Read Bocetos californianos Online
Authors: Bret Harte
«Las puertas de mi casa no están cerradas para el forastero; el jarrón de arroz está a la izquierda y los dulces a la derecha de la entrada.
»El maestro dio estas dos sentencias:
»La hospitalidad es la virtud del hijo y la sabiduría de los padres.
»El cuerdo es tierno de corazón; después de recogida la cosecha, celebra una fiesta.
»Si ves al forastero en tu cercado de melones, no le observes muy de cerca; dejar de atender es, a menudo, la más alta forma de sabiduría.
»Felicidad, paz y prosperidad—.
Hop-Sing.
»
Me veo obligado a confesar que, después de una traducción muy libre, me encontré en grave aprieto para llevar a inmediata ejecución el mensaje que se me dirigía. Por sabios y juiciosos que fuesen los citados adagios, me quedé, como vulgarmente se dice, en ayunas, respecto a lo que quería indicarme Hop-Sing, el más sombrío de todos los humoristas, como buen filósofo chino. Por fortuna, descubrí un tercer papel, doblado en forma de esquela, que contenía algunas palabras en inglés, escritas con letra corrida de Hop-Sing. Decían:
«Espera que honrará usted con su asistencia el número… de la calle de Sacramento, el viernes próximo a las ocho de la noche—.
Hop-Sing.
»
«Una taza de té a las nueve en punto.»
Eso me dio la clave de todo. Se trataba de una visita al almacén de Hop-Sing, la apertura y exposición de algunas raras curiosidades y novedades chinas, una sesión en el despacho posterior de la casa, una taza de té, de bondad desconocida fuera de estos sagrados lugares, cigarros y una visita al teatro o templo budista. En efecto, éste era el programa favorito de Hop-Sing cuando estaba en el ejercicio de su hospitalidad, como agente principal o superintendente de la Compañía Ning-Fu.
El día prefijado y a las ocho en punto entraba en el almacén de Hop-Sing. La casa estaba embalsamada de ese misterioso olor, agradable e indefinible, de los géneros extranjeros; veíase allí la acostumbrada exposición de objetos de apariencia rara, la interminable procesión de lozas y porcelanas, la caprichosa hermandad de lo grotesco y de lo matemáticamente acabado y exacto, las manifestaciones sin fin de la frivolidad frágil; la falta de armonía cromática, cada cosa con su coloración extraña y peculiar. Enormes cometas en forma de dragones y gigantescas mariposas; otras tan ingeniosamente dispuestas, que a intervalos lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del halcón; algunas tan grandes que era imposible que ningún muchacho pudiera dominarlas, tan grandes que hacían comprender el por qué en China echar las cometas es una diversión para los mayores; mitología de porcelana y bronce tan desastrosamente fea que, por la misma imposibilidad de serlo, no despertaban ni simpatía humana ni sentimiento alguno de piedad; jarros de dulce cubiertos completamente por pensamientos morales de Buda y de Confucio; sombreros que se parecían a cestos, y cestos que se parecían a sombreros; sedas tan tenues y delicadas que no me atrevo a decir el increíble número de yardas cuadradas que podrían atravesar a la vez un anillo infantil. Estos y muchos otros objetos indescriptibles me eran conocidos. Proseguí mi camino a través del almacén parcamente alumbrado, hasta llegar al despacho posterior o salón, donde encontré a Hop-Sing que me recibió con su afabilidad peculiar.
No entraré en su descripción sin que el lector ilustrado deseche de su mente toda suerte de ideas que acerca de los chinos pueda haber adquirido en obras y representaciones tendenciosas. No vestía sus piernas con festoneados calzoncillos llenos de campanillas, jamás he encontrado un chino que los llevase, no adelantaba constantemente su dedo índice extendido en ángulo recto con el cuerpo, ni siquiera lo he oído jamás proferir la misteriosa frase
Ching a ring a ring chaw
, ni bailaba como aquéllos a la más leve indicación. Más bien era, en conjunto, un caballero grave, decoroso y de toda respetabilidad. Su color, que se extendía por toda la cabeza hasta su larga trenza, se parecía al de un hermosísimo papel agarbanzado y lustroso, y eran sus ojos negros y penetrantes. Tenía nariz recta y delicadamente formada, la boca pequeña, los dientes menudos y limpios, y cejas inclinadas en ángulo de quince grados. Su vestido característico era una blusa de seda azul oscuro, y para la calle, en días fríos, una corta chaqueta de piel de astracán. En las piernas no llevaba más que unas polainas de brocado azul estrechamente ceñidas a las pantorrillas y tobillos; hubiérase dicho que aquella mañana se le había olvidado ponerse los pantalones, pero eran tan señoriles sus modales, que disimulaban por completo la pretendida falta de aquéllos. Aunque de gravedad espartana, era persona fina y hablaba con facilidad el inglés y el francés. En suma, dudo que hubieran ustedes podido encontrar a otro igual a este tendero pagano entre los cristianos de su clase en San Francisco. Algunas personas más había allí. Un juez de la Audiencia Federal, un oficial superior del Gobierno, un rico comerciante y un editor. Luego que hubimos bebido nuestro té y probado algunos dulces de un artístico jarrón, Hop-Sing se levantó, y haciendo gravemente seña de que lo siguiéramos, indicónos que bajásemos al sótano con él. Una vez allí, nos sorprendió verlo brillantemente iluminado y con algunas sillas dispuestas en círculo sobre el liso pavimento. Después que nos hubo hecho sentar, dijo ceremoniosamente:
—He invitado a ustedes a presenciar un espectáculo que puedo asegurarles que jamás extranjero alguno habrá visto, fuera de ustedes. El prestidigitador de la corte, De-Hinchú, llegó ayer mañana. Nunca ha dado función fuera del palacio; sin embargo, le he pedido que divirtiera a mis amigos esta noche y ha accedido gustoso. Para sus juegos no necesita de teatro, tablas, accesorios, ni auxiliar alguno, sino sólo de lo que aquí se ve. Reconozcan, señores, y examinen el terreno por sí mismos.
