Aquello, aquella idiota e inocente explicación, en cierto modo, me dio ánimos. Y eso se puso de manifiesto más tarde, mientras compraba cigarrillos. La empleada de la tienda mostraba el mismo júbilo optimista. Los jugadores de Irlanda, me dijo, se habían portado otra vez como jabatos en el terreno de juego.
—Hay que reconocérselo a los muchachos de verde —dijo con una sonrisa radiante.
—Es un gran día —sonreí.
Y lo era, cuanto más reflexionaba sobre mis absurdas «fantasías».
—Claro que sí —admitió—, claro que lo es.
Para ser sincero, poco me importaba el partido de fútbol. Sin embargo yo estaba contento, por ella y por todos los otros que habían empezado a salir de los pubs y de los clubes, volviendo a recuperar clamorosamente las calles. Por fin una indiscutible ecuanimidad se había instalado en mi alma, y me faltan palabras para subrayar lo agradecido que estaba.
Lo que explica el grado de abatimiento que se apoderó de mí al regresar a la residencia. Iba silbando por el rellano cuando me oí gritar:
—¡Dios mío!
No había error posible esta vez: allí estaba de nuevo. La humedad, aquel hedor horrible, tan conocido y asfixiante, exactamente igual que la primera noche, cuando se había quedado junto a la ventana en tortuoso silencio. Yo estaba tan asustado de lo que podía suceder que no me respondían las extremidades. No podía hablar. Tardé mucho en recuperar la fuerza.
Y cuando, por fin —con una enorme sensación de alivio, creedme—, me volvió a responder el cuerpo, me puse a registrar las tablas del suelo del rellano. Removiendo cielo y tierra, de rodillas, examinándolas una por una.
A pesar de todos mis esfuerzos no encontré nada importante. No vi absolutamente el menor indicio de alteraciones.
Y seguí allí tratando en vano de comprender qué había sucedido.
Había sin duda cerrado la puerta, cosa que recordaba haber hecho más temprano. Pero ahora estaba… abierta de par en par.
Me quedé en el rellano, desconcertado, mientras me brotaban de los ojos lágrimas de frustración.
Me llevó un cierto tiempo superar ese episodio, porque nada de lo que se me ocurría parecía explicarlo de manera satisfactoria. Lo mismo sucedió con mis indagaciones dentro de la propia residencia. Mirando hacia atrás, hubiera sido mejor que dejara de beber durante algún tiempo. Habría sido mejor no ir al pub de Rathfarnham. Pero es fácil decirlo ahora. Que estuviera frente a la casa de Catherine, del otro lado de la calle, es sólo mala suerte.
Creo que lo que ocurrió es que, después de seguir la retransmisión del partido en una enorme pantalla de vídeo, al levantar la mirada, vi a Ivan, la pareja de Catherine, al otro lado de la calle. Riendo y bromeando con las tijeras de podar en la mano. Cuando lo vi reír así —con aquella sonrisa radiante y pasándole las tijeras a Imogen—, tengo que admitir que por primera vez comencé a sentir una mínima simpatía por el «Papito» y las cosas terribles que le habían sucedido a lo largo de los años. Y si no era simpatía, quizá era, por primera vez, un ínfimo atisbo de simpatía. Desde luego, me volví mucho más comprensivo que antes. Mucho más que nunca desde la primera noche de la…
No soy capaz de pronunciar la palabra «agresión».
Cuando, de pronto, había pronunciado esas palabras extrañamente conmovedoras:
—¿Por qué se me negó el amor, Redmond? ¿Por qué se me negó un hijo? Un hijo al que habría amado y que, a su vez, me habría amado a mí. No es justo, Redmond.
Con apabullante dulzura, para mi asombro, había añadido:
—¿Sabes que conocí a tu madre, pequeño Red? Así es como te llamaba ella, ¿verdad?
Me dieron ganas de llorar cuando se lo oí decir. Pensando en mi foto y cómo había fingido que me la había sacado mi madre. Una foto con la apariencia que debía tener un niño normal y corriente. El aspecto adecuado de un niño adecuadamente amado, que no hacía cosas como bailar para su tío, detrás de árboles altos o en cualquier otro lugar.
Todos los niños son hermosos, pero siempre crees que los tuyos son los mejores. Eso es lo que pensé el primer día que vi a Imogen.
Estaba sentado en el pub, sorbiendo la pinta de cerveza tibia. Los vi en el jardín, podando las rosas. Imogen tenía en las manos un cuenco de flores y sonreía. Un rayo de sol iluminó el interior del bar mientras un rugido saludaba el triunfo de Irlanda. Un hincha con un gigantesco sombrero verde se bajó los pantalones y mostró las nalgas. Nadie se fijó. Estaban demasiado absortos en la repetición de la jugada.
Esa noche, al volver a casa, había estado al principio de buen humor pero, para mi consternación, aquella sensación de peligro inminente que se apoderaba de mí y que ahora me resultaba tan conocida empezó a crecer, incluso con más fuerza que antes. Y, por mucho que razonara, parecía incapaz de disiparla.
