Read Bocetos californianos Online
Authors: Bret Harte
La merienda fue un triunfo culinario. Pero lo que triunfó en toda la línea fue nuestra sociabilidad, debido, principalmente, al raro tacto de Magdalena en llevar la conversación, haciendo por sí todas las preguntas e imprimiendo en todo una naturalidad que rechazaba cualquier idea de disimulo, por parte nuestra, de manera que hablamos de nosotros mismos, de nuestras esperanzas, del viaje, del tiempo, y unos de otros; de todo, menos del bueno del paralítico y de nuestra amable patrona. En honor a la verdad, no ocultaré que la conversación de Magdalena no era nunca elegante, rara vez gramatical y que a veces empleaba expresiones cuyo uso está por lo general reservado a nuestro sexo; pero las decía con tales destellos de dientes y ojos, e iban, como de costumbre, seguidas por una risa tan peculiar de unos labios frescos y retozones, que todo podía pasar sin grave quebranto de la moral más frágil.
De repente, durante la comida, oímos un ruido como el roce de un cuerpo pesado contra los muros exteriores de la casa; inmediatamente después se sintió rascar y olfatear junto a la puerta del salón.
—Es Joaquín —dijo Magdalena en contestación a nuestras interrogadoras miradas—. ¿Desean verle?
Y apenas habíamos tenido tiempo de contestar, cuando abrió la puerta, y nos dejó ver un lanudo oso a medio crecer que inmediatamente se levantó sobre sus patas traseras, mientras las manos colgaban en actitud mendicante, y contempló a Magdalena con una admiración que le daba cierta semejanza con Yuba Bill (y éste me perdone).
—Miren, ése es mi perro guardián —dijo Magdalena a modo de exordio—. ¡Oh, pero no muerde! —añadió al ver la justa alarma de las dos pasajeras, que estaban sentadas en un ángulo—, ¿verdad, viejo Tofi?
Esta última pregunta iba dirigida al sagaz Joaquín.
—Voy a decirles una cosa, señores —continuó Magdalena, después que hubo dado de comer y cerrado la puerta al pequeño plantígrado—. Han tenido la suerte de que Joaquín no hubiera andado rondando por ahí esta noche.
—¿Dónde estaba? —preguntó el juez.
—Conmigo —contestó Magdalena—. ¡Dios me valga! Trota a mi lado, por la noche, como si fuera un fiel esclavo.
Durante un corto intervalo, guardamos silencio todos y escuchamos el viento; en nuestra imaginación se pintaba Magdalena en camino a través de los bosques y de la lluvia, escoltada por su feroz guardián. Me parece recordar que el juez dijo algo de «Una y de su león»; pero Magdalena lo recibió como lo hizo con las demás galanterías, con fría impasibilidad. Creo que se dio cuenta de la admiración que excitaba, por lo menos la de Yuba Bill no podía dejar de observarla; pero su misma franqueza estableció una perfecta igualdad entre todos, cruel y humillante para los miembros más jóvenes de nuestra compañía.
La escena del oso nada añadió a favor de Magdalena en la opinión de las personas de su sexo que estaban presentes. Así es que, terminada la comida, se manifestó una frialdad tal en las dos pasajeras, que las ramas de pino traídas por Yuba Bill y echadas como en sacrificio al hogar, no pudieron contrarrestarla del todo. Magdalena lo sintió, y declarando de repente que era tiempo de retirarse, se levantó para acompañar a las señoras a un cuarto vecino en donde tenían el lecho que se les había destinado.
—Ustedes, señores, tendrán que acampar por ahí fuera, cerca del fuego, de la mejor manera que puedan —añadió—, pues no hay otra habitación en la casa.
