Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (9 page)

BOOK: Blonde
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Así que Norma Jeane se escondió. Más tarde, después de un rato sin oír los gritos de Della, decidió volver a casa y subió desde la playa con el aspecto de una salvaje, la sangre palpitando en sus oídos. En el camino, una vieja de la edad de su abuela la riñó:

—¡Eh, tú! ¡Tu abuela te ha estado llamando, señorita!

Norma Jeane entró en el edificio y subió corriendo hasta el tercer piso, como había hecho tantas veces, pero a sabiendas de que esta ocasión sería diferente, porque reinaba un silencio absoluto, el silencio de las películas antes de una sorpresa, a menudo una sorpresa que te hacía gritar, para la cual no podías prepararte. ¡Oh, vaya! La puerta del piso de la abuela estaba abierta. Eso era un mal presagio. Norma Jeane lo sabía. Y también sabía lo que iba a encontrar dentro.

Porque la abuela se había caído otras veces, cuando yo estaba en casa. Se mareaba súbitamente y perdía el equilibrio. Yo la encontraba tendida en el suelo de la cocina, aturdida, gimiendo y respirando con dificultad, sin saber qué le había pasado, y la ayudaba a levantarse, a sentarse en una silla, le daba sus píldoras y cubitos de hielo envueltos en un paño para que se los pusiera en la frente caliente; sentía miedo, pero después de un rato ella sonreía y yo sabía que todo marchaba bien
.

Sin embargo, esta vez no fue así. La abuela estaba en el suelo del cuarto de baño, un cuerpo pesado y sudoroso encajado entre la bañera y la taza, ambos escrupulosamente lavados esa misma mañana; el olor a desinfectante era un reproche a la debilidad humana y allí estaba Della, tendida de lado como una ballena en la playa, con la enorme cara salpicada de manchas rojas, los ojos entornados y vidriosos, resollando.

—¡Abuela! ¡Abuela!

Era una escena de película y sin embargo real. La abuela Della buscó a tientas la mano de Norma Jeane, como si quisiera que la ayudara a levantarse. Emitía un sonido ahogado, gutural, ininteligible al principio. No estaba enfadada ni la reñía. ¡Aquello no estaba bien!, Norma Jeane lo sabía. Se arrodilló junto a su abuela y percibió el nauseabundo olor de la carne condenada —a sudor, gases, flojera intestinal—, lo reconoció de inmediato como el hedor de la muerte y rompió a llorar.

—¡No te mueras, abuela!

La moribunda atenazó la mano de Norma Jeane en un espasmo tan violento que prácticamente le rompió los dedos y atinó a decir, cada palabra detonante y laboriosa como un clavo martillado con tremenda fuerza:

—Que Dios te bendiga, hija. Te quiero.

4

¡La abuela ha muerto por mi culpa!

No seas ridícula. Nadie ha tenido la culpa
.

No le hice caso cuando me llamó. Fui una niña mala
.

Mira, la culpa es de Dios. Ahora vuelve a dormirte
.

¿La abuela puede oírnos, madre?

¡Por Dios! ¡Espero que no!

Lo que le pasó fue culpa mía. Ay, mamaíta…

¡Yo no soy mamaíta, imbécil! A tu abuela le llegó la hora; eso es todo
.

Usó los huesudos codos para apartar a la niña. Se resistía a abofetearla porque no quería usar sus manos descamadas y enrojecidas.

(¡Las manos de Gladys! La atormentaba la idea de que los productos químicos se hubieran filtrado en sus huesos, provocándole un cáncer.)

Y no me toques, maldita seas. Sabes que no lo soporto
.

Tiempos difíciles para los nacidos bajo el signo de Géminis. Los trágicos gemelos.

Cuando recibió la llamada en el laboratorio de corte de negativos, Gladys se asustó tanto que tuvieron que ayudarla a llegar al teléfono. Su supervisor, el señor X —que en un tiempo había estado enamorado de ella; sí, le había suplicado que se casara con él y habría dejado a su familia por Gladys en 1929, cuando ella era su ayudante, antes de que la bajaran de categoría
no por culpa suya
, sino debido a su enfermedad—, le alargó el auricular en silencio. El cable de goma estaba retorcido como una serpiente; estaba vivo, aunque Gladys se negó estoicamente a reconocerlo. Le lloraban los ojos a consecuencia de los corrosivos productos con los que había estado trabajando (una tarea que debería haber quedado en manos de un empleado de rango inferior, pero Gladys se negaba a dar al señor X la satisfacción de quejarse) y en sus oídos sonaba un suave rumor, como el de unas voces de película murmurando:
¡Ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!
, pero también hizo caso omiso de ellas. A los veintiséis años, después del nacimiento de su última hija, se había convertido en una experta en negar, desdeñar las inoportunas voces que se infiltraban en su mente y que sabía que no eran reales; pero a veces la pillaban cansada, y una de ellas destacaba, como la emisora de una radio que de súbito transmite sus ondas con mayor potencia. Si le hubieran preguntado, habría respondido que esa «llamada urgente» tenía relación con su hija Norma Jeane. (Sus otras hijas, que vivían con su padre en Kentucky, habían desaparecido de su vida. El padre se las había llevado, aduciendo que ella era una «enferma». Y quizá tuviera razón.)
Le ha ocurrido algo a su hija. Lo lamento mucho. Ha sido un accidente
. Sin embargo, se trataba de su madre. ¡De Della! ¡Della Monroe!
Le ha ocurrido algo a su madre. Lo lamento mucho. ¿Podría venir lo antes posible?