Como es natural, fuimos a examinar aquello. Era el piso bajo usual, o sea el de los sótanos en los almacenes de San Francisco, asfaltado, para evitar la humedad. Golpeamos el pavimento con nuestros bastones y tanteamos las paredes para complacer a nuestro político huésped, no por otro motivo, pues estábamos del todo conformes en ser víctimas de cualquier diestro manejo. De mí sé decir que me sentía dispuesto a dejarme engañar, y si me hubiesen ofrecido una explicación de lo que siguió, probablemente la hubiera excusado.
Estoy convencido de que, en conjunto, la función de De-Hinchú era la primera de su especie dada en tierra americana; sin embargo, como seguramente se habrá hecho desde entonces tan familiar a alguno de mis lectores, creo no seré enojoso al insistir sobre ella. Empezó por echar al vuelo, con ayuda de su abanico, un numeroso enjambre de mariposas, hechas a nuestra vista de pequeños pedacitos de papel de seda, y las mantuvo en el aire durante el resto de la sesión. Por cierto que el juez probó de agarrar una, que se había parado en su rodilla, y escapósele con la ligereza de un lepidóptero de verdad. Y al mismo tiempo De-Hinchú, manejando todavía su abanico, sacaba gallinas de sombreros, escamoteaba naranjas, extraía yardas de seda sin fin de sus mangas, y llenaba la superficie del sótano de géneros que brotaban misteriosamente del suelo, de su propio vestido, de la nada. Se tragó cuchillos en menoscabo de su digestión por muchos años venideros; descoyuntó todos los miembros de su cuerpo y se recostó en el aire, como descansando en el éter. Pero la suerte que coronó la función, y que hasta ahora no he visto repetida, fue la más sorprendente, fantástica y misteriosa. Es mi apología por este largo preámbulo, mi sola excusa para escribir esta narración, el génesis de este verídico relato.
En un momento, despejó el terreno de los objetos que estorbaban, y luego nos invitó a todos a levantarnos y examinarlo nuevamente. Hicímoslo con gravedad; nada notamos sino el asfaltado pavimento. Después pidió que le prestaran un pañuelo, y como por casualidad me encontraba yo más cerca de él le ofrecí el mío. Tomólo en sus manos y extendiólo abierto en el suelo, desplegó sobre él un gran cuadro de seda, y sobre éste, de nuevo, un gran chal, que cubría casi todo el terreno libre. Situóse después en uno de los vértices de este rectángulo, y principió un canto monótono, meciéndose de aquí para allá al compás de una lúgubre melodía. Esperamos inmóviles, y, dominando el canto, oíamos las campanas de los relojes de la ciudad, y las sacudidas de un carro que rodaba por la calle sobre nuestras cabezas. La inquieta expectación; la opaca y misteriosa media luz del sótano, cerniéndose de una manera fantástica sobre el bulto disforme de una deidad china en el fondo; el somnoliento aroma del opio mezclado con el olor de especias y la incertidumbre de lo que realmente estábamos esperando, nos sobrecogían con estremecimientos de instintivo temor: nos mirábamos unos a otros con forzada sonrisa. El malestar llegó a su colmo cuando Hop-Sing, levantándose despacio, señaló con el dedo el centro del chal, sin decir la menor palabra.
¡Había algo debajo del chal! Y algo que antes no estaba allí; al principio, un imperceptible relieve, de contornos indefinidos, pero creciendo más y más distinto y visible a cada instante que pasaba. El canto continuaba aún; el sudor comenzaba a correr por la cara del cantor; por momentos el escondido objeto iba adquiriendo forma y cuerpo, que elevaba el chal en su centro unas cuantas pulgadas del suelo. Era ya indudablemente el contorno de un pequeño pero perfecto cuerpo humano con los brazos y piernas abiertos. Palidecimos y nos sentíamos inquietos; al fin, el editor rompió el silencio con un chiste que, por pobre que fuera, recibimos con espontánea alegría. Cesó de repente el canto, y De-Hinchú, con un rápido y diestro movimiento, arrebató chal y seda, y descubrió, durmiendo pacíficamente sobre mi pañuelo, un diminuto arrapiezo.
