Bocetos californianos (25 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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La luna de miel fue corta, y terminó con un incidente inesperado. Durante el viaje de bodas, confiaron a una hermana del coronel Roberto el cuidado de la niña. Al regresar a la ciudad, la señora de Ponce determinó inmediatamente visitar a la guardadora para traerse la niña a casa nuevamente.

Pero su marido, desde hacía algún tiempo daba muestras de inquietud que se esforzaba en vencer por medio del uso repetido de bebidas fuertes. Al fin se decidió, abrochóse estrechamente la levita, y después de pasear el cuarto una o dos veces con paso inseguro, detúvose de repente ante su esposa con aire de autoridad.

—Hasta el último momento —dijo el coronel con labio balbuciente y afectada majestad que aumentaba su miedo interior— he diferido, es decir, he suspendido la revelación de un hecho que creo comunicándotelo cumplir con mi deber. Todo con objeto de no nublar el sol de nuestra mutua felicidad… para no marchitar nuestras tiernas promesas en flor, ni oscurecer el cielo conyugal con una explicación desagradable, pero debo hacerlo… ¡vive Dios!… Señora… debo hacerlo hoy. ¡La niña no está ya aquí!

—¡Cómo! —exclamó la señora de Ponce con sorpresa.

Algo había en el tono de su voz, en el repentino estrabismo de sus pupilas, que en un momento disipó los vapores alcohólicos en la cabeza del coronel y encogió su gallarda figura.

—Me explicaré en cuatro palabras —dijo moviendo la mano en ademán conciliador—, me explicaré. El… el… el… melancólico suceso que precipitó nuestra felicidad, la misteriosa Providencia que te libertó, libertó también a la niña. ¿Comprendes? Libertó a la niña. En el momento de morir Galba, el parentesco que por él te unía desapareció también. La cosa es clara como la luz. ¿De quién es la niña? ¿De Galba? Éste ha muerto y la niña no puede pertenecer a un muerto. Es una solemne tontería pretender que pertenece a un muerto. ¿Es hija suya? ¿No? ¿De quién, pues? La niña pertenece a su madre. ¿No es eso?

—¿Dónde está? —dijo la señora de Ponce con voz concentrada y pálido rostro.

—Todo lo explicaré. La niña pertenece a su madre. De eso no cabe duda alguna. Soy abogado, legislador y ciudadano de la Unión. Mi deber como abogado, legislador y ciudadano de la Unión, es restituir la niña a su afligida madre… cueste lo que costare.

—Pero, ¿dónde está? —repitió la señora de Ponce, fija todavía la vista en el semblante del coronel.

—Pues, en camino para reunirse con su madre; partió ayer en el vapor, con rumbo al Este y transportada por favorables vientos hacia aquélla que, sin duda, la espera con los brazos abiertos.

La señora de Ponce permaneció inmóvil. El coronel sintió que su pecho se encogía poco a poco, pero apoyóse contra una silla, y se esforzó en ostentar una galantería caballeresca unida a la severidad del togado.

—Señora, honran sobre manera a su sexo, pero es preciso también considerar los sentimientos, la situación de una madre, y, al propio tiempo, mi misma situación.

El coronel hizo aquí una pausa y, sacando un pañuelo blanco, lo pasó descuidadamente sobre su pecho y luego se sonrió cínicamente a través de sus bordados pliegues.

Luego añadió:

—¿Por qué una leve sombra ha de nublar la armonía de dos almas que mueve un solo pensamiento? ¡Ciertamente, la niña es hermosa, es buena, pero, al fin y al cabo, es hija de otro! Fuese la niña, Clara, pero no todo se fue con ella. ¡Clara, considera, querida, que siempre me tendrás a mí a tu lado!

Clara se levantó con energía.

—¡Usted! —gritó con una nota de pecho que hizo vibrar los cristales—. ¡Usted, con quien me casé para que mi querida niña no muriese de hambre! ¡Usted, perro al que llamé a mi lado para alejar de mí a los hombres! ¡Usted!…

No pudo continuar. Precipitóse en el cuarto vecino, que ocupaba Carolina; luego pasó rápidamente a su propio dormitorio, y apareció de repente ante él, erguida, amenazadora, con un fuego abrasador en los pómulos, fruncidas las cejas y contraída su garganta. Parecióle al coronel que su cabeza se achataba y se deprimía su boca como la de un ofidio.

—¡Roberto! —dijo con voz ronca y enérgica—. ¡Oiga, coronel! Si desea alguna vez fijar su vista en mí, tráigame antes a la niña. Si alguna vez quiere hablarme o acercarse, tiene que devolvérmela. Donde ella esté, estaré yo, ¿oye? ¡Allá donde ella ha ido, me encontrará a mí!

Y otra vez pasó por delante de él furiosa, echando hacia fuera los brazos desde los codos abajo, como si se librase así de vínculos imaginarios, y, penetrando en su cuarto, cerró la puerta y dio vuelta a la llave con violencia.