Gladys soltó el auricular, dejando que colgara del enroscado cable. El señor X tuvo que sujetarla para evitar que cayera desmayada al suelo.

Dios, se había olvidado de Della. De su propia madre, Della Monroe. Al apartarla de sus pensamientos, la había dejado indefensa ante la adversidad. Della Monroe, nacida bajo el signo de Tauro. (Su padre había muerto el invierno anterior. En aquel momento Gladys sufría un virulento ataque de migraña y no había podido asistir al entierro ni acercarse a Venice Beach para ver a su madre. De alguna manera había conseguido olvidar a Monroe, su padre, pensando que Della lloraría su muerte por las dos. Y si Della se enfadaba con ella, eso la ayudaría a no pensar en lo que significaba ser viuda. Gladys llevaba años contándoles a sus amistades: «Mi pobre padre murió en la batalla de Argonne. Gaseado. De hecho, no llegué a conocerlo».) En los últimos años, Gladys había sido incapaz de amar a Della; el amor resultaba agotador y exigía demasiado esfuerzo, pero siempre había supuesto que Della, siendo como era, la sobreviviría. Que sobreviviría incluso a la huérfana Norma Jeane, que estaba bajo sus cuidados. Gladys no había querido a Della porque le asustaban sus críticas.
Ojo por ojo y diente por diente. Toda madre que abandona a sus hijos deberá pagar por ello
. O acaso sí había amado a Della, pero su amor había sido belicoso, inapropiado para protegerla de la adversidad.

Porque
el amor es precisamente eso
. Una protección contra la adversidad.

Si existe la adversidad, fue un
amor inapropiado
.

La pequeña Norma Jeane, a quien resultaba difícil no culpar, que había encontrado a su abuela moribunda en el suelo, no había sufrido daño alguno.

Fue como si a la abuela «le cayera un rayo», diría Norma Jeane.

Pero el rayo no había alcanzado a Norma Jeane, y Gladys decidió dar gracias por ello.

Supuso que era una señal, como también lo era el hecho de que ella y Norma Jeane fueran géminis, del mes de junio, mientras que Della, con quien resultaba imposible entenderse, había nacido bajo el signo de Tauro, el más distante de Géminis.
Los polos opuestos se atraen; los polos opuestos se repelen
.

Sus otras hijas tenían signos muy diferentes. Para Gladys era un alivio que vivieran a muchos kilómetros de distancia, en Kentucky, lejos de la influencia de su madre enferma. Ahora pertenecían por completo al padre. ¡Se salvarían!

Naturalmente, Gladys llevó a Norma Jeane a su casa. No iba a dejar a una niña de su propia sangre en un hogar de acogida ni en un orfanato del condado de Los Ángeles, donde Della siempre insinuaba maliciosamente que habría acabado
de no ser por ella
. Gladys hubiera deseado creer en el cielo de los cristianos y saber que Della las miraba desde allí, que veía cómo ella y Norma Jeane vivían en el edificio de apartamentos de Highland Avenue, contrariada porque sus predicciones no se habían hecho realidad.
¿Lo ves? No soy una mala madre. He sido débil. He estado enferma. Los hombres me han maltratado. Pero ahora estoy bien. ¡Soy fuerte!

Sin embargo, la primera semana de convivencia con Norma Jeane fue una pesadilla. ¡Compartían unas habitaciones tan pequeñas en el fondo de un edificio de apartamentos que apestaba a humedad! Dormían en la misma desvencijada cama. Si es que Gladys conseguía dormir. La enfurecía el hecho de que su propia hija parecía tenerle miedo. Se estremecía y se encogía ante ella como un perro apaleado.
No es culpa mía que se haya muerto tu adorada abuela. ¡Yo no la maté!
No soportaba los lloriqueos de la niña, ni sus constantes mocos, ni la manera en que, como una huerfanita de película, abrazaba a su ahora andrajosa y sucia muñeca.

—¡Esa basura! ¿Todavía la conservas? ¡Te prohíbo hablar con ella! ¡Es el primer paso hacia…!

Gladys se detuvo, incapaz de nombrar su peor temor. (¿Por qué detestaba tanto esa muñeca?, se preguntaba. Al fin y al cabo, ella misma se la había regalado a Norma Jeane por su cumpleaños. ¿Tenía celos de la atención que le dedicaba la niña? La muñeca de cabello rubio, inexpresivos ojos azules y sonrisa inerte
era
Norma Jeane…, ¿de eso se trataba? Gladys se la había regalado casi en broma; un amigo le había entregado la muñeca diciendo que la había encontrado en algún sitio, pero conociendo a aquel cabeza loca, Gladys suponía que la había visto en un coche o en un portal y que, perverso como Peter Lorre en
M, el vampiro de Düsseldorf
, se la había robado a su pequeña propietaria, rompiéndole el corazón.) Sin embargo, no podía quitarle el maldito juguete a la niña. Al menos por el momento.

