Bocetos californianos (23 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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—Adiós. No vuelva aquí, pero… Vaya al hotel esta noche.

Alargó su mano; el coronel se inclinó ante ella con galantería y se retiró.

—Estás segura —dijo la señora de Galba, ruborizada y confusa, mirando al suelo y como dirigiéndose a los rojos rizos, apenas visibles por entre los pliegues de su vestido—, ¿estás segura de que serás
güena
si te permito quedarte aquí en mi compañía?

—¿Y me dejarás llamarte mamá? —preguntó Carolina, mirándola fijamente.

—¡Y te dejaré que me llames mamá! —respondió
Lady Clara
con forzada sonrisa.

—Sí —dijo Carolina con energía.

Entraron juntas en el dormitorio, siendo la maleta lo que más pronto llamó la atención de Carolina.

—¿Pero, mamá, te vas otra vez? —dijo con una ojeada rápida e inquieta y agarrándose a su falda.

—No… —dijo mirando por la ventana la interpelada.

—Entonces es que solamente juegas a irte —dijo Carolina riendo—. Déjame, pues, jugar a mí también.

Asintió
Lady Clara
y Carolina voló al cuarto vecino, reapareciendo con una cajita, en donde comenzó gravemente a empaquetar sus vestidos.
Lady Clara
observó que no eran muchos. Algunas preguntas respecto de ellos dieron motivo a nuevas respuestas de la niña, que en pocos minutos pusieron a
la mamá
al corriente de su corto pasado. Pero para obtener esto, la señora de Galba viose obligada a tomar a Carolina en su regazo, acariciando a la terrible criatura.

Aun cuando ya
Lady Clara
no se interesaba en las declaraciones de Carolina, permanecieron todavía algún tiempo en esta situación. Abandonada a sus pensamientos y deslizando los dedos por entre sus rojos rizos, dejó que la niña desatase toda su charla.

—No me tienes bien, mamá —dijo Carolina finalmente después de cambiar una o dos veces de postura.

—¿Pues, cómo he de tenerte? —preguntó
la mamá
, riendo entre divertida e incomodada.

—Así —dijo Carolina, y enroscándose pasó un brazo por el cuello de la señora de Galba y descansó la mejilla en su seno—. De esta manera, ¿verdad?

Acomodóse nuevamente, acurrucóse como un gatito, cerró los ojos y quedó dormida.

Por un buen rato, la mujer permaneció silenciosa en aquella postura, atreviéndose apenas a respirar, y luego fuese por motivo de alguna oculta simpatía nacida del contacto, o Dios sabe por qué, empezaron a estremecerla ciertos pensamientos. Acordóse de un antiguo dolor que había resuelto apartar de su memoria durante años enteros; recordó días de enfermedad y desconfianza, días de punzante terror por algo que debió evitar… y que evitó con horror y pesar mortales; pensó en un ser que podría haber existido… también ella hubiera tenido un hijo de la edad de Carolina. Los brazos que se juntaban indiferentes en torno de la dormida criatura, comenzaron a temblar y a estrecharla convulsivamente. Y después, con un impulso profundo, potente, prorrumpió en sollozos, y atrajo hacia su seno a la niña una y otra vez, como si quisiese sustituirla a la que allí había guardado en otro tiempo. De este modo, la borrasca que la estremecía pasó deshaciéndose en un copioso llanto.

Algunas lágrimas cayeron sobre los rizos de Carolina, que se movió inquieta en su sueño. Pero otra vez la tranquilizó. ¡Era tan fácil hacerlo entonces! Y permanecieron allí tan silenciosas y solitarias, que parecían formar parte de la solitaria y silenciosa morada. Sin embargo, como en esta última, alegremente iluminada por los rayos del sol, la apariencia de soledad y abandono no llevaba consigo la decadencia, la desesperación ni el abandono.

En el hotel de Fiddletown, el coronel Roberto esperó en vano toda aquella noche, y a la mañana siguiente, cuando el señor Galba regresó a su casa, la encontró vacía, sin habitantes y sin huella alguna del drama del día anterior.

II

Al tenerse noticia de que la señora de Galba había huido definitivamente, llevándose la hija de su marido, se conmovió todo Fiddletown, suscitándose sobre el caso diversidad de pareceres.
El Noticiero
de Dutch Flat, aludía abiertamente el «rapto violento» de la niña, con la misma desenvoltura y severidad con que había criticado las producciones de la poetisa. El público del sexo de
Lady Clara
, y una fracción del sexo opuesto, formado, sin embargo, por personas de poco carácter, adoptaba la opinión de tal periódico. Pero los más no deducían del acto consecuencias morales; les bastaba saber que la raptora había sacudido de sus primorosas zapatillas el encarnado polvo de Fiddletown; lamentaban más bien su pérdida que el crimen cometido. Pronto se desentendieron de Galba, el ofendido esposo y padre desconsolado, y pusieron en duda la sinceridad de su dolor; pero guardaron su cómica compasión para el coronel Roberto, abrumando a este hombre, hombre excelente, con intempestiva simpatía manifestada en las tabernas, salones públicos y otros lugares no menos inadecuados para demostraciones de tal género.