El coronel Roberto, aunque no era cobarde, sentía por una mujer enojada un miedo supersticioso; retrocedió para dejarle libre el paso y fue a rodar impotente por el canapé. Allí, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vez en cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que, por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcohol ingerido.

Mientras tanto, la señora de Ponce recogía excitada sus joyas y hacía su maleta, como ya otra vez la había hecho en el transcurso de su accidentada existencia. Quizá un recuerdo de aquella escena vagaba por su mente, pues repetidas veces se detuvo para apoyar las encendidas mejillas en su mano, como si otra vez debiese aparecer la figura de la niña, de pie en el umbral y repitiendo con voz angelical la consabida pregunta de «¿es mamá?». Mas este nombre le atormentaba ahora cruelmente. Apartólo de su imaginación con un rápido y apasionado gesto y enjugó una lágrima que rodaba por sus mejillas.

Después quiso la casualidad que, removiendo sus ropas, diese con una zapatilla de la niña, con una de las cintas estropeada. Un agudo grito salió de su pecho, el primero que había proferido aquel día, y la estrechó contra sí, besándola apasionadamente una y otra vez; mecióla con ese movimiento maternal propio de la mujer, y después la llevó hasta la ventana, para verla mejor a través de las lágrimas que nublaban sus pupilas. De repente sufrió un fuerte ataque de tos que intentó ahogar llevando el pañuelo a sus labios rojos como la grana. Y luego sintió que desfallecía; parecióle que la ventana huía delante de ella, que el suelo se hundía bajo sus pies, y tambaleándose llegó a la cama, cayó boca abajo sobre ella, estrechando convulsivamente contra su pecho el pañuelo y la zapatilla. Su rostro estaba horriblemente pálido, las órbitas de sus ojos se oscurecían, y en sus labios primero, luego en su pañuelo y por fin sobre el blanco cubrecama aparecieron unas gotas de sangre.

Levantóse el viento con fuerza, sacudió las celosías y agitó las blancas cortinas de un modo fantástico; luego, una niebla gris se deslizó suavemente por encima de los tejados, acariciando las paredes barridas por el viento y envolviéndolo todo en luz incierta e imponente quietud…

* * *

Clara yacía inmóvil; a pesar de todas sus desdichas, era una bellísima desposada, pero al otro lado de la puerta cerrada con cerrojo, el coronel roncaba con violencia en su lecho improvisado.

IV

El pequeño pueblo de Génova, en el Estado de Nueva York, ponía de manifiesto la semana anterior a la Navidad del año 1870, aún más que de costumbre, la amarga ironía del nombre que le dieron sus fundadores. Una copiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos de telégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana, arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en la casa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes de las mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscuras de sus vías. Las naves de las cuatro principales iglesias de la ciudad, se alzaban abruptas rompiendo la línea de las casas, y escondían en el bajo torbellino sus deformes torres. Cerca de la estación, la nueva capilla metodista, semejante a una enorme locomotora, precedida, a manera de salvavidas, de su piramidal escalinata, parecía esperar que algunas casas se le agregaran para irse a un lugar más placentero. Y el orgullo de Génova, el gran Instituto Crammer, para señoritas, dominaba la avenida principal con su extraña fachada de ladrillo y su alta y majestuosa cúpula. Desde cualquier punto de la ciudad, se divisaba fácilmente el Instituto Crammer; así es que, bajo este punto de vista, no desmentía su carácter de establecimiento público en el que no faltaba nunca un visitante en su escalera y una cara bonita asomada a sus ventanas.

El silbido de la locomotora del expreso septentrional de las cuatro atrajo a la estación a muy poca de su habitual y desocupada concurrencia. Sólo un pasajero bajó y se dirigió en el solitario trineo hacia el Hotel de Génova. En seguida el tren huyó indiferente como todos los trenes expresos, por la curiosidad humana; volvió el vacío furgón de equipajes a su cochera y el jefe de la estación cerró la puerta con llave y se fue a retiro.

El chillido de la locomotora despertó la culpable conciencia de tres señoritas del Instituto Crammer que en aquel momento se regalaban en una calle vecina, en la dulcería de doña Brígida, comiendo pasteles. Las reglas del Instituto dejaban amplio desarrollo a la naturaleza física y moral de sus alumnas; en público se conformaban con sus excelentes reglas de dieta, pero privadamente se permitían extrarreglamentarios festines con las golosinas de su abastecedor particular del pueblo; asistían a la iglesia con formalidad ejemplar, pero coqueteaban durante el oficio divino con la dorada juventud del pueblo; en las clases recibían severa y moral instrucción y durante el asueto devoraban las novelas más edificantes. El fruto de esta doble enseñanza era una agrupación de jóvenes robustas, alegres y encantadoras que daban al Instituto infinito crédito. Doña Brígida, a pesar de que le debían importantes sumas, alababa el buen humor y belleza juvenil de sus parroquianas y declaraba que la vista de estas señoritas la rejuvenecía, pero se sospechaba de ella que favoreciese sin escrúpulos las clandestinas incursiones que aquellas hacían.

