Read Bocetos californianos Online
Authors: Bret Harte
Luchando con algunas dificultades en el manejo de este instrumento, Flora logró arrancarle una melodía recalcitrante, acompañándola el Inocente con los palillos. La pieza que coronó la velada fue un rudo himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos, cantaron con gran entusiasmo y vehemencia. Creo que el tono de desafío, del coro y aire del
Covenanter
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, y no las cualidades religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que acabaran todos por tomar parte en el estribillo:
Estoy orgulloso de servir al Señor, y me obligo a morir en su ejército.
Los árboles crujían, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un testimonio del voto.
Entrada la noche, calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y las estrellas brillaron centelleando sobre el negro fondo del firmamento. Don Jorge, a quien sus costumbres profesionales permitían vivir durmiendo lo menos posible, compartió la guardia con Tomás Búfalo de modo tan desigual, que cumplió casi por sí solo esta obligación. Disculpóse con el Inocente, diciendo que muy a menudo se había pasado sin dormir ocho días seguidos.
—¿Pero haciendo qué? —preguntó Tomás.
—El póquer —contestó don Jorge gravemente—. Mira: cuando un hombre llega a tener una suerte borracha, antes se cansa la suerte que uno. No hay cosa más extraña que la suerte. Todo lo que se sabe de ella es que forzosamente debe cambiar. Y el descubrir cuándo va a cambiar es lo que te forma. Ahora, por ejemplo, desde que salimos de Poker Flat hemos dado con una vena de mala suerte. Llegan ustedes y les pilló también de lleno. El que tiene ánimo para conservar los naipes hasta el fin, éste se salva.
Y añadió el filósofo y jugador de una pieza, con alegre irreverencia:
—Estoy orgulloso de servir al Señor, y me obligo a morir en su ejército.
Pasaron tres días, y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio el cuarto a los desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno. Por un fenómeno singular de aquel montañoso clima, los rayos del sol difundían benigno calor sobre el paisaje de invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo pasado; pero, al mismo tiempo, descubrían la nieve apilada en grandes montones alrededor de la cabaña. Por todas partes se extendía un mar de blancura sin esperanza de término, mar desconocido, sin senda, de que eran juguetes estos náufragos de nuevo género. A muchas millas de distancia y a través de un aire maravillosamente sutil, se elevaba el humo de la rústica aldea de Poker Flat. Observólo la madre Shipton, y desde lo más alto de la torre de su fortaleza de granito lanzó hacia aquella una maldición. Fue su última blasfemia y tal vez por aquel motivo revestía cierto carácter sublime.
—Me siento mejor —dijo confidencialmente a la Duquesa—. Pruebe a salir allí y maldecirlos, y te convencerás.
Luego, se impuso la tarea de distraer a
la criatura
, como ella y la Duquesa tuvieron a bien llamar a Flora; Flora no era una polluela, pero las dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y original que no fuese indecorosa ni soltase maldiciones.
Otra vez vino la noche a cubrir el valle con sus tinieblas.
Las quejumbrosas notas del acordeón se elevaban y descendían junto a la vacilante fogata del campamento con prolongados gemidos y frecuentes intermitencias. Pero como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que dejaba la insuficiencia de alimento, Flora propuso una nueva distracción: contar cuentos. No tenían ganas don Jorge ni sus compañeras de relatar las aventuras personales, y el plan hubiera fracasado también a no ser por Tomás Búfalo. Algunos meses antes había encontrado por casualidad un tomo desparejado de la ingeniosa traducción de la
Ilíada
, por Mr. Pope. Se impuso pues la tarea de relatar en el lenguaje corriente de Sandy Bar, los principales incidentes de aquel poema, cuyo argumento dominaba, aunque con olvido de algunos nombres propios. Los semidioses de Homero volvieron aquella noche a pisar el planeta, y el pendenciero troyano y el astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos
del cañón
parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Al parecer, don Jorge escuchaba con apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de As-quiles, como el Inocente persistía en denominar a Aquiles,
el de los pies ligeros
.
De este modo, con poca comida, mucho Homero y el acordeón, transcurrió una semana que con paciencia soportaron los fugitivos. De nuevo los abandonó el sol, y otra vez los copos de nieve de un cielo plomizo cubrieron el congelado suelo. Poco a poco les fue estrechando cada vez más el círculo de nieves, hasta que los muros deslumbrantes de blancura se levantaron a veinte pies por encima de la cabaña. El fuego fue cada vez más difícil de alimentar; los árboles caídos a su alcance estaban sepultados ya por la nieve. Y no obstante, nadie se quejaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro, y eran felices, y don Jorge se resignó tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Flora; sólo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y fenecer poco a poco. A media noche del décimo día, llamó a su lado a don Jorge:
—Me voy —dijo con voz de quejumbrosa debilidad—. Le ruego no diga nada a los corderitos; tome el lío que está bajo mi cabeza y ábralo.