—Coronel, siempre fue inconstante esa mujer —decía un amigo compasivo, con afectado interés y plañidero tono—, y es natural que un día se haya escapado del animal de su marido; pero que le deje a usted, coronel, que realmente le haya burlado, esto es lo que no me puedo acabar. Y andan por ahí diciendo que estuvo usted rondando por el hotel toda la noche, y que se paseó por aquellos corredores y subió y bajó las escaleras, y como alma en pena vagó por aquella plaza, ¡y todo ello inútilmente!

Otro amigo no menos generoso y compasivo, vertió nuevo bálsamo en las heridas del chasqueado galán.

—Imagínese que esos deslenguados de por ahí pretenden que la señora consiguió de usted que cargase con su maleta y la niña desde la casa hasta el despacho de la diligencia, y que el galán que se marchó con ella le dio las gracias, ofreciéndole unas monedas y que le ocuparía a la primera ocasión porque le gustaba su trato… ¿por supuesto, que todo ello será una burda invención? Claro; ya sabré yo contestar a esos juzgamundos. Me alegro de haberle encontrado, pues la mentira corre que es una bendición.

Pero, felizmente para la reputación de
Lady Clara
, el criado chino de su marido, único testigo ocular de la fuga, refirió que sólo la acompañaba la niña. Añadió que, obedeciendo a sus órdenes, había hecho parar la diligencia de Sacramento y ajustado asiento para ambas, hasta San Francisco. La verdad es que el testimonio de Ah-Fe no era de ningún valor legal; sin embargo, nadie le puso tacha alguna.

Incluso los que más dudaban de la veracidad pagana, reconocieron en este caso la más desinteresada indiferencia por parte del chino. Y con todo, a juzgar por un pasaje hasta ahora desconocido de esta verídica crónica, se equivocaban de medio a medio.

Unos seis meses habían transcurrido desde la desaparición de la bella heroína. El chino trabajaba un día, como de costumbre, en el terreno de Galba, cuando dos mineros compatriotas suyos que pasaban provistos de largos palos y cestos, lo llamaron. Se entabló animada conversación entre Ah-Fe y sus hermanos mongoles, una de esas conversaciones características, parecidas a una disputa por sus precipitados chillidos, que hacen la delicia y provocan el desprecio de los inteligentes europeos, que no comprenden una sola palabra de aquellas elucubraciones. Así por lo menos juzgaban su jerigonza pagana el señor Galba, desde su mirador y el coronel Roberto que se acertaba a pasar. Este último los sacó lisa y llanamente de su camino con un puntapié, y el irritado Galba, con una blasfemia, tiró una piedra al grupo y lo alejó, pero no antes de que hubiesen trocado una o dos tirillas de papel de arroz amarillo con jeroglíficos y de pasar a manos de Ah-Fe un pequeño envoltorio. Abriólo Ah-Fe en la soledad de su cocina, y descubrió un delantal de niña, recientemente lavado y planchado. Llevaba en el ángulo del dobladillo las iniciales C. T. Escondiólo el chino en un pliegue de su blusa, y prosiguió lavando sus platos en el fregadero con cándida sonrisa de contento.

Unos días después, Ah-Fe se presentó a su señor.

—Yo no gustar Fiddletown: Yo muy enfermo. Yo marchar.

Galba lo mandó a todos los diablos. Ah-Fe lo contempló plácidamente y retiróse decidido a poner en práctica su propósito.

Con todo, antes de marcharse de Fiddletown, encontróse por casualidad al coronel Roberto y se le escaparon algunas frases incoherentes que interesaron al militar. Cuando hubo terminado, el coronel le entregó una carta y una pesada moneda de oro.

—Si me trae una contestación duplicaré esto: ¿entiende, Ah-Fe?

Movió afirmativamente la cabeza. Otra entrevista tuvo lugar entre Ah-Fe y otro caballero, el joven editor de
El Alud
, entrevista igualmente casual y con idéntico resultado. Sin embargo, siento verme obligado a manifestar que al ponerse en camino, Ah-Fe rompió tranquilamente el sello de ambas cartas, y después de intentar leerlas al revés y de lado, las dividió por fin en cuadritos primorosamente cortados, y en tal disposición los vendió por una bagatela a un hermano amarillo con quien durante su camino tropezó. No es para descrita la pesadumbre del coronel Roberto al descubrir en la cara blanca de uno de estos cuadritos, que llegó a sus manos con la ropa blanca de la semana, la cuenta de su lavandero, y al adquirir el convencimiento de que los restantes trozos de la carta circulaban por igual método entre los clientes del lavadero chino de Fiddletown. No obstante, tengo la firme creencia de que este abuso de confianza encontró cumplido castigo en las dificultades que acompañaron la peregrinación de Ah-Fe.

