Read Bocetos californianos Online
Authors: Bret Harte
Entonces Federico se levantó, y desperezóse diciendo:
—Ya estoy. Enséñanos el camino. En marcha.
Y con un salto y un aullido característicos, precediólos, saliendo afuera.
Al pasar por delante del hogar agarró un tizón encendido, acción que repitieron los demás de la partida, siguiéndolo de cerca, codeándose, y antes de que Daniel, el asombrado propietario de la droguería, conociera la intención de sus huéspedes, la sala estaba completamente desocupada.
Hacía una noche más oscura que boca de lobo. Las improvisadas antorchas se extinguieron a la primera racha de viento y únicamente los rojos tizones oscilando en las tinieblas como fuegos fatuos iluminaban vagamente el estrecho sendero.
Éste les conducía por la cañada del Pino arriba, a cuya entrada se escondía en la cuesta una ancha pero baja cabaña con un techo primitivo hecho de cañas y cortezas de pino.
Era el hogar del viejo y a la vez entrada de la mina en que trabajaba cuando lo hacía.
Una vez allí el acompañamiento, se paró un momento por delicada deferencia al anfitrión, que llegó de la retaguardia jadeante.
—Quizá hicieran ustedes bien en aguardar un segundo aquí fuera, mientras yo entro y veo si todo está corriente —dijo el viejo con una indiferencia que estaba muy lejos de su ánimo.
La indicación fue buenamente aceptada; la puerta se abrió y cerró tras del anfitrión, y sus compañeros, apoyando las espaldas contra la pared y cobijándose bajo el alero del tejado, esperaron con el oído atento.
Por algunos momentos no se oyó más sonido que el gotear del agua del alero y el de las ramas que luchaban contra el viento que las sacudía, crujiendo por encima de sus cabezas.
Los convidados principiaron a inquietarse y cuchichear indicaciones y sospechas que pasaron de boca en boca.
—Sospecho que para empezar ya me le ha roto la crisma.
—Le habrá metido en el túnel y allí le dejará emparedado, seguramente.
—Le tendrá en el suelo y estará sentada encima.
—Probablemente está hirviendo algo para echárnoslo; apartémonos de la puerta por lo que pudiera ser.
Pero en este momento el pestillo crujió, abrióse despacio la puerta, y una voz dijo:
—Entren a cubierto de la lluvia.
La voz no era la del viejo ni la de su mujer.
Era una voz infantil, cuyo débil timbre quebrantaba aquella ronquera antinatural, que sólo pueden dar la vagancia y el abuso prematuro del alcohol.
Apareció ante ellos la figura de un niño, cuya cara podía haber sido bonita y aun distinguida a no oscurecerla de por dentro las maldades aprendidas y a no haber impreso en ella su sello la suciedad y el abandono.
Su cuerpecito estaba envuelto con una manta, y se conocía que acababa de levantarse de la cama.
—Entren —repitió— y no hagan ruido. El viejo está allí hablando con madre —prosiguió señalando un cuarto adyacente, que parecía ser una cocina, desde la cual la voz del viejo llegaba en tono de clemencia.
—Suéltame —añadió el niño refunfuñando y dirigiéndose a Federico Bullen que le había agarrado envuelto en la manta y fingía quererle echar al fuego del hogar.
—¡Déjame, maldito viejo loco! ¿oyes?
Puesto así a raya Federico Bullen, dejóle en el suelo, mientras que los hombres entraron silenciosamente, colocándose en el centro del cuarto y alrededor de una larga mesa de toscas tablas.
Inmediatamente Juanito encaminóse con gravedad hacia un armario y sacó varios objetos que colocó sobre la mesa pausadamente.
—Ahí tienen ustedes aguardiente y bizcochos, arenques ahumados y queso —y en su camino hacia la mesa dio una dentellada a este último—. Y azúcar —sacó con mano muy sucia un puñado—. Hay también manzanas secas en la alacena; pero no me chocan. Las manzanas hinchan. Helo aquí todo —terminó—. Olvidábame el tabaco. Ahora a ello y sin temor: no hago caso de la vieja; al fin y al cabo, no me es nada ¡Ea, pues!
Y se retiró hacia el umbral de un reducido cuarto, apenas mayor que un armario, separado del cuarto principal por un tabique y que tenía una pequeña cama en su pequeño y oscuro recinto.
Se detuvo allí un momento de pie mirando la compañía, saliéndole los desnudos pies por debajo de la manta, y se despidió haciendo un ligero movimiento.
—¡Escucha Juanito! ¿Vas a acostarte otra vez? —dijo Federico.
—Sí, voy —respondió con decisión el interpelado.
—¿Pues qué tienes, vejete?
—No estoy bueno.
—¿Cómo?
—Tengo fiebre. Y sabañones. Y reuma —contestó Juanito.
Y se hundió entre las sábanas. Después de una pausa momentánea, añadió desde la oscuridad:
—Y el corazón me duele.
Sucedióse un silencio embarazoso. Los hombres se miraron entre sí y después al fuego.
