Bocetos californianos (7 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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El anciano permanecía imperturbable. Desde su suntuoso lecho, el recobrado hijo pródigo roncaba confiadamente.

—Yo no tenía padre que pudiese reclamar. Jamás conocí otro hogar que el que he tenido hasta estos momentos. Caí en la tentación. ¡He sido tan dichoso… tan dichoso!

Irguióse y permaneció de pie ante el viejo.

—No tema que me interponga entre su hijo y la herencia. Parto hoy de este lugar para jamás volver. El mundo es grande, y, gracias a su bondad, sé ahora ganarme la vida honradamente. ¡Adiós! ¿No quiere usted aceptar mi mano?… Sea. ¡Adiós!

Y dio media vuelta para marcharse. Pero, cuando llegó a la puerta, retrocedió de repente, y alzando entre ambas manos la encanecida cabeza del anciano, la besó unas y más veces con efusión.

—¡Carlos!

No hubo contestación.

—¡Carlos!

Incorporóse el anciano estremecido y corrió bamboleándose débilmente hacia la puerta. Estaba abierta. Por ella llegaba el tumulto de una gran ciudad que despierta, y entre este tumulto las pisadas del hijo pródigo que se perdían a lo lejos, para siempre.

MAGDALENA

El coche se deslizaba penosamente por la estrecha carretera, dando frecuentes sacudidas. En su interior éramos siete personas que no habíamos despegado los labios desde que uno de aquellos saltos vino a dejar sin concluir la última cita poética del juez, mi honorable vecino. El hombre alto sentado junto a éste dormía con el brazo pasado por la colgante correa, y apoyada la cabeza en ella, formaba como un objeto fofo e indefinible, parecía que se hubiese ahorcado a sí propio, y le hubieran cortado la cuerda que le había servido de instrumento. En el asiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando una actitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición del pañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara. Otra señora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona. No se percibía otro ruido que el chirriar de las ruedas y el de la lluvia batiendo el imperial, cuando de repente la diligencia se paró, y oímos unas voces que llegaban confusamente hasta nosotros. El conductor sostenía un vivo diálogo con alguien en el camino, diálogo que nos pareció debía ser poco halagüeño a juzgar por las palabras que en medio del furioso viento que soplaba pudimos apreciar; «puente arrastrado», «camino inundado», «paso imposible» y otras por el estilo. El silencio más absoluto reinó un momento, y después una misteriosa voz lanzó desde el camino este consejo:

—Prueba en casa de Magdalena.

Al dar el vehículo una brusca vuelta, alcanzamos a vislumbrar los caballos delanteros, y luego un jinete que se desvanecía en la bruma. Indudablemente, emprendíamos el camino de la casa de Magdalena.

¿Quién era y dónde estaba Magdalena? El juez, nuestra autoridad, dijo no recordar aquel nombre, y eso que conocía por completo el país; el viajero canadiense opinó que Magdalena tendría alguna posada; pero lo único que realmente supimos fue que la crecida de las aguas nos había cortado el camino por el frente y por la espalda, y que Magdalena era nuestra tabla salvadora. Por espacio de diez minutos nos encharcamos por un tortuoso camino, ancho a duras penas para la diligencia, y nos detuvimos delante de una reja atrancada y aforrada, fija a una extensa pared de cerca de unos dos metros de alto. Aquello era, sin duda alguna, la casa de Magdalena. Pero, sin duda alguna también, aquella mujer no tenía posada. El cochero bajó y tanteó la puerta, que estaba sólidamente cerrada.

—¡Magdalena! ¡Magdalena!

Nadie contestó.

—¡Magdalena! ¡Tú, Magdalena! —continuó el cochero con irritación cada vez más patente.

—¡Magdalena! —añadió el correo persuasivamente—. ¡Oh, Magdalenita!

Pero la tal Magdalena, al parecer insensible, dio la callada por respuesta. El juez acababa de bajar el vidrio de la ventanilla, sacó fuera la cabeza, y comenzó una serie de preguntas que, a ser contestadas satisfactoriamente, hubieran dilucidado, sin duda alguna, todo aquel misterio. A todo esto replicó el auriga que si no saltábamos del coche para ayudarle en llamar a Magdalena quizá tendríamos que permanecer toda la noche en él.

Nos levantamos, pues, y llamamos a Magdalena en coro, y luego cada cual a solo, y apenas hubimos acabado, cuando un hibernés, compañero de viaje, gritó desde el imperial: ¡Magdalena! con un acento tan extraño que todos nos echamos a reír. Mientras nos estábamos riendo, nuestro cochero dijo a voz en grito:

—¡Silencio!

Todos prestamos oído, y con infinita admiración oímos que el coro de ¡Magdalena! se repetía a la otra parte de la pared, juntamente con el final e infame grito del hibernés.

—¡Extraordinario eco! —dijo el juez.

—¡Extraordinario y remaldito! —exclamó el conductor, con desprecio—. Sal ya de ahí, Magdalena, y muéstrate en persona de una vez. Sé humana. No juegues al escondite; yo no bromearía en tu lugar, Magdalena —continuó Yuba Bill, que en un exceso de furor daba ya vueltas pateando.