Efectuándolo, don Jorge vio que contenían intactas las raciones recibidas por la madre Shipton durante los últimos ocho días.
—Delas a
la criatura
—dijo, señalando a la dormida Flora.
—¡Infeliz! ¡Se ha dejado morir de hambre! —dijo el jugador con sorpresa.
—Así se llama esto —repuso la mujer con voz apagada.
Se acostó de nuevo, y volviendo la cara hacia la pared, entró en una rápida agonía.
Aquel día enmudecieron el acordeón y las castañuelas, y se olvidó la
Ilíada
y sus héroes.
Al ser entregado el cuerpo de la madre Shipton a la nieve, don Jorge llamó aparte al Inocente y le mostró un par de zuecos para nieve, que había fabricado con los fragmentos de una vieja albarda.
—Hay todavía una probabilidad contra ciento de salvarla; pero es hacia allí —añadió señalando a Poker Flat—. Si puedes llegar en dos días, cantaremos victoria.
—¿Y usted? —preguntó Tomás.
—Yo me quedo—contestó secamente.
La pareja se despidió con un estrecho y efusivo abrazo, al que siguieron algunas lágrimas.
—¡Don Jorge! ¿También se va usted? —preguntó la Duquesa cuando vio a aquél que parecía aguadar a Tomás para acompañarle.
—Hasta
el cañón
—contestó.
Y, diciendo esto, besó a la Duquesa, dejando encendida su blanca cara y rígidos de asombro sus entumecidos nervios.
La soledad nocturna vino otra vez, pero no don Jorge. Trajo otra vez la tempestad y la nieve con sus torbellinos. Avivando el expirante fuego, vio la Duquesa que alguien había apilado a la callada contra la choza, leña para algunos días más. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las ocultó a Flora.
Dominadas por el terror, aquellas vírgenes durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara comprendieron su común destino, observando el más riguroso silencio. Flora, haciéndose la más fuerte, se acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo, en cuya disposición mantuviéronse todo el resto de la jornada. La tempestad llegó aquella noche a su mayor furia, destrozó los pinos protectores e invadió la misma cabaña.
Al romper el nuevo día, no pudieron ya avivar el fuego, que se extinguió poco a poco.
A medida que las cenizas se amortiguaban, la Duquesa se acurrucaba junto a Flora, y por fin rompió aquel silencio que parecía eterno:
—Flora; ¿puedes rezar aún?
—No, hermana… —respondió Flora dulcemente.
La Duquesa, sin saber por qué, sintióse más libre, y apoyando su cabeza sobre el hombro de Flora no dijo más. Y así, reclinadas, prestando la más joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora hermana, quedaron dormidas. El viento, como si temiera despertarlas, cesó. Muchos copos de nieve, arrancados a las largas ramas de los pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron sobre aquel grupo sublime. Diana, la de argentinos rayos, contempló al través de las desgarradas nubes aquel lugar selváticamente bello. Toda impureza humana se había fundido, todo rastro de dolor terreno había desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente desde arriba.
Todo aquel día durmieron su apacible sueño, y al siguiente no despertaron, cuando voces y pasos humanos rompieron el silencio de aquel mudo paraje. Y cuando manos piadosas separaron la nieve de sus marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual que ambas respiraban, cuál fuera la que se había manchado. La misma ley de Poker Flat lo reconoció así y se retiró, dejándolas todavía enlazadas una en brazos de otra.
En la embocadura del desfiladero, sobre uno de los mayores pinos, encontróse un dos de bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de monte. Contenía la siguiente inscripción, hecha con vigorosos trazos de lápiz:
✝
AL PIE DE ESTE ÁRBOL YACE EL CUERPO DE
DON JORGE
QUE DIO CON UNA VENA DE MALA SUERTE
EL 23 DE NOVIEMBRE 1850
Y ENTREGÓ SUS PUESTAS EL 7 DE DICIEMBRE 1850
✝
Y, en efecto. Allí, frío y sin pulso, con un revólver a su lado y una bala en el corazón, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker Flat, cosas ambas que se leían todavía a través del rostro apacible pero enérgico del jugador.
