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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

Bosque Frío (10 page)

BOOK: Bosque Frío
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A veces, cuando estaba muy borracho, iba a trompicones por la habitación a poner en la máquina una cinta de Charley Pride. Charley cantaba «Las serpientes se arrastran de noche». Era una canción que surtía un efecto extraño sobre Ned Strange. Una vez agarró el violín con furia.

—¡Voy a romper en pedazos esta mierda de violín! —dijo, de golpe—. ¿Me oyes, Redmond? ¿Me oyes, coño? ¿Me oyes, Redmond Hatch, hijo de puta?

Aquella vez me costó un buen trabajo aplacarlo. Me abrazó y se puso a llorar. Entonces, sin ningún motivo aparente, se echó a reír de nuevo. Cuando lo miré le temblaban los hombros y palidecí al ver aquella sonrisa, literalmente de oreja a oreja.

—Claro que todo podría ser una sarta de mentiras, Redmond. Quizá me importen un carajo todas esas estúpidas canciones country. Quizá son lo mismo que mis historias sobre los Estados Unidos. Quizá nunca haya salido de las montañas. Cabe la posibilidad, ¿no te parece, Redmond? Que yo nunca haya ido un centímetro más allá de esos condenados pinos que hay ahí fuera. Puede que haya llegado al pueblo, pero nada más. ¿Cómo sabes, también, que hubo una novia? Que existió Annamaria Gordon. ¡Cómo puedes confiar en el juramento de estos despreciables bellacos montañeses!

Me provocó con un codazo, repitiendo, acosándome:

—¿No es así, Redmond? ¿No es así, camarada, mi fiel compañero de viaje?

Se sentó a horcajadas sobre la mecedora y permaneció en silencio durante un largo rato. Entonces encendió un puro y cerró un ojo, apoyando el codo en la rodilla mientras me clavaba una mirada implacable, cambiando otra vez radicalmente de humor. Aspiró hondo entre sus dientes manchados por el tabaco.

—¡Imagínala en esa posición, Redmond, abriéndose de patas para darle placer a un ricachón hijo de puta! ¡Una criatura inocente como Annamarie Gordon! Ofreciendo su cuerpo a una serpiente como Olson. Cuesta creerlo. Cuesta creerlo, Redmond, hijo mío.

Me dijo que se habían conocido en el invierno de 1963. Fue uno de los inviernos más crudos que se recuerdan. El valle había estado aislado por la nieve durante más de dos semanas.

—Esa fue la primera vez que sentí que era alguien, Redmond —me explicó—. Tuve ganas de decirme: «Sí, Ned, lo has logrado. Al fin eres alguien. Ella ha hecho de ti un hombre adulto». Después de conocer a esa dama, yo era el rey de la montaña. Desde ese momento me hizo creer que yo podría llegar a ser una persona especial. Que ella y yo podríamos cambiar el mundo. Lo cambió todo cuando me dijo: «Te quiero». «Te quiero, Edmund Strange», me dijo, Redmond.

En cuanto a mi propia declaración en ese ámbito, yo había mostrado mis sentimientos más íntimos a Catherine Courtney en un café de la ciudad de Cork a fines del verano de 1980. Yo comía una tortilla a la francesa con queso y ella un pastel Selva Negra. Me había estado armando de coraje durante semanas.

«No sabes cuánto te quiero», le dije.

«Ay, Redmond», recuerdo que me respondió, mientras ponía su mano sobre la mía, estrechándola suave y cálidamente.

Ned había declarado sus sentimientos mientras paseaban juntos por la nieve. Según él, había sido totalmente correspondido.

—No podía creer que ella hubiera pronunciado esas palabras —dijo.

Poco después tomaron la decisión de casarse, y planearon la boda para dos años más tarde. Coincidieron en que, cuando llegara su bebé, lo tratarían como si fuera el único niño que fuera a nacer en el mundo. No habría límite para los juguetes que le comprarían. No habría límite para las canciones que le cantarían. Se pasaban horas junto al arroyo, contemplando cómo florecía su rosa y pensando nuevos nombres. Debían de habérseles ocurrido por lo menos mil. Si era niño, lo llamarían Owen, porque ése había sido el nombre del padre de Ned y Annamarie decía que le parecía bonito. Ned no cabía en sí de gozo, me dijo.

—Era maravilloso estar allí, sentados a orillas de aquel rumoroso arroyo. Nada que ver con la intemperie, te lo aseguro. Era muy distinto.

Lo más distinto que puede conocer el ser humano.

Y luego ocurrió aquello, la noche que se fue del pub. Había estado tomándose unas copas con unos granjeros del valle cuando, de pronto, se le antojó ir a casa. Sus compinches le preguntaron por qué se marchaba y él se limitó a responderles: «Por nada en especial». No era, desde luego, porque abrigara sospechas sobre la conducta de su mujer. Porque jamás, en un millón de años, había soñado que Annamarie Gordon se permitiera algo tan vil y atroz como engañarlo. Si te hubieras atrevido a preguntarle por qué, esto es lo que él, con toda franqueza y confianza, te habría contestado: «Porque no está en su naturaleza».

Pero ahí fue donde se equivocó Ned. Estaba en su naturaleza. Cosa de la que empezó a darse cuenta a poco de salir del pub, cuando miró asombrado hacia el valle. Mientras los faros de un coche —un Cadillac grande— bajaban por la montaña, su mujer estaba al fondo, diciéndole adiós con la mano. Aquél era el coche de John Olson, pensó Ned en silencio.