—¡Magdalena! —continuó la voz—. ¡Oh, Magdalena!

—¡Mi buen señor! —dijo el juez, en el tono más patético—. Imagínese lo inhospitalario de rehusar un abrigo contra la inclemencia del tiempo, a mujeres desamparadas. ¡Señor mío de mi alma! Pensar que…

Una letanía de Magdalena terminando con una carcajada interrumpió su peroración.

Yuba Bill acabó la paciencia; tomando del camino una pesada piedra derribó la verja, y seguido del correo penetró en el cercado: nosotros tomamos la misma dirección. Reinaba la más completa oscuridad, y todo cuanto pudimos saber, gracias a los rosales que nos rociaban con su húmedo follaje a cada ráfaga de viento, fue que estábamos en un jardín o cosa parecida.

—¿Conoce usted al inquilino de esta casa? —preguntó el juez a Yuba Bill.

—No; ni ganas —contestó Yuba Bill secamente, viendo ofendida en su persona, por tan contumaz individua, a toda la compañía pionera de diligencias.

—¡Pues, sí que la hemos hecho buena!… —replicó el juez, pensando en la verja allanada.

—Mire usted —dijo Yuba Bill, con delicada ironía—, ¿no haría mejor en volverse y tomar asiento en el coche hasta que le avisaran? Yo entro.

Y dicho y hecho, empujó la puerta de la casa.

En apretada haz penetramos todos en una larga sala iluminada únicamente por el rescoldo de un fuego que se extinguía en un rincón de la chimenea.

La luz vacilante que aquel rescoldo despedía daba relieve al grotesco dibujo de las paredes extrañamente pintadas. Distinguíase una persona sentada en gran sillón de brazos junto al hogar.

Todo esto lo vimos apiñados en el umbral detrás del conductor y del correo.

—¡Hola! ¿Dónde está Magdalena? —dijo Yuba Bill, al misterioso solitario.

Aquella figura no habló ni se movió.

El cochero se acercó furiosamente a ella, dirigiendo sobre su rostro el ojo de la linterna que llevaba en la mano.

Todos pudimos observar la cara de un hombre envejecido y prematuramente arrugado, con grandes ojos en que se mostraba la solemnidad característica del búho. Los grandes ojos erraron desde la cara de Yuba Bill hasta la linterna y acabaron por fijar sus inconscientes miradas en aquel objeto deslumbrador.

Bill estaba ciego de coraje.

—Vamos. ¿Es usted sordo? ¡De todas maneras no será mudo!; ¿no es verdad?

Yuba Bill sacudió por el hombro aquella figura inmóvil.

Con gran sobresalto por parte nuestra, cuando Bill quitó la mano de encima del venerable forastero, éste fue encogiéndose hasta quedar reducido a la mitad de su tamaño y convertirse en un lío informe de trapos viejos.

—¡Maldita sea mi estampa! —dijo Bill, retirándose despechado.

Rehecho de la primera impresión, el juez se adelantó y volvimos a enderezar aquel misterioso invertebrado en su posición primitiva.

Se encargó en seguida a Bill y a su linterna que se dedicasen a explorar el terreno, pues era evidente, dada la impotencia del solitario, que debía tener a mano sirvientes, y todos nos acercamos al fuego para secar nuestros chorreantes vestidos.

El juez, que había recobrado su autoridad y que no había cesado de desplegar su talento en la conversación, vuelto hacia nosotros y de espaldas al fuego, nos dirigió la palabra, como a un jurado imaginario, del modo siguiente:

—Ciertamente que nuestro distinguido amigo aquí presente, se encuentra en aquella disposición descripta por Shakespeare, como la de la marchita y amarilla hoja, o bien ha sufrido algún percance que abatió de un modo prematuro sus facultades físicas e intelectuales. Dado que sea realmente…

Aquí fue interrumpido por un grito extraño de «¡Magdalena! ¡Oh, Magdalena, Magdalena!» y por todo el coro de Magdalenas en un tono semejante al que ya conocemos.

Todos nos miramos por un momento, con alguna alarma. Yo en particular, abandoné rápidamente mi posición, pues la voz parecía provenir directamente de mi espalda. No tardamos mucho en descubrir la causa: una gran urraca estaba posada sobre la repisa, en la bóveda de la chimenea, sumida en un silencio sepulcral que contrastaba singularmente con su anterior volubilidad. Aquella voz fue la que oímos desde el camino, y nuestro amigo no era responsable de la descortesía. Nuestro auriga, Yuba Bill, que penetraba en aquel momento de regreso de una pesquisa infructuosa, tuvo que contentarse con la explicación, no sin que el sentado paralítico se librara de una fiera mirada. Como cumple a todo buen cochero, había buscado y encontrado, por fin, un cobertizo en donde acomodar sus caballos, pero regresaba calado, y como de costumbre, malhumorado.