Sabía que la hora del almuerzo de Imogen en el Holy Faith era la una de mediodía, así que me aseguré de llegar temprano. Estaba asombrado de haber tomado la decisión, pero me sentía más que satisfecho por la sensación de autoestima —absolutamente inesperada— que aquello había generado dentro de mí.
Corría riesgos, pero sabía que con verla una vez ya valía la pena. Oficialmente, por supuesto, tenía prohibido todo contacto con ella… sin previa autorización escrita de la madre. Que, por uno u otro motivo, no sería muy fácil de conseguir. La verdad es que Catherine había inventado una serie de historias para hacerme quedar mal. En su época, Ned Strange había sido un maestro en ese campo: adornar la verdad para adaptarla a sus propios fines. Pero no era nada comparado con Catherine Courtney cuando ella se proponía algo.
Los increíbles relatos que podía inventar cuando lo necesitaba eran en verdad asombrosos. Incluían, como en mi caso, «escenas violentas» y «obscenidades». Y no digamos las varias «amenazas nada disimuladas» por las que había expresado su preocupación ante el tribunal. Además de los «celos enfermizos» y las «neurosis sobreprotectoras».
Por supuesto, al bebé Owen ni siquiera lo mencionó, ni las discusiones relacionadas con ese tema. Dije a la juez que lamentaba mucho mi conducta, sobre todo los repentinos arrebatos de cólera. Había querido que fuéramos la familia más feliz que jamás hubiese existido pero, por desgracia, las cosas no habían salido así. Catherine dijo que de ninguna manera podía contemplar la idea de tener otro hijo: éramos demasiado inestables tanto en el plano económico como en el emocional. Yo dije que eso era una pena. Pero Catherine no replicó. Las cosas, poco a poco, fueron de mal en peor. Pasábamos semanas enteras sin dirigirnos la palabra. Entonces ocurrió el incidente del dormitorio, cuando me quedé patéticamente con el Polly Pocket en la mano.
Sería mejor para todos que yo no viera a la niña, había decidido finalmente la juez, además de las condiciones que luego me impondría. Ese fue su fallo, por asombroso que pareciera, mientras Imogen miraba pálida y desconcertada.
En la época en que yo tenía un empleo fijo jamás habría soñado con hacer semejante cosa. Pero lo admito rotundamente: robé el libro.
No tenía opción. Necesitaba un regalo para Immy. Se llamaba Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak. Debo decir que en sus páginas vistosamente ilustradas aparecían criaturas realmente fabulosas, seres amenazadores pero al mismo tiempo atractivos, dragones y duendes y otros moradores de la Tierra Media. La calidad del dibujo, de audaz extravagancia, me entusiasmaba de veras. Por no hablar del regocijo que me producían las historias en sí. No cabía duda, pensé para mis adentros, de que ese autor, en cuanto a imaginación, les daba sopas con honda a todos los demás, por lo menos en el mundo de la literatura infantil. A Immy siempre le había encantado ese libro. Pensé que, cuando pasara a recogerla, quizá podríamos ir a leerlo juntos en el parque. Hojeándolo en el autobús, lo que más me impresionó fue que parecía tan fresco y original como la primera noche que lo habíamos leído juntos en su dormitorio.
Mientras ella se chupaba el pulgar a la luz del velador que había comprado Catherine.
En el mercado de Camden, cuando aún me quería.
Estaba emocionadísimo delante del colegio de monjas, esperando a que sonara la campana. Pero no sonó. Cosa que en el fondo yo ya sabía. Era el día de descanso de la escuela. Sólo había estado fingiendo que pasaba a buscarla. Ya sé que era estúpido, una chiquillada. Pero cada vez que lo pensaba me daba vértigo. Las puertas que se abrían de golpe e Immy que gritaba:
—¡Papá!
Veía a la mujer de la limpieza pasando por la ventana de la escuela, mirando de manera intermitente y lúgubre hacia fuera, como si el extraño mundo exterior la dejara totalmente perpleja.
Habría dado cualquier cosa por ir al pub. Pero no tenía dinero y hasta el jueves no cobraría el paro. Así que eché a andar de vuelta al albergue y a Drumcondra. Cruzaba el puente del canal cuando el miedo se apoderó de mí y me quedé inmóvil. Me llegó una vocecita a los oídos:
—Acabas de cometer una auténtica estupidez, Redmond: tú no quieres que nadie sepa que estás en Dublín. No vuelvas a cometer nunca más una tontería como ésa.
Agaché la cabeza con la mayor humildad.
—Sí, por supuesto. Sí, por supuesto, ya lo sé —dije, y seguí andando en el crepúsculo salpicado de ecos.
No era suficiente para mí. Que me dijeran, como a un niño, cuándo sería aceptable que viera a mi hija. Me enfermaba sólo pensarlo. Oía sus palabras:
—¿Por qué tiene que ser así? ¿Hay alguna razón, papá?
—No que yo sepa, querida. No que yo sepa en todo el ancho, ancho mundo, Imogen, muñeca querida.
Me quedé sentado un par de horas en la sala de descanso, pasando las páginas de Donde viven los monstruos.