La chismografía, caro lector, no ha sido jamás, según opinión generalmente admitida, patrimonio del sexo fuerte, pero, con todo, me veo obligado a declarar que apenas se hubo cerrado la puerta tras de Magdalena, cuando nos apiñamos cuchicheando, sonriéndonos y trocando entre nosotros sospechas, suposiciones y mil hipótesis respecto de nuestra bonita patrona y su extraño huésped: creo que hasta llegamos a empujar a aquel imbécil paralítico, que estaba quieto como una esfinge, sin voz, en medio de nosotros, oyendo con la serena indiferencia del pasado en sus ojos, nuestra charla inacabable. En lo más vivo y animado de la discusión, abrióse de nuevo la puerta y entró Magdalena.
Sin embargo, no era ya la misma Magdalena que algunas horas antes había surgido ante nuestra vista. Tenía los ojos bajos y titubeó un momento en el umbral; llevaba una manta doblada en el brazo y parecía haber dejado tras sí la franca resolución que horas antes nos había encantado. Entrando en el cuarto, arrastró un banquillo hasta el sillón del paralítico; sentóse, y dijo echándose la manta sobre las espaldas:
—Señores, si les es igual, como estamos un poco estrechos, me quedaré aquí esta noche.
Puso en su mano la mano marchita del inválido y volvió la mirada al fuego que se extinguía lentamente.
Nosotros nos mantuvimos silenciosos, tal vez por el sentimiento instintivo de que esto no era más que un preliminar de relaciones más confidenciales, y quizá también por cierta vergüenza de nuestra anterior curiosidad. La lluvia batía aún sobre el techo: violentas ráfagas de viento removían las pavesas con momentáneos destellos; en un momento de sosiego de los elementos, Magdalena levantó de repente la cabeza, y echándose el cabello a la espalda, volvióse hacia nuestro grupo y exclamó:
—¿Hay alguno entre ustedes que me conozca?
Nadie contestó.
—¡Piénsenlo otra vez! Yo vivía en Marysville, el 53: todos me conocían, por cierto, con razón. Yo tuve el Salón Polka, hasta que vine a vivir aquí con Juan. Como de esto hace seis años, tal vez he cambiado algún tanto.
Quizá la desconcertó el que no la reconociesen; volvióse otra vez hacia el fuego; transcurrieron algunos momentos en silencio, y continuó:
—Sospeché que alguno de ustedes debía reconocerme; pero, de todas maneras, no importa; lo que yo iba a decir es que este Juan —y al nombrarlo tomó su mano entre las de ella— me conocía si ustedes no me conocen, y gastó mucho dinero en mi compañía. Calculo que gastó cuanto poseía. Un día, por este invierno hará seis años, Juan vino a mi cuarto interior, se sentó en mi sofá, como lo ven ahora en aquel sillón, y luego ya jamás volvió a moverse por sí mismo, herido como por un rayo y sin darse cuenta de lo que le ocurría. Los médicos dijeron que la causa era su mal modo de vivir, pues Juan fue siempre algo libertino y calavera, que no curaría, y que, de todas maneras, jamás volvería a ser lo que antes. Se me aconsejó que lo mandase a Frisco
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, al hospital, puesto que ya no servía para nada, y que toda la vida sería una criatura; pero yo, quizá porque había algo en la mirada de Juan, o tal vez porque nunca había tenido una criatura, me opuse a ello tenazmente. Yo era rica en aquella ocasión. Mi popularidad era inmensa; hasta caballeros, tales como usted, señor, iban a mi casa; vendí mi comercio y compré esto que está, como quien dice, en un rincón de mundo. ¿Comprenden?
