito, bronceado y musculoso, vestido con camiseta y pantalones sin cinturón, un hombre que pese a su cara de actor esta vez parpadeó con un asombro que no era fingido al ver a la pequeña totalmente desnuda, con la cara bañada en lágrimas, gritando:

—¡A-ayúdenos! Mi madre está enferma, venga a ayudar a mi madre, que está enferma.

Lo primero que hizo el hombre fue coger una camisa del respaldo de una silla para envolver a la niña, cubriendo su desnudez, y luego dijo:

—De acuerdo, pequeña. ¿Tu madre está enferma? ¿Qué le pasa?

La tía Jess y el tío Clive

Ella me quería; la apartaron de mí, pero siempre me quiso
.

—Tu mamaíta ya está en condiciones de verte, Norma Jeane.

La que hablaba era la señorita Flynn. A su espalda, en la puerta, estaba el señor Pearce. Parecían portadores de un féretro. La amiga de Gladys, Jess Flynn, con los párpados enrojecidos y la temblona nariz de conejo, y el amigo de Gladys, Clive Pearce, rascándose con nerviosismo la barbilla y chupando un caramelo de menta.

—¡Tu mamaíta ha preguntado por ti, Norma Jeane! —añadió la señorita Flynn—. El médico dice que ya está en condiciones de verte. ¿Andando?

¿Andando?
Hablaba como en una película, y la niña intuyó el peligro.

Sin embargo, igual que en las películas, era preciso interpretar la escena. Debía disimular su desconfianza. Porque, naturalmente, una ignora lo que va a suceder. Sólo si te quedas a la sesión siguiente para ver la película por segunda vez, descubres el verdadero significado de las sonrisas afectadas, los ojos evasivos, el diálogo titubeante.

La niña sonrió con alegría. Confiaba en ellos y deseaba demostrarlo.

Hacía diez días que se habían «llevado» a Gladys Mortensen para ingresarla en el Hospital Estatal de Norwalk, en el sur de Los Ángeles. El húmedo aire de la ciudad continuaba turbio y hacía llorar los ojos, pero los incendios del cañón estaban controlados. El número de sirenas que ululaban por las noches se había reducido. Las familias evacuadas del norte de la ciudad ya tenían autorización para regresar a casa. En la mayoría de los colegios se habían reanudado las clases, aunque Norma Jeane no se había reincorporado —ni se reincorporaría— al cuarto curso de la Escuela Elemental de Highland. La niña lloraba con facilidad y estaba «nerviosa». Dormía en el salón del apartamento de la señorita Flynn, en el sofá cama, entre unas sábanas que habían cogido de casa de Gladys. A veces conseguía dormir seis o siete horas de un tirón. Cuando la señorita Flynn le ponía sobre la lengua «sólo la mitad» de una píldora blanca que sabía a harina amarga, se sumía en un sueño profundo, pesado y letárgico que hacía latir su pequeño corazón con el lento y acompasado golpeteo de una almádena y le dejaba la piel húmeda y resbaladiza como la de una babosa. Y cuando despertaba no recordaba dónde estaba.
Yo no la vi. No estaba allí para ver cómo se la llevaban
.

La abuela Della solía contarle un cuento, quizá inventado por ella misma: érase una vez una niña que veía demasiado y oía demasiado, hasta que un buen día un cuervo le saca los ojos a picotazos, un «gran pez que camina sobre la cola» le devora las orejas y, para colmo, ¡un zorro rojo le arranca de un bocado la naricita respingona! ¿Ves lo que pasa, señorita?

El día señalado había llegado por fin, pero la pilló por sorpresa. La señorita Flynn se estrujaba las manos, sonreía enseñando unos dientes que casi no le cabían en la boca, explicaba que Gladys «no dejaba de preguntar por ella».

Había sido una crueldad por parte de Gladys decir que Jess Flynn era una virgen gazmoña de treinta y cinco años. Jess trabajaba en La Productora como profesora de dicción y asesora musical, se había graduado en la Escuela Coral de San Francisco y tenía una voz de soprano tan admirable como la de Lily Pons.

—¡Vaya suerte la de Jess! —decía Gladys—. En Hollywood hay tantas sopranos «admirables» como cucarachas. Y como pollas.

Pero no podías reír, ni siquiera sonreír, cuando Gladys decía palabrotas y abochornaba a sus amigos. No debías demostrar que la habías oído, a menos que ella te hiciera un guiño.

Y así llegó el día, la mañana en la que Jess Flynn sonreía con la boca, los húmedos ojos tristes, la nariz temblona. Había faltado al trabajo. Dijo que había hablado por teléfono con los médicos, que «mamaíta» estaba en condiciones de ver a Norma Jeane, que irían en coche con Clive Pearce y llevarían «algunas cosas» que ella, Jess, empacaría en unas maletas; entretanto, Norma Jeane podía salir a jugar al patio trasero, pues no era preciso que la ayudara. (Pero ¿cómo «jugar» cuando tu madre está enferma en un hospital?) Fuera, enjugándose los ojos, que le escocían a causa del aire arenoso, la niña se negó a pensar que algo iba mal; como bien sabía Jess Flynn, «mamaíta» era un nombre inapropiado para Gladys.

