Bocetos californianos (12 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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Nada notable ofrecía desde su romo hocico hasta sus alzadas ancas, y desde su arqueado espinazo, oculto por las raídas y tiesas
machillas
de una silla mejicana, hasta sus gruesas, derechas y huesosas piernas, no tenía una sola línea de la gracia y noble aspecto que distingue a su especie.

Con los blancos ojos medio ciegos, pero malignos, su labio inferior colgante y su monstruoso color, era incapaz de despertar el más leve sentimiento estético.

—Bueno —dijo Conrado—, cuidado con las herraduras, muchachos, ¡arriba! Ojo con no descuidarte en agarrar ante todo las crines, y cuida de agarrar en seguida el otro estribo. ¡Arriba!

Montó atropelladamente el jinete, pateó luchando el solípedo, apartáronse con precipitación los espectadores y volaron sacudidas en círculo las herraduras, retemblando la tierra a los saltos del animal. Por último, sonaron las espuelas y partió
Jovita
. Federico, en las tinieblas, gritó:

—¡Bien va!

—Al volver no tomes el camino de abajo, a no ser que apremie el tiempo. ¡No la detengas al bajar la cuesta! A las seis te esperamos en el vado. En marcha. ¡Hop! ¡Adelante!

Y chispearon las piedras, crujió ruidosamente la grava del camino y Federico se hundió en la oscuridad.

* * *

¡Oh, musa! canta; ¡la cabalgada de Federico Bullen! ¡Oh, musas, venid en mi ayuda para cantar los caballerescos varones, la sagrada empresa, las hazañas, la batida de los patanes malandrines, la terrible cabalgada y temerosos peligros de la flor de Bar Sansón! ¡Ah, musa mía! ¡Desdeñosa estás!… Nada quiere con este animal coceador y con su andrajoso jinete, y fuerza me es seguirlos en simple prosa.

Eran las dos; apenas alcanzara Rattlesnake Hill, y ya en aquel intervalo
Jovita
había hecho gala de todos sus vicios, y sacado a relucir todas sus habilidades.

Tres veces tropezó. Dos veces alzó el romo hocico en línea recta con las riendas, y resistiendo el freno y la espuela, echó a correr locamente a través de campos y sembrados.

Dos veces se puso de manos, y se dejó caer hacia atrás, y dos veces el ágil Federico tuvo que recurrir a todo su ingenio y buena estrella para recobrar su asiento.

Y una milla más adelante, al pie de una prolongada colina, estaba Rattlesnake Creek.

Federico sabía que allí le esperaba la prueba capital de su habilidad, si quería llegar al término de su jornada. Apretó los dientes, encajó sus rodillas en los costados de la yegua y cambió su táctica de defensa en una enérgica ofensiva.

Excitada y enardecida
Jovita
, emprendió el descenso de la cuesta.

El artificioso Federico fingía detenerla con represión manifiesta, y mentidos gritos de temor.

Inútil es añadir que
Jovita
en seguida emprendió vertiginosa carrera. Ni es necesario fijar aquí el tiempo empleado en el descenso; está inscrito en las crónicas de Bar Sansón.

Sólo diré que al cabo de un momento, parecióle a Federico que le salpicaba el barro de las inundadas orillas de Rattlesnake Creek.

Conforme a los planes de Federico, el empuje que había adquirido la llevó más allá del margen, y teniéndola a propósito para un gran salto, se lanzaron en medio de la impetuosa corriente del río.

Unos momentos de lucha, coceando y nadando, y Federico respiró ruidosamente, después de ganar la orilla opuesta.

El camino desde Rattlesnake Creek hasta Red Mountain era bastante bueno.

Sea porque el baño en Rattlesnake Creek hubiese templado su maligno ardor, o bien porque el arte con que Federico la condujo le hubiese demostrado la superior malicia de su jinete,
Jovita
ya no malgastaba su energía sobrante en vanos caprichos, y parecía haber adquirido una grave solemnidad.

Una vez tan sólo coceó con las piernas traseras, pero fue por la fuerza de la costumbre; otra vez se espantó, pero fue por una maldita vieja que se interpuso en el camino con un monumental cesto en la cabeza.

Fosos, montones de grava, trozos que emergían sembrados de fresca hierba, volaron bajo sus piernas que parecían infundidas de extraño vigor.

Empezó a resollar; una o dos veces tosió ligeramente, pero no disminuyeron su fuerza ni la velocidad de su carrera.

A las tres había pasado la Red Mountain y comenzaba el descenso hacia el llano.

Diez minutos más tarde, el cochero de la rápida diligencia
Pionner
fue alcanzado y dejado atrás por un «hombre sobre un caballo
pinto
», según expresión del conductor.

A las tres y media Federico se alzó sobre sus estribos y lanzó una exclamación.

Al través de rasgadas nubes brillaban las estrellas, y frente a él, más allá de la llanura, se alzaban dos agujas, dos astas de banderas y una silueta de objetos negros escalonados.