Al dirigirse a Sacramento, fue por dos veces arrojado de la vaca de la diligencia abajo, por un caucasiano civilizado, pero borracho a más no poder, a quien la compañía de un fumador de opio hería en lo más vivo su dignidad. En Hangtown, un transeúnte le cascó para dar una sencilla prueba de la supremacía del blanco. En Dutch Flat le robaron manos muy conocidas por motivos también ignotos. En Sacramento lo arrestaron por sospecha de ser esto o lo otro y lo pusieron en libertad después de una severa reprimenda, probablemente porque no era lo que buscaban y entorpecía de esta manera el curso del procedimiento incoado. Ya en San Francisco, lo apedrearon los niños de las escuelas públicas; pero evitando cuidadosamente estos templos de la ilustración y del progreso, llegó por fin en relativa seguridad a los barrios chinos, donde los abusos contra él quedaban al menos inscriptos en los libros policíacos y arrostraban casi siempre la merecida sanción.

Sin pérdida de tiempo logró entrar en el lavadero de Chy-Fook como asistente, y el viernes próximo fue enviado con un cesto de ropa limpia a los varios clientes de la empresa.

Era una de esas tardes de nieblas, uno de estos días descoloridos, grises, que desmienten el nombre del verano para cualquiera, excepto para la exaltada imaginación de los ciudadanos de San Francisco. Ah-Fe trepaba por la larga colina de la calle de California, barrida por el viento; no se sentía la temperatura ni se distinguía el color en la tierra ni en el cielo; ni luz al exterior ni sombra por el interior de los edificios, sólo sí un tinte gris, monótono, universal, que se cernía por todas partes. Una febril agitación reinaba en las calles barridas por el viento, y en las casas reinaba una profunda quietud. Cuando el chino hubo llegado a la cima de la cuesta, la colina de la Misión se ocultaba ya a su vista y la fresca brisa del mar le daba escalofrío. Descargóse de su cesto para descansar. Probablemente para su limitada inteligencia y desde el punto de vista pagano, el «clima de Dios», como solemos llamarlo, no brindaba con las dulzuras, suavidad y misericordia que se le atribuyen. Quizá el buen hijo del cielo confundiera ilógicamente los rigores de la estación con los de sus perseguidores, los niños de las escuelas, que libres a esta hora del instructivo encierro, eran mucho más audaces y atrevidos. De manera que siguió su camino apresuradamente, y volviendo una esquina, detúvose por fin delante de una casa y penetró decididamente en ella.

Precedida la casa en cuestión de un mezquino plantío de arbustos, con su terraza al frente, tenía por encima de ésta un feo balcón que quizá no había sido utilizado en la vida. Ah-Fe tiró de la campanilla; apareció una criada; echó una mirada a su cesto y lo admitió con repugnancia como si fuera un animal doméstico, molesto pero imprescindible. Ah-Fe subió silenciosamente las escaleras, entróse hacia el aposento delantero, dejó el cesto y esperó en el umbral.

Una mujer sentada a la fría y agrisada luz de la ventana, con una niña en la falda, levantóse con indiferencia y se fue hacia el visitante. Inmediatamente, reconoció Ah-Fe a la señora de Galba, pero no se alteró ni un sólo músculo de su cara, ni sus oblicuos ojos se animaron al encontrarse plácidamente con los de su ex ama. Evidentemente, ella no lo reconoció, pues empezó a contar las piezas de ropa que llevaba. Pero la niña, examinándolo con curiosidad, profirió de repente un repentino grito de júbilo:

—¡Pero mamá, si es John! ¿No le conoces? Es el chino que teníamos en Fiddletown.

Los ojos hirientes de Ah-Fe brillaron por un instante con eléctrica conmoción. La niña palmoteó y le agarró por el vestido. El chino exclamó:

—Yo, John, Ah-Fe, todo es uno. Yo conocer a ti. ¿Qué tal va?

La señora de Galba dejó caer con espanto la ropa y miróle fijamente.

Como no sentía para él el cariño que avivaba la percepción de Carolina, no podía distinguirlo aún de sus congéneres. En un momento recordó la pasada pena, y con vaga sospecha de un peligro inminente, le preguntó cuándo se había marchado de la casa de su amo.

—¡Oh, mucho tiempo! Yo no gustar Fiddletown. No gustar Tlevelick. Gustar San Flisco. Gustar lavar. Gustar Carolina.

Agradó a la señora de Galba el laconismo de Ah-Fe, así es que no se detuvo a reflexionar la influencia que tenía en su buena intención y sinceridad el imperfecto conocimiento del idioma de Shakespeare. Pero dijo:

—Ruégole no diga a nadie que me ha visto.

Y sacó su limosnero.

El chino, sin mirarlo, vio que estaba casi vacío; sin escudriñar el aposento, observó que estaba pobremente amueblado, y sin apartar su vista del techo, notó que la señora y Carolina vestían con la mayor pobreza. No obstante, debo confesar que los largos dedos de Ah-Fe apretaron de firme el medio dólar que aquélla le alargó.

Empezó luego a registrar los pliegues de su blusa entre extrañas contorsiones y muecas. Después de algunos momentos, sacó de Dios sabe dónde un delantal de niña, que colocó sobre el cesto, diciendo:

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