—¡Amigas! las cuatro; si no estamos de vuelta para las oraciones, daremos que hablar —dijo levantándose la más alta de estas vírgenes locas, muchacha de nariz aguileña y maneras resueltas que revelaban a la inteligente directora del cotarro.

—¿Tienes los libros, Adelaida?

Adelaida enseñó debajo de su impermeable tres libros de no muy santa apariencia.

—¿Y las provisiones, Carolina?

Carolina mostró de su saquito un paquete de aspecto sospechoso.

—Todo está corriente. Chicas, en marcha. Póngalo en la cuenta —añadió saludando con la cabeza a la huéspeda, mientras se adelantaban hacia la puerta—. Le pagaré cuando llegue el trimestre a mi poder.

—No, Catalina —repuso Carolina, sacando su portamonedas—, déjame pagar, me toca a mí.

—De ninguna manera —dijo Catalina, arqueando soberanamente sus negras cejas—, ya sé que tienes ricos parientes en California que te envían puntualmente fondos, pero no quiero permitirlo. Vamos, chicas, ¡adelante!

Al abrir la puerta, una fuerte ráfaga de viento penetró violentamente en la tienda, lo cual asustó a la bondadosa doña Brígida.

—¡Por Dios, señoritas, no deberían ustedes salir con este tiempo! Será mejor que me dejen mandar un recado al Instituto y les arreglaré aquí una buena cama.

Mas la última frase se perdió en el coro de chillidos medio ahogados que arrojaban las niñas, agarradas de la mano, lanzándose en mitad del temporal, y muy pronto fueron envueltas en el torbellino huracanado.

Anochecía, y las breves horas de aquel día de diciembre, que no alumbraban los vivos colores de la puesta del sol, terminaban rápidamente. La temperatura era fría por demás y en el aire giraban densos copos de nieve. La inexperiencia, y sobre todo los bríos de la juventud, daban a las muchachas resolución; pero osaron atravesar el campo por un atajo para evitar los recodos de la calle Mayor, y la risa expiró en sus labios y las lágrimas comenzaron a apuntar en los ojos de Carolina. Retrocedieron, y al llegar al camino, estaban abrumadas de fatiga.

—Volvámonos —dijo Carolina.

—No nos sería posible ya atravesar otra vez el campo —dijo Adelaida.

—Parémonos, pues, en la primera casa —repuso aquella.

—La primera casa —dijo Adelaida, mirando a través de la naciente oscuridad—, es del squire Robinson —dijo, y echó a Carolina una mirada picaresca que hasta en su inquietud y miedo hizo que las mejillas de la niña se tiñeran de carmín.

—¡Eso es! Sí —dijo Catalina irónicamente—, por supuesto, detengámonos en casa del squire, y nos convidará a cenar, y luego nos llevará a casa en coche tu querido amigo Enrique, con formales excusas del señor Robinson, suplicando que por esta vez se nos perdone. No —prosiguió Catalina con repentina energía—, eso puede que te plazca a ti; pero yo me vuelvo como he venido, por la ventana, o bien me quedo en este mismo lugar.

Y cayó repentinamente sobre Carolina, que lloraba sobre un montón de nieve, y la sacudió con fuerza.

—Luego dormirás. ¡Chito! ¡Callemos! ¿Qué es eso?

Se oían los cascabeles de unas colleras y en la oscuridad venía hacia ellas un trineo con un solo conductor.

—Escondámonos, chicas: si es alguien que nos conozca, estamos perdidas.

Afortunadamente, no lo era, y antes de que pudiesen poner por obra su pensamiento, una voz desconocida a sus oídos, pero bondadosa y de agradable timbre, preguntó si podía serles útil en alguna cosa. Era un hombre envuelto en una hermosa capa de piel de foca, cubierta la cabeza por una gorra de la misma piel, y con la cara medio tapada por una bufanda también de pieles, dejaba ver solamente unos largos bigotes y dos ojos negros de gran viveza.

—Es un hijo del viejo San Nicolás —dijo en voz baja Adelaida.

Las muchachas, conversando en voz natural, recostadas en el trineo, recobraron su anterior tranquilidad.

—¿A dónde voy a llevar a ustedes? —dijo tranquilamente el incógnito sujeto.

Hubo, entre ellas, una rápida consulta, y por fin, Catalina dijo con decisión:

—Al Instituto Crammer.

Ascendieron en silencio la cuesta hasta que el largo y ascético edificio se destacó ante ellas. El desconocido tiró repentinamente de las riendas y preguntó:

—¿Por dónde entran ustedes? Ustedes saben el camino mejor que yo.

—Por la ventana posterior —dijo Catalina con repentina y asombrosa franqueza.

—¡Ya comprendo! —contestó el extraño guía sin inmutarse.

Y apeándose al momento, quitó de los caballos los sonoros cascabeles.

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