Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (94 page)

BOOK: Blonde
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Después de mi muerte, Brando se negaría a hacer declaraciones sobre mí. El único entre los chacales de Hollywood
.

Cuando se disponía a irse de la casa recordó el mensaje que le habían dicho que transmitiera.

—Oye, Ángel, hace poco me encontré por casualidad con Cass Chaplin —Norma Jeane sonrió ligeramente. No dijo nada. Temblaba y esperaba que su amigo no se diera cuenta—. No lo veía, ni a él ni a Eddy G., desde hacía cosa de un año. Habrás oído algo de ellos, ¿verdad? Entonces me encontré con Cass en casa de no sé quién y me dijo que si te veía, que tenía un recado que darte.

Norma Jeane seguía sin decir nada. Habría podido decir con toda lógica: «Si Cass quiere darme un recado, ¿por qué no me lo da personalmente?».

—Me dijo: «Dile a Norma que
los Dióscuros echan de menos a su Norma y al niño»
—el Príncipe Encantado vio su expresión y añadió—: A lo mejor he hecho mal diciéndotelo. El muy capullo.

Norma Jeane se despidió y se fue corriendo a otro cuarto.

Oyó la voz de su compañero de aquella noche, titubeante: «Oye, ¿Ángel?». Pero no la siguió. Sabía, como sabía ella, que la escena había terminado; su noche compartida había concluido.

Brando y yo no hicimos ninguna película juntos. Era un actor demasiado potente para la Monroe. La habría destrozado, como a una muñeca barata
.

Sin embargo, la escena con el Príncipe Encantado no había terminado aún.

Aquella tarde, al volver de una clase de interpretación, vio, en el instante sobresaltado y atónito en el que cruzó la puerta de la sala, algo parecido a un sepulcro de flores. Había varios ramos y en todos predominaban las flores blancas: lirios, rosas, claveles, gardenias.

¡Muy hermosas! Pero cuántas.

El olor de las gardenias casi lo inundaba todo. Los ojos le picaban y lagrimeaban. Sintió un principio de náusea.

Deseaba creer que las flores eran del Dramaturgo, del amante que le suplicaba que lo perdonara. Pero sabía que no eran de él.

Eran del Príncipe Encantado, por supuesto. Del amante que no podía amarla.

En una tarjeta con forma de corazón había escrito escrupulosamente con tinta roja:

Á
NGEL
,

E
SPERO QUE SI SÓLO UNO DE LOS DOS LO CONSIGUE
,

SEAS TÚ
.

T
U AMIGO
C
ARLO

Bailando en la oscuridad

Un abrigo viejo y andrajoso encima de un bastón
. ¡Señor, había llegado a despreciarse a sí mismo!

Sin embargo: cerrando los enguantados puños mientras mira el paisaje cubierto de nieve recién caída, ve, como en una comedia musical en la que se realzan el sonido, el color y el movimiento, a la Actriz Rubia patinando con un joven actor del New York Ensemble. En realidad era el actor que había encarnado a su Isaac. Su Isaac patinando con su Magda. Era casi más de lo que un dramaturgo soportaría.

¿Y si se besaban? ¿Donde él pudiera verlos?

También corrían rumores sobre ella y Marlon Brando. En eso no podía permitirse pensar.

Ella había tenido muchos hombres. Muchos hombres la habían tenido a ella.

Unos amigos comunes habían comunicado al Dramaturgo que la Actriz Rubia iba a trasladarse a Los Ángeles; fortalecida por los meses de trabajo intensivo en el Ensemble, iba a reanudar el trabajo cinematográfico. Pero no en las condiciones de antes. La Productora no sólo había perdonado a Marilyn Monroe, sino que había cedido a una serie de peticiones. Aquello pasaría a la historia de Hollywood. Marilyn Monroe, desdeñada en la industria durante mucho tiempo, había derrotado a La Productora. En lo sucesivo tendría derecho de veto sobre el proyecto, el guión y el director. Y le habían subido el sueldo a cien mil dólares por película.
¿Por qué? Porque no podían inventar otra rubia que la sustituyera. Y que les hubiera hecho ganar tantos millones a cambio de tan poco
.

No estaba celoso de la Actriz Rubia, quería lo mejor para ella.