A pesar del apetitoso banquete que se les presentaba, pareció que caían otra vez en el desaliento de la droguería de Daniel, cuando la voz quejumbrosa del viejo, incautamente elevada, llegó hasta la reunión de un modo bastante claro para ser oída.
—En esto te sobra la razón… Es mucha verdad… Claro está que lo son. ¡Una cuadrilla de borrachos y holgazanes!… y ese Federico Bullen es el peor de todos. ¿Es que no tiene juicio para venirse aquí, habiendo en casa un enfermo y sin que tengamos provisión de ninguna clase?… Ya se lo decía yo… Bullen, le he dicho, ¿es que estás borracho o loco para pensar tal cosa?… ¿Y a Conrado? ¿Cómo ha podido ocurrírsete convertir mi casa en un campo de Agramante, teniendo a mi niño enfermo? Es que quisieron venir, te digo. He aquí lo que debe esperarse de esta canalla del Bar.
Una carcajada homérica siguió a esta desgraciada manifestación.
En este momento, sea que fuera oída la risa en la cocina, o que la iracunda compañera del viejo hubiese apurado todos los restantes modos de expresar su desprecio e indignación, lo cierto fue que cerraron una puerta trasera con gran estrépito.
Todos permanecieron suspensos hasta que reapareció el viejo, ignorando por fortuna la causa del último estallido de hilaridad y sonriendo hipócritamente.
—Mi esposa ha tenido la idea de pasar un rato con la señora Mac Fadden —dijo a modo de explicación y con aire indiferente, al tomar asiento entre los comensales.
Y, cosa singular, se necesitó de este adverso incidente para aliviar el embarazo que la partida comenzaba a sentir, y su audacia natural se recobró con el regreso del anfitrión.
No intentaré contar los chistes del banquete de Nochebuena. Basta decir que la conversación se caracterizó por la exaltación intelectual, el cauteloso respeto, la meticulosa delicadeza, la precisión retórica y por el mismo discurso lógico y coherente que distinguen a estas varoniles reuniones en localidades más civilizadas y en donde reina el más fino trato social.
No se rompió un solo vaso a causa de no haberlos, ni se derramaron inútilmente licores por el suelo ni sobre la mesa, por la escasez de aquel artículo.
Sería casi media noche cuando fue interrumpida la fiesta.
—Es preciso callar —dijo Federico alzando la mano.
Era la quejumbrosa voz de Juanito, desde su dormitorio inmediato.
—¡Oh, padre!
El viejo se levantó apresuradamente introduciéndose en la habitación del enfermo. Al poco rato reapareció.
—El reuma le vuelve con fuerza —dijo— y necesita unas fricciones.
Tomó de la mesa la damajuana de aguardiente y la sacudió. Estaba vacía completamente.
Federico Bullen dejó su taza de hojalata con una risa forzada. Los demás hicieron lo propio.
El viejo examinó el contenido y dijo más animado:
—Me parece que hay bastante. Esperad un momento; vuelvo en seguida.
Y entró de nuevo en el cuartito, llevándose una camisa vieja de franela y el aguardiente.
Como la puerta quedó entreabierta, se oyó distintamente el siguiente diálogo:
—Dime, hijo mío, ¿dónde te duele más?
—Me duele todo. Ora aquí y ora ahí debajo; pero es más fuerte de aquí a aquí. Corre, padre, friega fuerte.
Y el silencio parecía indicar una viva fricción. Entonces, Juanito dijo:
—¿Pasas un buen rato allí fuera, padre?
—Sí, hijo mío.
—¿Es Navidad mañana, verdad?
—Sí, hijo mío. ¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor, frota un poco más abajo. ¿Y qué es Navidad? Dime: ¿por qué es tal fiesta?
—¡Oh, es un día!…
Aquí, al parecer, pudo más el dolor que la infantil curiosidad, pues hubo un silencioso intervalo, durante el cual el viejo continuó frotando. Al poco rato, Juanito continuó:
—Madre dice que en todas partes, menos aquí, todos se dan cosas unos a otros por ese día. Dice que hay un hombre que le llaman San Nicolás, ¿comprendes? Pero no un blanco, sino una especie de chino, que baja por la chimenea la noche antes de Navidad, dejando cosas a los niños como yo que han tenido cuidado de dejar allí sus botas. Eso… eso es lo que me quería hacer creer… Vamos, padre, ¿dónde estás frotando? Estás a un kilómetro del sitio… Dime: ¿no habrá inventado esto para hacernos rabiar a ti y a mí?… No frotes ahí… Contesta.
En medio del silencio nocturno que parecía cernerse sobre la casa, se oía claramente el murmullo de los cercanos pinos como arpas eólicas tañidas por el viento.
—Vamos, no seas así, padre, pues pronto me voy a poner bueno. ¿Qué hacen esos hombres ahí fuera?
El viejo entreabrió la puerta y miró distraídamente.
Los hombres estaban sentados en buena compañía, con unas cuantas monedas de plata sobre la mesa y una flaca bolsa de piel de gamuza en las manos.
—Están armando… algún juego. Ya se las arreglan —contestó a Juanito y volvió a sus fricciones.