Una intuición poética singular hizo que mientras hablaba cambiase poco a poco de posición, de manera que las mudas ruinas del enfermo se interpusieran entre ella y sus oyentes. Oculta en la sombra, ofrecíalas como una tácita apología de sus acciones. Aquella figura de expresión enigmática y silenciosa, hablaba aún en favor de ella; anonadada y herida por el rayo divino, extendía aún en torno de ella su invisible brazo. Desde la oscuridad, pero estrechando todavía su mano, continuó:
—Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiese acostumbrarme a las cosas de por aquí, pues estaba habituada a la sociedad y a sus gustos y comodidades. Busqué una mujer que pudiera auxiliarme, pero fue en vano, y por otra parte no osaba fiarme de un hombre. Ahora, con los indios de los alrededores que me ayudan de vez en cuando, y con lo que me mandan de North Fork, Juan y yo vamos pasando. De tarde en tarde, en tiempo, el médico subía de Sacramento: preguntaba por la criatura de Magdalena, como llama a Juan, y cuando se marchaba, solía decir: «Magdalena, es usted un portento: Dios la bendiga», y después de esto, no me parecía la vida tan triste y desabrida. Pero la última vez que estuvo aquí, al abrir la puerta para marcharse, dijo:
—Soy de opinión, Magdalena, que su criatura acabará por hacerse hombre y dará honra a su madre. ¡Pero no aquí, Magdalena, no aquí!
»Y se me figuró que se iba triste y… y… y…
Al llegar aquí, la voz de Magdalena y su cabeza parecieron perderse por completo en la oscuridad.
—La gente de los alrededores es muy buena —dijo Magdalena después de una pausa, saliendo de la penumbra—. Los hombres de la bifurcación del río dieron vueltas por aquí, hasta que comprendieron que no me hacían maldita la falta, y las mujeres ¡son tan bondadosas!… no han venido una sola vez. Estuve muy sola hasta que recogí a Joaquín en los bosques cercanos, cuando no era más alto que un gato, y le enseñé a pedir la comida; pero ahora tengo, además, a Poli, ésta es la urraca, sabe infinidad de juegos, y por las noches me acompaña con su charla, de manera que se me figura que no soy el único bicho viviente que aquí se cobija. Y este Juan —dijo Magdalena con su risa de antes y saliendo del todo a la claridad del fuego—, este Juan, señores, les maravillaría de ver cuánto sabe; a veces, le leo todas aquellas cosas de la pared, y a menudo le traigo flores y las contempla con tanta naturalidad como si leyera algo en su interior. ¡Bendito sea Dios! —dijo Magdalena con su franca risa—, todo aquel lado de la casa le he leído este invierno. ¡Si supiesen lo que le entusiasma a Juan la lectura!
—¿Por qué —preguntó el juez— no se casa con la persona a quien ha consagrado toda su juventud?
—Comprenderá usted, amigo —dijo Magdalena—, que esto sería jugarle una mala partida a Juan, abusar de su desamparo, además que, siendo ambos marido y mujer, sabría yo que estoy obligada a hacer lo que ahora hago de mi propio sentir y arbitrio.
A lo que replicó el juez, después de haberlo madurado plenamente:
—Sin embargo, todavía es usted joven y tiene atractivos.
—Se hace ya tarde —dijo gravemente Magdalena—, y deberíamos dormir ya todos. Señores, buenas noches.
Y arrebujando su cuerpo con la manta, Magdalena se tendió al lado del sillón de Juan, con la cabeza apoyada contra el taburete donde éste descansaba los pies y no habló más ya. El fuego se fue extinguiendo lentamente en el hogar. Todos echamos mano a nuestras mantas en silencio, y pronto no se oyó otro ruido que el gotear de la lluvia sobre el techo y la fatigosa respiración de los que uno tras otro se iban durmiendo.
Despuntaba casi el día, cuando desperté de un sueño agitado. La pertinaz lluvia había cesado, las estrellas centelleaban, y a través de la ventana sin postigos, la luna llena, alzándose por encima de los fúnebres pinos, penetraba en el cuarto, bañando con sus rayos de plata la solitaria figura del sillón. Parecióme que la onda de luz deslumbradora inundaba en regenerador bautismo la humilde cabeza de la mujer cuyos cabellos, como en la bella y dulce leyenda del Evangelio, besaban los pies del que amaba: hasta prestó una bondadosa poesía al irregular perfil de Yuba Bill que con abiertos y pacientes ojos velaba en guardia, medio recostado entre este grupo y los viajeros. Esta impresión de encanto artístico meció mi espíritu suavemente, contribuyendo quizá a que conciliara de nuevo el sueño, del que no desperté sino entrado el día al grito de ¡al coche! que, de pie e inclinado sobre mí, lanzaba nuestro buen cochero.
