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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (11 page)

BOOK: Blonde
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—¿Ves? Al otro lado de esa verja, está la mansión de estilo colonial de Gloria Swanson. Y allí, la de Myrna Loy. Más arriba, la de Conrad Nagel.

La excursión se hacía cada vez más emocionante, incluso cuando Gladys reducía la velocidad, mirando a través del parabrisas del Ford verde, siempre necesitado de un buen lavado. O quizá el cristal estuviera irremediablemente cubierto de una fina película de mugre. El paseo parecía tener un propósito que, igual que en una película con una trama enrevesada y compleja, pronto sería desvelado. La voz de Gladys difundía admiración y entusiasmo, como de costumbre, pero por debajo se adivinaba una furia serena e implacable.

—Ahí está la más famosa de todas: F
ALCON’S LAIR
. La casa del difunto Rodolfo Valentino. No tenía talento como actor. Y tampoco tenía talento para la vida, pero era fotogénico y murió en el momento oportuno. Recuerda, Norma Jeane,
hay que morir en el momento oportuno
.

Madre e hija se quedaron sentadas en el coche, contemplando la barroca mansión de la gran estrella del cine mudo, y hubieran querido permanecer allí para siempre.

8

Tanto Gladys como Norma Jeane se vistieron para el funeral con esmero y elegancia, aunque pasarían inadvertidas entre los siete mil «dolientes» que abarrotaban Wilshire Boulevard, en las proximidades del Wilshire Temple.

Gladys explicó a Norma que un templo era «una iglesia judía».

Y un judío era «como un cristiano», salvo que pertenecía a una raza más antigua, sabia y trágica. Así como los cristianos habían conquistado Occidente, los judíos habían conquistado la industria del cine y hecho una revolución.

—¿Podemos ser judías, madre? —preguntó Norma Jeane.

Gladys iba a decir que no, pero titubeó, rió y respondió:

—Si nos aceptaran. Si fuéramos dignas de ello. Si naciéramos por segunda vez.

Gladys, que desde hacía días se jactaba de haber conocido al señor Thalberg «si no bien, al menos a través de mi admiración por su talento cinematográfico», estaba despampanante con su seductor vestido de crepé negro, un modelo de los años veinte reformado, con talle bajo, ondulante falda en capas hasta media pantorrilla y un exquisito cuello de encaje. El sombrero era un casquete negro con un velo que subía y bajaba, subía y bajaba al compás de su rápida y cálida respiración. Sus guantes de raso negros, que ascendían hasta los codos, parecían nuevos. Llevaba medias de color humo y zapatos de tacón negros. Su cara era una pálida máscara cerosa, semejante a la de un maniquí, con las facciones exageradamente realzadas por un maquillaje al estilo Pola Negri, y se había puesto un penetrante perfume dulzón que recordaba al de las naranjas podridas de su nevera, que casi nunca tenía hielo. Sus pendientes, que podrían haber sido de diamantes, estrás o vidrio ingeniosamente tallado, destellaban cuando giraba la cabeza.

Nunca te arrepientas de endeudarte si es por una buena causa
.

La muerte de un gran hombre es siempre una buena causa
.

(De hecho, Gladys sólo había comprado los accesorios. El vestido negro de crepé lo había tomado prestado, sin autorización, de la guardarropía de La Productora.)

Norma Jeane, asustada por la multitud de desconocidos, la policía montada, la procesión de lúgubres limusinas negras que avanzaba por la calle y los ocasionales gritos, chillidos y salvas de aplausos, lucía un vestido de terciopelo azul marino con cuello y puños de puntilla, una boina escocesa, guantes de encaje blancos, calcetines de canalé oscuros y relucientes zapatos de charol. Ese día la habían obligado a faltar a clase. La habían acicalado, reñido y amenazado. Gladys le había lavado la cabeza (brusca y meticulosamente) antes del amanecer, pues había pasado una mala noche —la medicina le había afectado al estómago, sus pensamientos eran «enmarañados, como la cinta de una teleimpresora»—, de modo que se empeñó en desenredar el cabello de Norma Jeane con un cruel peine de púas finas, y luego lo cepilló una y otra vez, hasta dejarlo brillante. Más tarde, con la ayuda de Jess Flynn (que había oído llorar a la niña a las cinco de la mañana), le hizo unas trenzas que recogió sobre la cabeza para que la niña quedara, a pesar de sus ojos llorosos y su boca fruncida, como la princesa de un cuento de hadas.

Él estará allí, en el funeral. Entre los miembros del cortejo o los portadores del féretro. No hablará con nosotras en público, pero nos verá. Te verá a ti, su hija. No podemos prever el momento exacto, pero debemos estar preparadas
.