Todo el día había corrido en diligencia y me sentía atontado por el traqueteo y molestias de tan pesado viaje. De modo que cuando al caer de la tarde descendimos rápidamente al pueblecito arcadiano de Wingdam, resolví no pasar adelante y salí del carruaje en un estado dispéptico insoportable. Sentía aún los efectos de un pastel misterioso, contrarrestados un tanto por un poco de ácido carbónico dulcificado que con el nombre de «limonada carbónica», me había servido el propietario del mesón de
Medio Camino
. No alcanzaron siquiera a interesarme los chistes del galante mayoral que conocía los nombres de todo el mundo en el trayecto; que hacía llover cartas, periódicos y paquetes desde lo alto de la vaca; que mostraba sus piernas en frecuente y terrible proximidad a las ruedas, subiendo y bajando cuando íbamos a toda velocidad; cuya galantería, valor y conocimientos superiores en el viaje nos admiraban a todos los viajeros, reduciéndonos a un silencio envidioso, y que cabalmente entonces estaba hablando con varias personas con visible interés y entusiasmo. Quedéme sombríamente de pie con mi manta y saco de viaje bajo el brazo, contemplando la diligencia en marcha, y eché una mirada de despedida al galante conductor, que, colgado del imperial por una pierna, encendía su cigarro en la pipa de un postillón que corría. Después, me volví hacia el apacible hotel de la
Templanza
, en Wingdam.
No sé si por causa del tiempo o por causa del pastel, la fachada no me hizo una impresión muy favorable. Quizá era porque el rótulo, extendido a lo largo de todo el edificio, con letras dibujadas en cada ventana, hacía resaltar de mala manera a aquellos que miraban por ellas, o quizá porque la palabra templanza siempre ha despertado en mí la idea de bizcochos flojos y chocolate de poca consistencia. A la verdad, la casa no convidaba. Podíasele haber llamado fonda de la abstinencia, según era la falta de todo lo necesario para deleitar o cautivar al pasajero. Presidió, sin duda, a su construcción cierta tristeza artística. De excesivas dimensiones para el campamento y destartalada no producía la más remota idea de confort. Tenía, además, una rústica condición: sentíase en ella la humedad del bosque y el olor del pino. La naturaleza violentada, pero no sometida del todo, retoñaba en lagrimillas resinosas por puertas y ventanas. No sé por qué me pareció que instalarse allí debía asemejarse a pasar un día de campo perpetuo. Al hacer mi entrada en el hotel, los habituales huéspedes de la casa salían de un profundo comedor y se esforzaban en quitarse por la aplicación del tabaco en varias formas, el sabor detestable de la cena recién ingerida. Algunos se colocaron inmediatamente en torno de la chimenea, con las piernas sobre las sillas, y en aquella postura se resignaron silenciosamente a la labor ímproba de una pesada digestión.
En atención a mi estado gástrico, no acepté la invitación que para cenar me hizo el posadero, pero me dejé conducir al salón. Era el tal posadero un magnífico tipo barbudo del hombre animal. Pasó por mi imaginación un personaje dramático. Con la vista fija en el chisporroteante fuego, pensaba para mis adentros cuál podría ser, esforzándome en seguir el hilo de mis memorias hacia el revuelto pasado, cuando una mujercita de tímido aspecto apareció en la puerta, y apoyándose pesadamente contra el marco, dijo con voz débil.
—¡Marido!
Al volverse el posadero hacia ella, el singular recuerdo dramático centelleó claramente ante mí en un par de versos:
Dos almas con un solo pensamiento y palpitando acorde el corazón…
Se trataba de Ingomar y Partenia, su mujer. Ni más ni menos.
In mente di en seguida al drama un desarrollo diferente:
Ingomar se había traído a Partenia a la montaña, donde tenía un hotel a beneficio de los
allemani
que acudían allí en número no escaso.
Partenia iba bastante cansada y desempeñaba el trabajo sin criados de ningún género. Tenía dos
bárbaros
, pequeños aún, un niño y una niña; estaba ajada, pero conservaba aún sus trazos bellos.
Permanecí sentado, hablando con Ingomar, que parecía encontrarse en su centro. Contóme varias anécdotas de los
allemani
, que exhalaban todas un fuerte aroma del desierto, y sobre todo guardaban cabal armonía con la siniestra casa: habló de cómo Ingomar había muerto algunos osos terribles, cuyas pieles cubrían su cama; de cómo cazaba gamos, de cuya piel hermosamente adornada y bordada por su esposa, se vestía; de cómo había muerto a varios indios y de cómo él mismo estuvo una vez a punto de seguir la misma suerte. Esto, explicado con el ingenuo candor que tan bien sienta en un bárbaro, pero que un griego hubiese considerado de sabor poco ático.