Federico sacudió sus espuelas y blandió su
riata
. Precipitóse
Jovita
, y un momento después penetraron a la carrera en Tuttleville, y pararon en la plaza de la Fonda de las Naciones.

Lo que ocurrió aquella noche en Tuttleville no forma, precisamente, parte de esta historia.

Pero sin pecar de prolijo puedo manifestar que, cuando
Jovita
hubo pasado a poder del somnoliento mozo de cuadra, a quien muy pronto le sacudió el sueño con un par de coces, Federico salió con el tabernero a dar una vuelta por el pueblo que dormía silencioso.

Las luces de unas pocas tabernas y casas de juego brillaban aún, pero evitando la tentación, pararon delante de varias tiendas cerradas, y llamando repetidamente después del consiguiente griterío, consiguieron hacer levantar de sus camas a los propietarios y obligándoles a desatrancar las puertas de sus almacenes y a exponer sus géneros a los importunos visitantes.

En algunos puntos no se pudieron librar de ciertas maldiciones, pero las más de las veces por interés o por necesidad se mostraron complacientes, y terminando la entrevista del modo más cordial.

Eran las tres cuando acabó esta ruta, y con un pequeño saco de goma impermeable, atado con correas a sus espaldas, Federico volvió a la posada.

Pero allí le acechaba la Belleza. La Belleza opulenta en encantos y ricos vestidos, persuasiva en el hablar y española en el acento.

En vano repitió la invitación del
Excelsior
.

El hijo de las sierras rechazó a la Belleza con gallardía, no sin mitigar el desaire con una sonrisa y su última moneda de oro.

Volvió a montar después, y emprendió su camino por la triste calle abajo, y luego por la llanura siempre lúgubre. Muy pronto la negra línea de casas, las aguas y el asta de bandera se perdieron en lontananza detrás de él, como si la tierra las hubiese tragado.

El tiempo había amainado. El aire era penetrante y frío, las siluetas de los cercanos mojones se percibían ya; eran las cinco y media cuando Federico alcanzó la iglesia de la Encrucijada en el camino del Estado.

Con objeto de evitar la rápida pendiente había tomado un camino más largo y de mayor rodeo, en cuyo lodo viscoso
Jovita
se hundía hasta las orejas a cada paso.

No era muy buena preparación para una seria subida de cinco millas; pero
Jovita
arremetió con su habitual, ciega e impetuosa furia, y media hora más tarde alcanzó la extensa llanura que conduce a Rattlesnake Creek: treinta minutos más, y llegaban a la meta.

Federico soltó ligeramente las riendas sobre el cuello de la yegua, excitóla con un silbido, y tarareó una canción.

Espantóse de pronto
Jovita
, y dio un salto que hubiera desmontado a un árabe.

Agarrado a las riendas, estaba un hombre que había saltado desde la cuneta y al mismo tiempo se alzaban ante él y en el camino un caballo y otro jinete en la oscuridad.

—¡Afloja tu bolsa, canalla! —dijo en voz de mando y con una blasfemia la segunda fantasma.

Federico sintió a la yegua temblar debajo de sí y como si fuese a caer desplomada.

Sabía lo que esto significaba, y se preparó.

—Apártate, Simón, te conozco, maldito bandido; déjame pasar o verás…

Dejó la frase sin terminar.

La yegua levantó las patas al aire con un salto terrible, sacudiendo del bocado a la persona que la había agarrado y descargó su mortal malevolencia contra el obstáculo detentor.

Una blasfemia rasgó los aires, sonó un pistoletazo, caballo y salteador rodaron por el suelo y un momento después
Jovita
estaba a cien metros de aquel funesto lugar.

Pero el brazo derecho del jinete, destrozado por una bala, colgaba inerte a su lado. Sin disminuir la velocidad, cambió las riendas a su mano izquierda.

Algunos momentos más tarde viose obligado a parar y a apretar la cincha, que, mal asegurada, podía estúpidamente lograr lo que no habían conseguido el peligro ni el ataque.

Esta operación requirió unos minutos de suprema angustia.

Sin embargo, no temía la persecución. Mirando al cielo, vio que las estrellas de oriente palidecían, y que las lejanas cumbres, perdida su espectral blancura, se destacaban ya con sombrías tintas sobre un cielo cada vez más argentino. El día se le venía encima.

Haciendo un heroico esfuerzo y completamente absorto en una sola idea, olvidó el dolor de su herida, y montando de nuevo corrió hacia Rattlesnake Creek.

Pero el aliento de
Jovita
era ya entrecortado, Federico vacilaba en la silla y el cielo se aclaraba ya del todo.

—¡Adelante! ¡Corre,
Jovita
! ¡oh, día, si pudiese detenerte con una mano!

En los últimos pasos sentía ya un zumbido en sus oídos.