A una manzana de distancia del Wilshire Temple, la multitud ya se congregaba a ambos lados de la calle, aunque todavía no eran las siete y media y el funeral no empezaría hasta las nueve. Había policía montada y a pie; fotógrafos impacientes por inmortalizar ese acontecimiento histórico. En la calle y en las aceras habían levantado barricadas para contener a la multitud de hombres y mujeres que aguardaría con avidez, con una peculiar mezcla de paciencia y concentración, a que las estrellas de cine y demás celebridades llegaran en una sucesión de limusinas conducidas por chóferes, entraran en el templo y salieran después de noventa interminables minutos, durante los cuales el alborotado gentío —excluido de entrar en el templo, de cualquier comunicación directa, por no hablar de la intimidad, con estas celebridades— continuaría agolpándose en los alrededores, mientras Gladys y Norma Jeane, apretujadas contra uno de los caballetes de madera, se agarraban a éste y entre sí. Al fin salió del templo el reluciente ataúd, sujeto en volandas por unos portadores de gesto solemne, elegantemente vestidos, cuyos nombres pronunciaban con entusiasmo los alborozados espectadores a medida que los reconocían:
¡Ronald Colman! ¡Adolphe Menjou! ¡Nelson Eddy! ¡Clark Gable! ¡Douglas Fairbanks Jr.! ¡Al Jolson! ¡John Barrymore! ¡Basil Rathbone!
Tras ellos, tambaleándose a causa del dolor, apareció la viuda, la actriz Norma Shearer, vestida de suntuoso luto de la cabeza a los pies y con la hermosa cara cubierta por un velo. A su espalda comenzó a emerger del templo, como un río de lava de oro, una serie de estrellas también ostensiblemente desoladas que Gladys fue nombrando en una especie de letanía para información de Norma Jeane (apretada contra el caballete, emocionada y asustada, temerosa de que la arrollaran):
¡Leslie Howard! ¡Erich von Stroheim! ¡Greta Garbo! ¡Joel McCrea! ¡Wallace Beery! ¡Clara Bow! ¡Helen Twelvetrees! ¡Spencer Tracy! ¡Raoul Walsh! ¡Edward G. Robinson! ¡Charlie Chaplin! ¡Lionel Barrymore! ¡Jean Harlow! ¡Groucho, Harpo y Chico Marx! ¡Mary Pickford! ¡Jane Withers! ¡Irvin S. Cobb! ¡Shirley Temple! ¡Jackie Coogan! ¡Bela Lugosi! ¡Mickey Rooney! ¡Freddie Bartholomew
luciendo el traje de terciopelo que había usado en
El pequeño Lord! ¡Busby Berkeley! ¡Bing Crosby! ¡Lon Chaney Jr.! ¡Mae West!
En este punto algunos fotógrafos y cazadores de autógrafos saltaron las vallas mientras la policía montada, maldiciendo y amenazando con las porras, trataba de restaurar el orden.

Se produjo una confusa refriega. Gritos furiosos, chillidos. Alguien parecía haber caído, quizá golpeado por una porra o pisoteado por los cascos de los caballos. La voz de la policía tronó a través de un megáfono. Se oyeron motores de automóviles y un estruendo creciente, pero la conmoción cesó muy pronto. Norma Jeane, con la boina torcida, demasiado asustada para llorar, se cogió con fuerza del rígido brazo de Gladys
y madre me lo permitió, no me apartó
. La presión de la multitud disminuyó gradualmente. El elegante coche fúnebre, la carroza de la muerte, y las numerosas limusinas conducidas por chóferes habían desaparecido de la vista y sólo quedaban espectadores, gente corriente que no tenía mayor interés que una bandada de gorriones. Sin impedimentos para andar por la calle, la multitud comenzó a dispersarse. No sabían adónde ir, pero ya no tenía sentido permanecer allí. El acontecimiento histórico, el funeral del gran pionero de Hollywood Irving G. Thalberg, había llegado a su fin.

Algunas mujeres se enjugaban las lágrimas. Muchos espectadores parecían desorientados, como si hubieran sufrido una gran pérdida, aunque no supieran cuál.

La madre de Norma Jeane era uno de ellos. Su cara se adivinaba sucia detrás del húmedo y pegajoso velo y sus ojos estaban vidriosos y desenfocados, como minúsculos peces nadando en direcciones opuestas. Murmuraba para sí y en sus labios se dibujaba una tensa sonrisa. Su mirada resbaló sobre Norma Jeane, como si no acabara de reconocerla. Luego echó a andar con paso inseguro sobre los altos tacones. Norma Jeane advirtió que dos hombres, que no iban juntos, la miraban. Uno de ellos le silbó con actitud inquisitiva; fue como el preludio de una inesperada escena de baile en una película de Ginger Rogers y Fred Astaire, pero la música no llegó, Gladys no pareció percatarse de la mirada del hombre y éste perdió el interés por ella en el acto, bostezó y se alejó. El otro individuo, que tiraba distraídamente de la entrepierna de su pantalón como si estuviera solo, fuera de la vista de otros, se marchó en la dirección contraria.

¡El repiqueteo de los cascos de los caballos! Asombrada, Norma Jeane alzó la vista y vio a un hombre uniformado, montado en un bonito zaino de ojos grandes y saltones.

—¿Dónde está tu madre, pequeña? No habrás venido sola, ¿no?