Aquella tristeza profunda en sus ojos. Como en los ojos de la Magda de hacía treinta años a la que él, cegado por el amor adolescente, no había comprendido.

En la pista de hielo de Central Park, entre docenas de patinadores de todas las edades y vistosamente vestidos, la Actriz Rubia, con gafas negras, un gorro de piel blanco bajado hasta las orejas para ocultar hasta el último mechón y una bufanda también blanca alrededor del cuello, estaba patinando. Ella, que afirmaba que no había patinado sobre hielo en su vida, sólo sobre ruedas, de niña, en el sur de California.

Donde ella vivía, decía la Actriz Rubia con un guiño, no había hielo. Nunca.

No obstante, se advertía su titubeo con los patines. Mientras otros patinadores, más experimentados, pasaban veloces por su lado. Tenía los tobillos débiles; siempre se esforzaba por no perder el equilibrio. Impulsándose con los brazos, riendo, trastabillando y no cayéndose gracias al compañero que la sostenía diestramente, con un brazo en la cintura. Un par de veces, a pesar de la galantería masculina, acabó sentada en el hielo, pero se rió y, con la ayuda del hombre, se incorporó. Se sacudió el trasero y continuó. Los patinadores se deslizaban a su alrededor, la adelantaban; si alguno la miraba, no veía más que a una guapa joven de piel crema, con gafas oscuras y maquillaje reducido al mínimo. O ningún maquillaje. Llevaba su grueso jersey color brezo, y unos pantalones oscuros de tejido acolchado que el Dramaturgo no le había visto antes, y los patines de alquiler, de cuero blanco y hasta el tobillo. Aunque novata en el patinaje sobre hielo, saltaba a la vista que la joven era una deportista natural, seguramente una bailarina. Aquella agilidad. ¡Aquella energía! Lo mismo hacía el ganso para simular su torpeza que se movía con gracia y se deslizaba cogida de la mano de su compañero. El joven era un patinador hábil, tenía piernas largas y ágiles y un firme sentido del equilibrio; llevaba gafas de montura metálica que le daban, como al Dramaturgo a su edad, un aire de estudiante judío, extrañamente atractivo. No llevaba en la cabeza más protección que las orejeras.

Estaban a mediados de marzo y aún hacía mucho frío en Nueva York. Del cielo azul cegador bajaba viento del norte.

Acongojado, enamorado, el Dramaturgo miraba. No había podido mantenerse a distancia. No había podido quedarse en su estudio, sentado a la mesa. Muerto de anhelo. (¿Tenía sin embargo derecho a introducir a la Actriz Rubia en su vida? El Comité de Actividades Antiamericanas andaba tras él otra vez; no era tanto una investigación como una persecución, un hostigamiento; tenía que buscar un abogado y pagar costas que no se diferenciaban de las multas; el último presidente del comité le había tomado una inquina especial al Dramaturgo desde que había visto una obra suya que al parecer «criticaba la sociedad y el capitalismo estadounidenses». Se sabía que la ficha que el Dramaturgo tenía en el FBI era «incriminatoria». El Dramaturgo pertenecía a un «cuadro de intelectuales neoyorquinos de orientación izquierdista».)

La Actriz Rubia patinaba y el Dramaturgo miraba. Pero había que reconocer (pensaba él mismo) que no hacía nada por ocultarlo. No era un hombre que ocultase nada. ¿Y qué sentido habría tenido? La calle 72 estaba cerca del parque e iba andando hasta allí con frecuencia; a menudo, para despejarse, paseaba por la nieve los días en los que casi todo Central Park estaba vacío. Sonreía al observar a los patinadores. De pequeño le había gustado patinar. Y había sido asombrosamente hábil. Durante su época de joven padre, ya instalado en Nueva York, había enseñado a sus hijos a patinar en aquella misma pista. De pronto le pareció que de aquello hacía muchos años.

La Actriz Rubia en la pista de hielo reluciente, riendo y resplandeciendo al sol.

La Actriz Rubia, que lo amaba como ninguna mujer lo había amado hasta entonces. A la que amaba como a ninguna otra mujer.

¡La Monroe! Una ninfómana
.

¿Quién lo dice? He oído que lo hace por dinero. Está en las últimas
.