—Nadie más que éste hay en diez millas a la redonda de la casucha, y al maldito viejo le consta eso perfectamente.

Pero en seguida se probó que no andábamos equivocados en nuestras apreciaciones, pues apenas hubo cesado Bill de gruñir, cuando hacia la entrada oímos un paso rápido y el roce de un vestido empapado en agua; la puerta se abrió de par en par, y apareció una joven que, mostrándonos con su sonrisa los destellos de sus blancos dientes, y el centellear de sus ojos negros, con una carencia absoluta de toda ceremonia y timidez, entró, cerró la puerta y apoyóse jadeante contra ella.

—Yo soy Magdalena para todo cuanto les plazca.

Y aquella era Magdalena. Aquella joven de ojos vivarachos, de turgente pecho, cuyas faldas, de ordinaria tela azul, no podían ocultar, mojadas por la lluvia, la belleza de las curvas femeninas a que esculturalmente se adaptaban. Desde su cabello castaño, cubierto por un sombrero impermeable de hombre, hasta los diminutos pies y tobillos sepultados en las cavidades de unos zapatos de colosal tamaño, todo era en ella gracioso; así apareció Magdalena riéndose de nosotros de la manera más alegre, franca y bonachona.

—Vean, señores —dijo falta de aliento y apoyando coquetamente su pequeña mano contra el costado, sin tener en cuenta nuestra confusión, que no encontraba palabras para expresarse, ni los extraños visajes de Yuba Bill, cuyo rostro había caído en una expresión de extemporánea e imbécil alegría—, vean, como estaba a más de dos millas de distancia cuando les vi pasar por la carretera, pensé que podían detenerse aquí, y he venido con la mayor prisa, sabiendo que no había en casa nadie más que Juan; no extrañen, pues, que haya llegado echando los bofes.

En esto Magdalena, con un arranque malicioso, que esparció sobre nosotros una lluvia de gotas, quitóse el sombrero de hule, se esforzó en echar hacia atrás su cabello, en cuya operación perdió dos horquillas, sonrióse y pasó al lado de Yuba Bill, poniendo airosamente las manos atrás. El juez fue el primero en volver en sí y trató de componer un requiebro, después de haber torturado en vano su cerebro.

—¿Le molestaré pidiendo a usted aquella horquilla? —dijo gravemente Magdalena.

El juez alargó displicentemente la mano hacia adelante; la horquilla perdida fue devuelta a su dueña, y Magdalena, cruzando el cuarto, miró con interés la cara del tullido. Los solemnes ojos del enfermo miraron los de la mujer con una expresión verdaderamente desusada. La vida y la inteligencia parecían luchar para volver a aquella tosca y arrugada cara. Magdalena volvió otra vez sobre nosotros sus negros ojos y sus blancos dientes sonriéndose con una elocuencia singular.

—¿Este pobre impedido es?… —preguntó el juez con indecisión.

—Juan—dijo Magdalena.

—¿Su padre acaso?

—No.

—¿Hermano?

—No.

—¿Esposo?

Magdalena, lanzando una mirada rápida y penetrante sobre las dos pasajeras, de quienes había observado que no participaban de la admiración general de los hombres respecto a ella, dijo con gravedad no exenta de soberbia:

—No; es Juan.

Hubo una enojosa pausa. Aproximáronse entre sí las pasajeras, y el canadiense miró, abstraído, el fuego. En cuanto al hombre alto, aparentó replegar su mirada sobre sí para poderse sostener en aquel aprieto; pero la risa de Magdalena, que era contagiosa, rompió el silencio.

—¡Ea! —dijo vivamente—, deben ustedes tener apetito, ¿no es verdad? ¿Quieren ayudarme a preparar la merienda?

No faltó quien de muy buena gana se brindase. A los pocos instantes, Yuba Bill andaba ya atareado, como Caliban, en llevar trozos de leña para aquella Miranda; el correo molía café en el mirador; a mí me fue asignada la delicada tarea de cortar tocino, y el juez ayudó a todos con sus bienhumoradas y atinadas observaciones. Y cuando Magdalena, eficazmente ayudada por el juez y por nuestro hibernés, pasajero de cubierta, puso la mesa con toda la loza disponible, ya habíamos recobrado todos nuestro buen humor, a pesar de la lluvia que batía las ventanas, del viento que bajaba a bocanadas por la chimenea, de las dos señoras que cuchicheaban entre sí, en un rincón, y de la urraca que desde su ennegrecido vasar subrayaba con satíricos graznidos su entretenido diálogo. Mediante la luminosa ayuda del fuego que chisporroteaba ya, pudimos ver un paño de pared empapelado con periódicos ilustrados, dispuestos con sumo arte y femenina discreción. El improvisado mueblaje estaba compuesto con envases de velas y cajas de embalaje, tapadas con calicó de alegre color, o con pieles de jineta. Una barrica de harina, ingeniosamente transformada, constituía el sillón del paralítico. En conjunto, puede afirmarse que la limpieza más exquisita y el más pintoresco gusto reinaban en los escasos detalles de aquella rústica vivienda.

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