El café nos esperaba sobre la mesa, pero Magdalena había desaparecido. Dimos vuelta a toda la casa y aún nos detuvimos mucho tiempo después de enganchados los caballos; pero no volvió; no cabía duda que, evitando una despedida formal, nos dejaba partir como habíamos venido.
Instaladas en la diligencia las señoras, volvimos a la casa y estrechamos, silenciosos y con solemne gravedad, la mano del paralítico Juan, reponiéndole en su asiento después de cada apretón de manos. Echamos una última mirada en torno del cuarto, y sobre el taburete donde Magdalena se había sentado, después de lo cual nos dirigimos al camino para ocupar con lentitud nuestros asientos en la diligencia que nos aguardaba.
El látigo chasqueó y nos pusimos en marcha, pero cuando llegamos al camino real, la diestra mano de Yuba Bill hizo que los seis caballos cayeran sobre sus patas traseras y la diligencia se paró bruscamente: allí, en una pequeña eminencia junto al camino, estaba Magdalena, flotante el cabello, centelleantes los ojos, ondeando el pañuelo y entreabiertos sus labios por un último adiós. Nosotros, en contestación, agitamos nuestros sombreros, las señoras no pudieron contener una última mirada de curiosidad, y entonces Yuba Bill, como si temiese una nueva fascinación, azuzó locamente sus caballos, dando el coche tan terrible sacudida que caímos todos sobre las banquetas.
Durante el trayecto hasta el North Fork, no cambiamos una sola palabra; la diligencia paró en el Hotel de la Paz. El juez, tomando la delantera, nos acompañó hasta la sala común y ocupamos gravemente nuestros puestos junto a la mesa.
—¿Están llenas sus copas, señores? —dijo solemnemente el juez quitándose su blanco sombrero.
—Sí, señor.
—Entonces, a la salud de Magdalena. Que Dios la bendiga.
Y todos apuramos de un sorbo su contenido.
Sandy
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estaba beodo. Bajo una mata de azalea encontrábase en el suelo, tendido, casi en la misma actitud en que había caído hacía algunas horas. El tiempo transcurrido desde que se tendió allí no lo sabía ni le importaba, y cuánto tiempo continuaría allí tendido era para él cosa que igualmente le tenía sin cuidado. Una filosofía tranquila, nacida de su situación física, se extendía por su ser moral, y lo saturaba por completo.
Duéleme tener que confesar que el espectáculo de un hombre borracho, y de este hombre borracho en particular, no constituía en Red Gulch ninguna novedad. Aprovechando la ocasión, un humorista del lugar había erigido junto a la cabeza de Sandy un cartel provisional que llevaba esta inscripción:
Resultado del aguardiente Mac Corcil; mata a una distancia de cuarenta varas
. Debajo había una mano pintada que señalaba la taberna de Mac Corcil. Pero imagino que ésta, como otras muchas de las sátiras locales, era personal, y más bien una reflexión sobre la bajeza del medio que sobre la inmoralidad del fin. Fuera de esta chistosa excepción, nadie molestó al beodo. Un asno extraviado, suelto de su recua, comióse las escasas hierbas de su alrededor, y limpió de polvo con sus resoplidos el lecho del hombre tendido; un perro vagabundo, con aquella profunda simpatía que siente la especie por los borrachos, después de lamer sus empolvadas botas, se había echado a sus pies, y yacía allí guiñando un ojo a la luz del sol; a manera perruna, adulaba con la imitación al humano compañero que había escogido.