Es frígida, odia a los hombres. Es tortillera. Pero es verdad, lo hace por dinero cuando puede ponerse precio
.

El Dramaturgo sonreía mientras veía a su Magda en el hielo y a su Isaac cogiéndole la mano. El corazón le latía con una especie de orgullo.

Le extrañaba que los demás patinadores y los numerosos espectadores no la reconociesen. Que no la mirasen ni la señalaran ni la aplaudieran.

Sintió el impulso de aplaudir.

¿Habría advertido ella su presencia? ¿Lo había visto Isaac? El Dramaturgo estaba a plena luz y era una figura familiar para ambos. El Dramaturgo que los había creado. Su Magda, su Isaac. Ella era una muchacha del pueblo; él era un joven retoño del judaísmo europeo, deseoso de ser «del pueblo», deseoso de ser estadounidense, deseoso de eliminar todos los sueños de Entonces.

Es posible que, en realidad, el Dramaturgo fuera un superviviente del Holocausto. Es posible que todos los judíos vivos lo fueran. No era un asunto en el que el Dramaturgo quisiera pensar allí, en Central Park, bajo el sol deslumbrante de aquella tarde de fines de invierno.

En pie, alto como un tótem, en el borde de la terraza de losas, delante de la pista en la que los patinadores trazaban círculos continuos. ¡Una caja de música con figuras animadas! El Dramaturgo, al que los desconocidos solían reconocer en Manhattan. Con su abrigo negro y su gorro oscuro de astracán. Gafas de cristales gruesos. Cuando la Actriz Rubia y su pareja pasaron patinando, cogidos de la mano, hablando y riendo, el Dramaturgo no quiso volverse ni bajar los ojos. En aquella terraza, cuando hacía calor, se abría una cafetería muy concurrida a la que el Dramaturgo acudía con frecuencia, a media tarde, para hacer un alto en el trabajo. En invierno, las mesas y sillas metálicas se dejaban al aire libre. Habría acercado una silla al borde de la terraza para sentarse, pero estaba demasiado inquieto. ¡Aquella música! El
Vals de los patinadores
.

Se casaría con ella si ella quería. No podía dejar que se fuera.

Se divorciaría. En su corazón estaba ya divorciado. Nunca volvería a tocar a su esposa, nunca volvería a besarla. Pensar en la carne envejecida y pintarrajeada de aquella mujer le daba asco. Sus ojos irritados, su boca dolida. Su virilidad había muerto con ella, pero pronto renacería.

Rasgaría su vida por la mitad por la Actriz Rubia.

Quería reescribir la historia de nuestra vida. ¡No una tragedia, sino una epopeya estadounidense!

Creía que tenía fuerzas suficientes
.

¡Helo allí, alquilando unos patines! Nada del otro mundo. Metiendo los pies, sujetándoselos bien. Y en el hielo, con los tobillos flojos al principio, con las rodillas rígidas al principio, pero enseguida con la habilidad de antaño; el puro ejercicio físico le producía una exaltación infantil. Patinaba al revés, en dirección opuesta a los demás patinadores. Parecía un hombre que supiese lo que hacía, no un viejo aturdido que agita los brazos para mantener el equilibrio. La música que sonaba ahora por los altavoces era
Bailando en la oscuridad
. Una canción escrita por un judío, pero qué integrada parecía, como todas las grandes canciones populares de Nueva York. Una canción de amor y misterio, si se prestaba atención a la letra.

Mientras patinaba hacia la Actriz Rubia sonreía alegremente. ¡No tenía la menor duda! Era una escena que el Dramaturgo no habría podido escribir, ya que en ella no había ironía, sutileza. La Actriz Rubia lo había sacado de su cómodo y caliente estudio de la calle 72. Había tirado de él y él no tenía elección. Sonriendo como un hombre despertado por el sol tras haberse dormido en la oscuridad.

—¡Oh, Dios, mira!