No vi cómo se la llevaban. Con los brazos enfundados en mangas atadas a la espalda. Desnuda, sujeta a la camilla con correas, cubierta por una fina manta. Escupiendo, gritando, tratando de soltarse. Y los hombres de la ambulancia, con la cara sudorosa, la maldecían a su vez mientras la arrastraban
.

Habían explicado a Norma Jeane que ella no había visto nada, que ni siquiera estaba allí.

¿Acaso la señorita Flynn le había tapado los ojos con las manos? ¡Ésa era una idea mucho más agradable que la de un cuervo picoteándole los ojos!

La señorita Flynn y el señor Pearce. No eran pareja, aunque podrían haber pasado por el matrimonio protagonista de una comedia cinematográfica. Eran los amigos más íntimos de Gladys en el edificio de apartamentos. ¡Y le tenían mucho afecto a Norma Jeane! El señor Pearce estaba desolado por lo ocurrido y la señorita Flynn había prometido «hacerse cargo» de Norma Jeane, cosa que había hecho durante diez fatigosos días. Pero ahora el diagnóstico era oficial y debían tomar una decisión. Norma Jeane oyó cómo sollozaba Jess mientras mantenía una larga conversación telefónica en la habitación contigua.

—Me siento fatal, pero esta situación no puede prolongarse indefinidamente. Que Dios me perdone. Sé que prometí cuidarla, y lo hice de corazón. Quiero a esta niña como a mi propia hija; es decir, como querría a una hija si la tuviera. Pero he de trabajar; Dios sabe que lo necesito. No tengo ahorros, no puedo hacer otra cosa.

Alrededor de las axilas del vestido de lino beis se dibujaban medialunas de sudor. Después de llorar en el cuarto de baño, Jess se había cepillado los dientes con fuerza, como hacía siempre que estaba nerviosa, y ahora le sangraban las encías.

En el edificio de apartamentos, a Clive Pearce se le conocía como el «caballero británico». Era un actor contratado por La Productora que, pese a rondar los cuarenta, todavía esperaba su oportunidad; como decía Gladys frunciendo cómicamente la boca hacia abajo: «Casi todos los que esperan una oportunidad no tienen ninguna». Clive Pearce llevaba un traje oscuro, una camisa de algodón blanca y una chalina. Estaba guapo, aunque se había cortado al afeitarse. El aliento le olía a humo y a chocolatinas rellenas de menta, un aroma que Norma Jeane habría reconocido incluso con los ojos cerrados. Allí estaba el «tío Clive», como él había sugerido que lo llamara, aunque ella nunca se había atrevido porque no le parecía apropiado,
puesto que en realidad no era mi tío
. Sin embargo, Norma Jeane quería mucho, mucho al señor Pearce, el profesor de piano a quien tanto se había esforzado por complacer. El mero hecho de arrancarle una sonrisa la hacía feliz. También quería mucho a la señorita Flynn, la mujer que en los últimos días le pedía que la llamara «tía Jess» —«tita Jess»—, aunque las palabras se atoraban en la garganta de la niña, porque
en realidad no era mi tía
.

La señorita Flynn se aclaró la garganta.

—¿Andando? —y esa horrible sonrisa.

Pearce, atormentado por la culpa, chupando ruidosamente su caramelo de menta, cogió las maletas de Gladys: las dos pequeñas en una de sus manazas y la grande en la otra.

—Qué le vamos a hacer, qué le vamos a hacer —murmuraba sin mirar a Norma Jeane—. Que Dios nos ayude, no podemos hacer otra cosa.

En una película, tía Jess y tío Clive se casarían y Norma Jeane sería su hijita. Pero no estaban en esa película.

El fornido señor Pearce llevó las maletas al coche estacionado en la puerta, que era el suyo. Parloteando con nerviosismo, la señorita Flynn cogió a Norma Jeane de la mano y la condujo hacia allí. Era un día bochornoso en el que el sol, oculto tras las nubes cargadas de humo, parecía estar en todas partes. Conduciría el señor Pearce, desde luego, porque siempre conducían los hombres. Norma Jeane rogó a la señorita Flynn que se sentara junto a ella y su muñeca en el asiento trasero, pero la mujer prefirió sentarse delante con el señor Pearce. El viaje duraría aproximadamente una hora, en el transcurso de la cual se intercambiarían pocas palabras entre un asiento y otro. El zumbido del motor, el rumor del aire que se colaba por las ventanillas abiertas. La señorita Flynn gimoteaba mientras indicaba el camino a Pearce, leyendo un papel. Sólo entonces el objetivo del viaje sería «visitar a mamá en el hospital»; en retrospectiva, sería otro. Si es que podías ver la película una segunda vez, desde luego.

BOOK: Blonde
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