5

Madre e hija vivían juntas valientemente, en la época de los vendavales de Santa Ana, del asfixiante aire cargado de humo y de los fuegos del infierno del otoño de 1934.

Convivían en tres habitaciones de un edificio de apartamentos situado en el 828 de Highland Avenue, Hollywood.

—A cinco minutos andando del Hollywood Bowl —decía Gladys a menudo, aunque lo cierto es que nunca iban andando al Hollywood Bowl.

La madre tenía treinta y cuatro años y la hija, ocho.

En este punto había una sutil distorsión, como en un espejo de un parque de atracciones en el que uno acaba confiando, aunque no debería, porque es casi normal. ¡Gladys, treinta y cuatro años! ¡Si su vida todavía no había empezado! Había tenido tres bebés, pero se los habían arrebatado —en cierto modo, habían desaparecido—, y ahora esta niña de ocho años con ojos tristes, esta criatura a un tiempo joven y vieja, era un reproche que no podía soportar, aunque no tenía más remedio que hacerlo, porque, como Gladys solía decir a su hija:
Sólo nos tenemos la una a la otra. Estaremos juntas mientras yo tenga fuerzas suficientes para seguir adelante
.

Los incendios no sorprendieron a Gladys. Los castigos merecidos nunca son inesperados.

Sin embargo, mucho antes de los incendios de Los Ángeles en 1934, en el sur de California se respiraba una amenaza en el aire. No era preciso que los vientos soplaran desde el desierto de Mojave para saber que pronto se desataría un caos incontrolable. Se veía en las caras perplejas y ajadas de los vagabundos (como los llamaban) en las calles. Se veía al atardecer, en ciertas demoníacas formaciones de nubes encima del Pacífico. Se intuía en las insinuaciones crípticas, las sonrisas reprimidas y las risas apagadas de ciertas personas de La Productora en las que en un tiempo Gladys había confiado. Era conveniente no oír las noticias de la radio. Evitar echar un vistazo siquiera a la sección de noticias de cualquier periódico, incluido el
L. A. Times
, que a menudo aparecía en algún rincón del edificio de apartamentos (¿lo dejaban allí deliberadamente para provocar a los inquilinos más sensibles, como Gladys?), porque una no quería enterarse de las alarmantes estadísticas sobre el paro en Estados Unidos, las familias desalojadas y sin techo, los suicidios causados por la bancarrota, los veteranos de la Primera Guerra Mundial que habían quedado lisiados, desempleados y sin «esperanza». No convenía leer las noticias procedentes de Europa. De Alemania.

La próxima guerra será aquí mismo. Entonces no nos salvaremos
.

Gladys cerró los ojos y sintió una punzada de dolor. Rápida como la primera señal de una migraña. Esa convicción no la había pronunciado ella, sino una autorizada voz radiofónica.

Por todas estas razones Gladys llevó a Norma Jeane a vivir con ella al edificio de apartamentos de Highland Avenue, pese a que aún trabajaba muchas horas en La Productora, vivía con el continuo terror de que la despidieran (en esos tiempos proliferaban las cesantías y despidos en los estudios cinematográficos de Hollywood) y el mundo era una carga tan pesada sobre sus hombros que algunas mañanas debía hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarse de la cama. Sin embargo, había decidido que sería una «buena madre» para su hija en el poco tiempo que les quedaba. Porque si la guerra no estallaba en Europa o en el Pacífico, sin duda lo haría en el cielo: H. G. Wells había profetizado semejante horror en
La guerra de los mundos
, una obra que, por alguna razón misteriosa, Gladys conocía prácticamente de memoria, igual que algunos pasajes de
La máquina del tiempo
. (Creía recordar que el padre de Norma Jeane le había regalado éstas y otras novelas de Wells junto con algunos libros de poesía, pero lo cierto era que se los había entregado «para que se instruyera» un colega de La Productora que había sido amigo del padre de Norma Jeane y que había trabajado allí durante una breve temporada a mediados de la década de los veinte.) Una invasión de los marcianos, ¿por qué no? Cuando atravesaba una de sus etapas eufóricas, Gladys creía en los signos del zodíaco y en la poderosa influencia de las estrellas y los planetas sobre la humanidad. Era lógico que en el universo existieran otros seres y que éstos, a imagen y semejanza de su Creador, tuvieran un cruel interés predatorio por la humanidad. Una invasión semejante en el sur de California cuadraba perfectamente con las predicciones del Apocalipsis, que en opinión de Gladys era el único libro convincente de la Biblia. En lugar de ángeles iracundos empuñando espadas de fuego, ¿por qué no feos marcianos con forma de setas blandiendo invisibles rayos de calor que «estallaban en llamas» al tocar a sus blancos humanos?

BOOK: Blonde
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