La Actriz Rubia lo había visto y se deslizaba hacia él, radiante de alegría. No se sentía tan honrado ni tan contento desde que, en sus años de padre joven, sus hijos lo saludaban con aquellas explosiones de júbilo, como si no hubieran visto nunca a nadie tan maravilloso ni tan inesperado. La Actriz Rubia habría chocado con él si él no la hubiera detenido y sujetado. Trastabillaron a la vez en el hielo destellante. Eran amantes embriagados que estaban juntos. Cogiéndose las manos, riendo de placer. El joven actor que había hecho de Isaac se había apartado discretamente, pesaroso pero también sonriendo, pues se sabía privilegiado por asistir a aquel encuentro, como sería un privilegio describírselo a los demás, contarles y recontarles el momento histórico en el que el Dramaturgo y la Actriz Rubia habían manifestado en público su amor en la pista de patinaje de Central Park aquel día de marzo.

—Te quiero.

—Cariño,
te quiero
.

La Actriz Rubia, con atrevimiento y temeridad, se izó de puntillas con los patines para besar en la boca al Dramaturgo.

Y aquella noche, en el piso realquilado de la calle 11 Este, la Actriz Rubia, desnuda, tras amar temblando de emoción, y con las mejillas arrasadas de lágrimas, cogió las manos del Dramaturgo entre las suyas, le acarició los dedos, se las llevó a los labios y las cubrió de besos.

—Qué manos tan bonitas —murmuró—. Tus preciosas, preciosas manos.

Él estaba profundamente conmovido. Conmovido hasta el alma.

Se casaron en junio, poco después de que él se divorciara y de que la Actriz Rubia cumpliera treinta años.

El misterio, la obscenidad

Un cruce entre la patología privada y el apetito insaciable de una cultura capitalista de consumo. ¿Cómo podemos entender este misterio? Esta obscenidad
.

Esto llegaría a escribir el compungido Dramaturgo en cierta ocasión.

Pero aún tendrían que pasar diez años.

Cherie, 1956

¡Me gusta Cherie! Es muy valiente.

Cherie no bebe cuando tiene miedo. Nunca toma pastillas. Porque si Cherie empieza algo, sabe cómo ha de terminar. Dónde ha de terminar.

A Cherie la aterra volver al lugar de donde procede. Yo cerraba los ojos y veía una orilla arenosa, un riachuelo fangoso y poco profundo, y un único árbol, alto y delgado, con las gruesas raíces al aire, semejantes a venas. La familia vivía en una caravana abollada, rodeada de latas oxidadas y cepas. Cherie y sus hermanos. Cherie era la «mamaíta». Les cantaba, jugaba con ellos. Había tenido que dejar la escuela a los quince años para ayudar en casa. Puede que hubiera tenido un novio, un veinteañero. Este joven le rompió el corazón, pero no mermó su dignidad. Ni su espíritu. Cherie cosía juguetes de trapo para sus hermanos y hermanas y remendaba la ropa de la familia. Su indumentaria de cantante de cabaret da grima, con tantos sietes y zurcidos. Hasta las medias de malla negras tienen zurcidos. Cherie no era rubia platino, era rubia lejía. Antes tenía buen color de cara, de pasar mucho tiempo al aire libre, pero ahora está mortalmente pálida. Pálida como la luna. ¿Está anémica tal vez? Bo, el vaquero, le echa un vistazo y sabe que ella es su Ángel. ¡Su Ángel! Puede que siempre haya estado anémica, y sus hermanos menores también. Avitaminosis. Un hermano era retrasado mental. Una hermana había nacido con el paladar hendido y no había dinero para operarla. Cherie, de niña, escuchaba mucho la radio. Cantaba con la radio. Sobre todo canciones vaqueras y
country
. A veces lloraba, porque su propia voz le rompía el alma. Yo la veía levantando a un niño con el pañal empapado y llevarlo a la caravana para cambiarlo. Su madre veía mucho la televisión, cuando funcionaba el aparato. Su madre era una cuarentona gorda y de piel cetrina, una borracha con la cara aplastada y arrugada, como masa de pan sin cocer. El padre de Cherie se había ido. Nadie sabía adónde. Cherie se fue a Memphis en autostop. Había allí una emisora de radio que ella escuchaba y esperaba conocer a algún pinchadiscos. Era un trayecto de trescientos kilómetros. Prefirió ahorrarse el dinero del autobús y subió a un camión que iba muy lejos. Qué guapa eres, le dijo el camionero. La más guapa que ha subido a este camión. Cherie se hizo la sorda, la muda y la retrasada mental. Y abrió la Biblia.

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