El estrepitoso aplauso que siguió a este descubrimiento debió dejar satisfecho a De-Hinchú, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos, fue bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que parecía una estatuita de Cupido. Fue arrebatado casi tan misteriosamente como había aparecido. Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le pregunté si el prestidigitador era padre del tierno infante.
—¡Quién sabe! —dijo el impasible Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española de ambigüedad tan común en California.
—¿Pero tiene una criatura nueva para cada función? —repuse.
—¡Acaso! ¿Quién sabe?
—¿Pero qué será de éste?
—Lo que ustedes quieran, señores —replicó Hop-Sing, haciendo una cortés reverencia—. Nació aquí; ustedes son sus padrinos.
Por aquella época en que corría el año 1856, dos particularidades caracterizaban a la sociedad californiana. Estar pronta a comprender una indirecta y manifestarse generosa hasta la prodigalidad en cualquier llamamiento altruista. Por sórdido y avaro que el individuo fuera, no podía resistir tan imperiosa influencia. Así es que doblé las puntas de mi pañuelo convirtiéndolo en un saco, dejé caer dentro una moneda, y, sin decir palabra, lo pasé al juez, quien añadió sencillamente otra moneda de oro de veinte dólares y la pasó a su vecino; cuando el pañuelo volvió a mis manos contenía una cantidad respetable que entregué inmediatamente a Hop-Sing.
—Para el recién nacido, de parte de sus padrinos.
—¿Pero qué nombre le daremos? —dijo el juez.
Con un derroche de alusiva erudición, hubo un tiroteo de Erebo, Nox, Platón, Terracota, Anteo, etc., etc. Por último, dejamos que decidiera nuestro huésped la cuestión.
—¿No ha nacido de De-Hinchú? ¿Pues por qué no darle su propio nombre? —dijo tranquilamente.
Y así se hizo.
De este modo nació De-Hinchú en esta verídica crónica, en la noche del viernes 5 de marzo de 1856.
Acababa de entrar en prensa la última página de
La Estrella del Norte
de 19 de julio de 1865, única publicación diaria editada en Klamath County, y a las tres de la mañana dejaba yo a un lado mis manuscritos y pruebas, preparándome para irme a casa, cuando debajo de algunas hojas de papel que separaba, descubrí una carta. No llevaba sello alguno de correo y el sobre estaba algo sucio, pero no me fue difícil reconocer la letra de Hop-Sing, mi antiguo amigo. Abrílo apresuradamente y leí lo siguiente:
«Distinguido amigo: No sé si el dador le convendrá para el cargo de diablo en su diario; si esta plaza no es puramente del oficio, creo que reúne todas las cualidades apetecibles. Es activo, listo e inteligente; comprende el inglés mejor que lo habla, y es capaz de compensar cualquier defecto con el hábito de observación y su espíritu imitativo. No hay más que enseñarle una vez cómo se hace una cosa y la repetirá, sea buena o mala. Pero ya le conoce, usted es uno de sus padrinos; es De-Hinchú, el hijo putativo del prestidigitador De-Hinchú, a cuyas representaciones tuve el honor de invitarle; aunque quizá olvidado ya.
»Procuraré mandarlo con una partida de
culis
a Stocktown y de allí por expreso a esa ciudad. Me hará grandísimo favor si puede utilizarlo aquí y probablemente le salvará la vida, que en la actualidad está amenazada, gracias a los miembros más jóvenes de su cristiana y altamente civilizada raza, que asisten en San Francisco a los modernos e instructivos colegios.
»Está muy versado en el ejercicio de la profesión De-Hinchú, que siguió por algunos años, hasta que se hizo sobrado grande para entrar en la manga de su padre, o bailar en un sombrero. El dinero que tan generosamente le fue entregado lo he gastado en su educación; ha leído de cabo a rabo los Clásicos, pero creo que sin gran provecho: sabe poco de Lao-Tsé y absolutamente nada de Confucio. Además, por descuido de su padre, se asoció, tal vez demasiado, con niños americanos.
»Era mi intención contestar antes por correo a su carta; pero he pensado que el mismo De-Hinchú podía ser el portador de la misiva.
»Su amigo y respetuoso servidor,
Hop-Sing.
»
En tales términos contestó Hop-Sing a mi carta. Pero, ¿dónde estaba el portador? ¿Por qué arte misterioso fue entregada? Consulté inmediatamente con el aprendiz, los impresores y el regente, pero no saqué nada en claro; nadie había visto la carta, ni sabía cosa alguna del que la trajo. Pocos días después recibí la visita de Ah-Ri, el lavandero.
—¿Usted querer diablo? Bueno; yo tomar él.
Momentos después, volvió con un niño chino, listo en apariencia, cuyo aspecto inteligente me hizo tan buena impresión que lo contraté en seguida. Cuando estuvo cerrado el trato, le pregunté su nombre.