—Me gustaría ser mano y ganar dinero —dijo reflexivamente Juanito, después de un corto silencio.
Por todo consuelo, el viejo repitió lo que a todas luces era para él estribillo eterno, es decir: que si Juanito quisiera esperar hasta que diesen con el filón, en la mina, tendría mucho dinero, y serían muy ricos.
—Sí —dijo Juanito—, pero no lo encuentras. Además, dar con él o que yo lo gane, es casi lo mismo. Al fin y al cabo, todo es cuestión de suerte. Pero es muy extraño lo de Navidad, ¿no es cierto? ¿Por qué la llaman Navidad?
Sea por deferencia instintiva a las preocupaciones de sus huéspedes, sea por un vago sentimiento de incongruencia, la contestación del viejo fue tan baja, que quedó aprisionada entre las paredes de la habitación.
—Sí —dijo Juanito, con interés ya algo decaído—. Me han hablado ya de
Él.
Basta, padre; no me hace, ni con mucho, tanto daño como antes. Ahora cúbreme bien con la manta y —añadió murmurando bajo la ropa— siéntate a mi lado, hasta que me duerma. ¿Oyes?
Y se compuso para descansar, no sin antes sacar una mano fuera de la manta y agarrar fuertemente a su padre por una manga con objeto de que no le burlase en su justa pretensión.
El viejo esperó pacientemente algunos minutos.
La inusitada tranquilidad de la casa excitó su curiosidad; con la mano desasida y sin levantarse, abrió cautelosamente la puerta y atisbó hacia la sala.
Con gran extrañeza, la vio oscura y vacía.
Pero en aquel instante un leño que humeaba en el hogar se rompió, y a la luz de su llamarada vio a Federico Bullen sentado junto a los amortiguados tizones.
—¡Hola!
Federico se sobresaltó, púsose de pie y fue hacia él, medio tambaleándose.
—¿Los compañeros dónde han ido?—dijo el viejo.
—Al momento vuelven por aquí. Han salido a fuera a dar un pequeño paseo. Les estoy esperando. ¿Qué miras tan fijamente, viejo? —añadió con risa forzada—, ¿vas a creer que estoy borracho?
Podía habérsele perdonado al viejo la suposición, pues los ojos de Federico estaban húmedos y su cara como un tomate.
Hízose un poco el remolón, y volvió a la chimenea. Bostezó, desperezóse, abrochó su levita, y dijo riendo:
—El vino no anda tan abundante como eso, viejo. No te levantes —prosiguió, cuando el viejo hizo un movimiento para librar su manga de la mano de Juanito—. No hagas cumplidos. Puedes quedarte ahí donde estás; me voy al instante. Ya están aquí.
Llamaron suavemente a la puerta.
Federico Bullen abrióla, con un ademán se despidió del viejo y desapareció.
El viejo le hubiera seguido a no ser por la mano que aún inerte le detenía fuertemente, no siendo fácil desprenderse de ella. Era pequeña, débil y flaca; pero quizá por ser pequeña, débil y demacrada cedió a su presión y, aproximando aún más la silla a la cama, apoyó sobre ella la cabeza, sorprendiéndole el sueño en esta actitud.
La habitación osciló y se desvaneció ante sus ojos; reapareció, se desvaneció de nuevo, oscurecióse y le dejó dormido del todo.
En tanto, Federico Bullen cerró la puerta, y se juntó a sus camaradas.
—¿Estás listo? —dijo Conrado.
—¡Listo! —dijo Federico—, ¿qué hora es?
—La una —contestó—, ¿puedes hacerlo? Son casi cincuenta millas entre ida y vuelta.
—Así me parece —contestó Federico brevemente—. ¿Está la yegua aquí?
—Bill y Jaime la tienen ya en el pinar.
—Pues que la guarden un momento.
Volvióse y entró otra vez cautelosamente en la casa.
Guiado por la débil luz de la vela que se corría y del amortiguado fuego, observó que la puerta del cuartito estaba abierta y se fue hacia ella de puntillas.
El viejo roncaba echado en su silla, con las piernas extendidas, la cabeza hacia atrás y el sombrero calado hasta las cejas.
A su lado, sobre una estrecha cama de madera, yacía Juanito envuelto estrechamente como una momia en la manta, que le tapaba todo, excepto una parte de la frente y una manecita cárdena y estirada que pugnaba inútilmente por entrar.
Federico Bullen avanzó un paso, titubeó y miró por encima del hombro la desierta sala.
Reinaba el silencio más profundo.
Con súbita resolución se inclinó sobre el dormido muchacho, separando con ambas manos sus grandes bigotes.
Mas, en el instante de hacerlo, un travieso soplo de aire que le acechaba, giró en torbellino por la chimenea abajo, reanimando el hogar y despidiendo viva claridad, de la que huyó Federico como asustado.
Sus compañeros le esperaban ya en el pinar.
Dos de ellos luchaban para sujetar en la oscuridad un ser extrañamente disforme, el cual a medida que Federico se acercaba, fue delineando su figura. Era la yegua.
El cuadrúpedo no tenía, en realidad, bonita estampa.