—¡Ay, no! —oía decir a mi amor, retrocediendo asustada ante algún enorme y dragón cubierto de escamas, llevándose los puños a la cara mientras seguía prendida la encantadora luz del velador.
Esperé en Temple Bar, sabiendo que vendrían tarde o temprano. Sin embargo, no negaré la impresión que sentí cuando ocurrió. Conocía el restaurante. En otros tiempos lo habíamos frecuentado juntos. Pero ahora no se llamaba Rudyard's, sino que era un sitio de pasta italiana, donde se comía en una terraza, indicio de lo que estaba por venir: la zona de Temple Bar se iba transformando en el epicentro del imperio hedonista de Dublín, un patio de recreo frecuentado sólo por euroexcursionistas adolescentes salidos y jóvenes autóctonos llenos de pastillas que chapoteaban vertiginosamente en un océano irisado en expansión, carentes de historia y ajenos a la religión. Era una tarde luminosa, fresca y despejada. Un mimo melancólico hacía desganados malabarismos con unas pelotas de colores junto al Banco Central. Imogen llevaba un top con lentejuelas y una mochila en forma de corazón a la espalda. Ahora tenía nueve años y se recogía el pelo en una cola de caballo. Iba de la mano de su padre hablando sin parar, como siempre. Las gaviotas parecían volar aquí y allá como salivazos. Por mucho que creyera estar preparado, aquello me superó. Necesitaba un trago… Uno. No tenía dinero para más. Y no sirvió en absoluto para infundirme ánimos.
Desde el callejón de enfrente miré por la ventana del restaurante. Lo que vi me entristeció tanto que no encuentro palabras para describirlo. Imogen se echaba hacia atrás llevándose los puños a la cara, riéndose de algún chiste que él le había contado. Delante de ella, en la mesa, había una copa de helado con macedonia y mucha nata. Su padre le ayudaba a tomarlo. Miré cómo ella hundía la larga cuchara en el centro de aquella montaña enorme de helado multicolor. Su nuevo padre llevaba un jersey informal a rombos. Se me nubló un poco la visión en el callejón empedrado, entre las mareas de gente que iba y venía. Oí que alguien hablaba del Temple Bar Music Centre. John Martyn tocaba allí, dijo una chica al pasar a mi lado. «Ojalá nunca», le oí cantar. Otra canción que le encantaba a Catherine: «Ojalá nunca apoyes la cabeza sin tener a alguien de la mano».
A Imogen siempre le había chiflado la pizza. Todos los domingos la llevaba a Deep Pan, cerca de nuestro piso, que estaba en Londsdale Road, Kilburn. «¡De piña para mí!», gritaba, y Catherine decía: «¡Para mí de salami!»
Cuando se fueron del restaurante me seguían temblando un poco las piernas y no lograba recuperarme del todo. Pero conseguí no perderlos de vista. Subieron a un taxi en Aungier Street. La gente te dice que las coincidencias no existen. Que la sincronicidad es pura palabrería. Pero me pareció muy raro que, al cabo de cinco minutos, cuando había desaparecido el taxi y yo había entrado aturdido en una tienda, lo primero que encontrara fuera un vídeo de My Little Pony. Y no un título antiguo cualquiera, sino el mismo que recordaba haber visto con Immy, The Enchanted Mask. Donde Rainbow Dash, Minty y Wisteria van al castillo mágico con Sunny Daze. Lo recuerdo sobre todo porque no estaba en él Pinkie Pie, e Immy se había sentido muy frustrada. Desde el momento en el que lo vi, el corazón me latió con furia. Me hizo pensar en Imogen y sus juguetes. No puedo expresar cuánto se excitaba con aquellos ponis y sus locas aventuras en Ponyville: los dos cantando la misma canción en Queen's Park, Imogen haciendo de Pinkie Pie, y yo, de Kimono.
—Quiero que hagas las cosas «de miedo» —decía, y yo la asustaba.
Pinkie Pie era el poni que más miedo daba.
Para ella, hasta decirle «¡Bu!» podía ser una cosa de miedo.
Pero siempre le encantaba cuando llegaba el momento de consolarla. Cuando por fin habían pasado ya todas las cosas «de miedo».
—¿Verdad que ya no volverán las cosas de miedo? —decía.
—Claro que no, Pinkie Pie —le contestaba yo.
—¿Podemos volver a mirarlo? —preguntaba cuando el vídeo llegaba el final.
Yo, muy enfadado, respondía:
—¡No! ¡Sabes que ya lo has mirado dos veces, Immy!
O no:
—¡Claro que podemos, Pinkie Pie! —decía, desternillándome de risa.
Si me lo pedía, se la dejaba ver cien veces. Ciento cincuenta.
Su padre le dejaba ver el vídeo hasta que se gastara la cinta.
Me anonadaba la risita de aquella niña mientras balanceaba los hombros hacia delante y hacia atrás. Después nos tomábamos un vaso de zumo de grosellas Ribena. Ella siempre lo quería antes de acostarse. Pero nunca se lo conté a Catherine, porque sabía que se pondría furiosa. No quería que Imogen tomara aquello. Por los aditivos y demás.