Norma Jeane negó tímidamente con la cabeza. No. Corrió tras Gladys, le cogió la mano enguantada y una vez más dio gracias de que ella no la soltara, pues el policía las observaba con atención.
Lo haría enseguida, pero todavía no
. Gladys, aturdida, no recordaba dónde había aparcado el coche, pero Norma Jeane tenía una vaga idea y finalmente encontraron el Ford verde de 1929 en una calle comercial perpendicular a Wilshire. Norma Jeane pensó que era curioso, sintiéndose una vez más en una película en la que al final las cosas salen bien, que uno tuviera una llave que sólo encajaba en la cerradura de un coche determinado; entre centenares, miles de automóviles, esa llave servía sólo para uno; una llave que Gladys llamaba «de contacto» y que ponía en marcha el motor. Gracias a ella, una no se quedaba perdida y tirada a kilómetros de casa.

El interior del coche era un horno. Norma Jeane se revolvió en el asiento; necesitaba con urgencia ir al lavabo.

Gladys se enjugó los ojos y dijo con tono enfurruñado:

—Lo único que quiero es no sentir dolor, pero me reservo mis pensamientos —luego se dirigió a Norma Jeane con inesperada brusquedad—: ¿Qué demonios le ha pasado a tu vestido?

El dobladillo se había enganchado en una astilla del caballete y la falda tenía un desgarrón.

—No… no lo sé. Yo no lo he hecho.

—¿Quién, entonces? ¿Papá Noel?

Gladys se proponía ir al «cementerio judío», pero no sabía dónde estaba. Se detuvo varias veces en Wilshire para pedir instrucciones, pero nadie parecía saber dónde quedaba. Continuó conduciendo, ahora con un Chesterfield en la boca. Se había quitado el sombrero, que tenía el velo humedecido, y lo había arrojado al asiento trasero, sobre la pila de objetos —periódicos, revistas de cine, libros en rústica, pañuelos almidonados y diversas prendas— acumulados durante meses. Mientras Norma Jeane continuaba revolviéndose en el asiento, musitó:

—Puede que para un judío como Thalberg las cosas sean diferentes. Seguro que ellos tienen una idea distinta del universo. Hasta su calendario es distinto del nuestro. Para nosotros todo es nuevo, una sorpresa constante, pero no para ellos, que prácticamente viven en el Antiguo Testamento, con todas sus plagas y profecías. Si pudiéramos compartir ese punto de vista —hizo una pausa y miró con el rabillo del ojo a Norma Jeane, que se esforzaba por contener el pis, aunque la urgencia era tan grande que sentía entre las piernas un dolor agudo como un alfilerazo—.
Él
tiene sangre judía. Es una de las barreras que nos separan. Pero hoy nos ha visto. No pudo hablarnos, pero lo hizo con los ojos. Y te vio a ti, Norma Jeane.

Fue entonces, a menos de un kilómetro de Highland Avenue, cuando Norma Jeane se hizo pis encima. Se sintió mortificada, angustiada, pero incapaz de contenerse una vez que hubo empezado. Gladys reconoció el olor de inmediato y comenzó a golpearla y abofetearla con furia:

—¡Cerda! ¡Pequeña salvaje! ¡Has estropeado ese precioso vestido, que ni siquiera es
nuestro
! Lo has hecho adrede, ¿verdad?

Cuatro días después se desataron los vientos de Santa Ana.

9

Porque quería a la niña y deseaba evitarle sufrimientos.

Porque estaba envenenada. Y la niña también lo estaba.

Porque la Ciudad de Arena se consumía en llamas.

Porque el olor a quemado impregnaba el aire.

Porque, según el horóscopo, era el momento de que los nacidos bajo el signo de Géminis «actuaran con determinación» y «demostraran valor para decidir su vida».

Porque el momento señalado del mes había pasado y la sangre había cesado de manar de su cuerpo. Nunca volvería a desearla un hombre.

Porque durante trece años había trabajado en el laboratorio de La Productora, siendo una empleada fiable, leal, devota, que había contribuido a hacer las mejores películas, a promover a las grandes estrellas, a transformar el propio espíritu del país, sólo para descubrir ahora que la juventud se había escapado entre sus dedos y que su alma estaba mortalmente enferma. En la enfermería de La Productora le habían mentido; el médico contratado por la dirección había dicho que su sangre no estaba contaminada cuando de hecho lo estaba, pues el veneno de los productos químicos se había filtrado, pese a la protección de los guantes de goma de doble densidad, y penetrado en los huesos de sus manos, esas manos que su amante había besado diciendo que eran hermosas y delicadas, «el mejor solaz». El veneno había llegado a la médula y al cerebro, transportado por la sangre, mientras sus indefensos pulmones respiraban los tóxicos vapores. También le había afectado a la vista, ahora nubosa. Los ojos le dolían incluso mientras dormía. Sus compañeros de trabajo se negaban a reconocer su propia enfermedad por temor a ser despedidos, a quedarse en el paro. Porque en Estados Unidos, 1934 era el año del infierno, el año del horror. Porque había llamado para avisar de que estaba enferma una y otra vez, hasta que una voz la informó de que «ya no estaba en nómina, que su pase de La Productora había sido cancelado y que en el control de seguridad le negarían el acceso». Después de trece años.

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