El brazo del jinete desangraba más y más…

Al atravesar el camino por bajo de la colina, estaba deslumbrado y desvanecido y no reconoció el terreno que pisaba.

¿Había tomado un mal camino o era aquello Rattlesnake Creek?

Federico iba por el recto camino.

Pero el alborotado arroyo que algunas horas antes había vadeado, estaba desbordado, y las aguas invadían los campos vecinos, de modo que se interponía entonces como rápido e irresistible río entre él y Rattlesnake Hill.

Por primera vez en aquella noche, sintió Federico el corazón oprimido.

Todo fluctuaba ante sus ojos, y el río, la montaña y la temprana aurora giraban a su alrededor con velocidad vertiginosa.

Entonces los cerró, concentrándose en sí mismo para recobrar la conciencia que empezaba a vacilar.

En aquel breve intervalo, por algún fantástico procedimiento mental, el cuartito de Bar Sansón y el grupo del padre e hijo dormidos, apareció a su vista.

De repente abriéronse de nuevo sus ojos; tiró su levita, la pistola, las botas y la misma silla, ató fuertemente a sus espaldas el precioso lío; con las desnudas rodillas apretó los costados de
Jovita
, y tendido sobre el lomo del animal la azuzó hacia la corriente.

Un grito se alzó desde la orilla opuesta, mientras que la cabeza de un hombre y de un caballo se mostraban por algunos momentos sobre la batalladora corriente, para ser arrastrados luego fuera del río, por entre descuajados árboles y viscosas masas de lodo.

* * *

El fuego se había extinguido en el hogar. La vela de la habitación interior espiraba, y en la puerta dieron un fuerte aldabonazo.

El viejo despertó sobresaltado.

Descorrió precipitadamente el cerrojo, pero dando un grito retrocedió ante la choreante y deshecha figura que vacilaba en el umbral.

—¡Federico!

—¡Silencio! ¿Despertó ya?

—No; ¿pero… Federico?

—¡Calla, animal! Tráeme un poco de aguardiente, vivo.

Federico no se acordaba, por lo visto, de la escena de aquella misma noche, pues el viejo voló en su busca y volvió con… una botella vacía.

Si sus fuerzas se lo hubieran permitido, Federico hubiera blasfemado.

Titubeó, y agarrándose del tirador de la puerta, llamó con una señal al viejo mientras aseguraba el bulto de la espalda.

—Hay algo aquí en ese lío para Juanito. Quítamelo. A mí me es imposible.

Lleno de turbación, el viejo desató el lío y colocólo ante el pobre Federico, que estaba desfalleciendo.

—¡Ábrelo, en seguida!

Hízolo con dedos temblorosos.

Contenía tan sólo unos pobres juguetes, bastante baratos y toscos, pero relucientes de pintura y oropel. Inútil es decir que todos llevaban impresas las huellas de la odisea que habían seguido.

En efecto, uno de ellos estaba roto, otro estropeado por el agua irreparablemente, y sobre el último una mancha de sangre extendía su fatídico contorno.

—No parece gran cosa, en verdad —balbuceó Federico tristemente—. Pero es lo mejor que hemos podido hacer. Recíbelos, viejo, y pónselos en sus zapatos, y dile… dile… dile, sabes… me rueda la cabeza.

El viejo tomólo en sus brazos.

—Dile —añadió Federico sonriendo débilmente—, dile que San Nicolás ha venido.

Y de esta manera, manchado de lodo y sangre, casi desnudo, anonadado, andrajoso, con un brazo colgando inerte a su lado, San Nicolás llegó a Bar Sansón, y cayó desfallecido en el umbral de una mísera vivienda.

El sol extendía ya por el firmamento sus dorados rayos; elevóse dulcemente, y con inefable amor pintó de rosadas tintas los lejanos picachos.

Y el albor de Navidad acarició tan tiernamente a Bar Sansón, que la montaña entera, como sorprendida en una acción generosa, se sonrojó hasta las nubes.

LA SUERTE DE ROARING CAMP

Agitábase en conmoción Roaring Camp. Cuestión de riñas no sería, pues en 1850 no era esta novedad bastante para reunir todo el campamento. No solamente quedaron desiertos los fosos, sino que hasta la especería de Tut contribuía también con sus jugadores, quienes, como todos sabían, continuaron reposadamente su partida el día en que Pedro el francés y Kanaka Joe se mataron a tiros por encima del mostrador, frente mismo de la puerta. Formando compactos grupos estaban los vecinos reunidos ante una tosca cabaña, hacia el lado exterior del campamento. Se cuchicheaba con verdadero interés, y a menudo se repetía el nombre de una mujer, nombre bastante familiar en el campamento: Genoveva Sal.

Hablar de ella prolijamente sería contraproducente. Basta consignar que era una mujer grosera y desgraciadamente muy pecadora, pero al fin y al cabo la única mujer de Roaring Camp, que precisamente pasaba la crisis suprema en que su sexo requiere mayor suma de cuidados y atenciones.

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