Una mano enorme pareció levantar la montaña.

Cuando llegó a su casa, Ned y su mujer se pusieron a charlar de cosas intrascendentes. Entonces Ned preguntó:

—Esto, Annamarie, ¿de quién era el coche que ha salido de aquí hace un rato?

Annamarie no dijo nada. Quizá no había oído sus palabras, pensó Ned. Así que le pareció que convenía repetírselas.

—¿Coche?, —repuso Annamarie—. Lo siento, pero por aquí no ha pasado ninguno.

—Ninguno, ¿eh? —dijo Ned—. Pues qué raro, porque sí que ha pasado. Y yo que lo he visto.

—¿De veras? —preguntó Annamarie.

—Sí, de veras —respondió su marido.

Y menuda paliza que le arreó Ned a su esposa esa noche. Para que luego digan que no hay que levantarle la mano a la mujer. La pobre estaba casi irreconocible cuando terminó.

—¡Ah, sí!, —dijo riendo mientras golpeaba la gorra contra la rodilla y reanudaba el relato—. Las mujeres pueden ser demonios, Redmond. Así que ten cuidado… ¿Me oyes, jovencito?

Incómodo, me agité en mi asiento. Su vehemencia parecía que no fuera a decaer nunca.

—Sí, ten cuidado, Redmond… Porque todas las mujeres dicen: ¿Coche? ¿Qué coche? No, no he visto ningún coche. ¡No he visto a ningún hombre aquí! ¡Ningún hombre me ha hincado el garrote, Ned! ¡Eso es lo que dicen! Y lo siguen repitiendo hasta que a uno no le queda más remedio que…

De sus labios escapó un grito desesperado.

—¡Yo no quería hacerlo, Redmond! ¡No quería ahogarla! ¡Dime que me entiendes, Redmond, amigo mío! ¡Annamarie no tendría que haber permitido que él le hincara el garrote!

Siguió una larga pausa. No me podía creer lo que acababa de oír. Ned me daba la espalda, pero era evidente: se estaba carcajeando de nuevo. Me entraron ganas de largarme. Tenía el cuerpo helado.

—¡Ah, las mujeres! Oí que soltaba una risita. ¡Las mujeres son el demonio porque no te dejan alternativa! ¡Métete ahí, Annamarie, sé buena y métete ahí! ¡Ja, ja, la muy puta! ¡Gluglú!, dijo ella.

Estaba anocheciendo y yo quería marcharme. Lo único que quería era estar con Catherine. Teníamos planeado ir a Rudyard's ese fin de semana. Ese era un restaurante que le encantaba dentro de lo que ahora es Temple Bar. Siempre que teníamos dinero íbamos allí.

Cuando volví de ese ensueño tenía a Ned delante, lloriqueando, lagrimeando como un crío acongojado. Lo consolé lo mejor que pude, mirando por la ventana, tratando de no pensar en otra cosa que en la mujer que amaba. Haciendo todo lo posible por no oír las afligidas súplicas de Ned, que se debatían por liberarse de su alma confusa y amargada. Un alma que, consumida de nuevo por la risa malvada y burlona, huyó rumbo a la noche y a los altos y maldicientes pinos.

Cuando el abogado de Catherine me escribió para decirme que, a pesar de mis alegaciones, yo no tenía más derechos que los estipulados por el tribunal de justicia, salí a deambular por las calles de Londres, recién barridas y vacías, y me fui hacia el sitio donde no crecen las rosas, hacia las tinieblas exteriores donde el único suelo es un pedregal. Donde la simple idea de una rosa parecería absurda. Pensé en Ned y en lo que solía decir:

—Es la intemperie, Redmond. La tierra más baldía del mundo. Y bien que lo sé, porque me la he pateado a lo largo y a lo ancho.

Estuve la mayor parte del día sentado en Queen's Park. No te das cuenta de lo especial que es la vida común y corriente hasta que te despiertas un día y descubres que se ha acabado. Queen's Park era el sitio donde Immy y yo habíamos inventado bosque frío. Recordaba aquel día con una claridad meridiana. Estábamos desayunando aquella mañana cuando de improviso pusieron el Muñeco de Nieve. Seguimos comiendo copos de maíz, hipnotizados, mirando cómo caminaba por los aires, sin reparar en las casitas que había debajo.

—Vive allí, ¿verdad? —recuerdo que me preguntó Immy—. Vive allí, en bosque frío, papá.

—¡Sí, puede que sí! —le dije sin pensar.

—Claro que sí, tonto —me riñó—. ¡Él y la Princesa de las Nieves!

Me reí y asentí con la cabeza.

—Lo que tú digas, cariño —acepté.

Nos sentábamos en un banco y ella jugaba con un carrete de hilo mientras cantaba canciones para sí, concentrada en un mundo propio. Entonces, de repente, señalaba hacia arriba y decía:

—¡Mira! Camina por los aires.

Yo estaba distraído y ella se enfurecía cada vez que yo respondía:

—¿Quién? ¿Quién, Imogen?

—¡Tú! —era lo único que decía.

Porque, claro, se refería al Muñeco de Nieve.

Por algún motivo, mientras andaba por aquellas desoladas calles de Londres, en lo que más pensé fue en el día en el que le habíamos comprado la chaqueta. La mujer de Harrods vio lo entusiasmados que estábamos.

—De veras, le queda muy bien —había dicho mientras le acomodaba el cuello— es una monada. ¿Cómo se llama?

—Immy —dije sin pensar.

—¡Imogen! —me corrigió mi hija, dándome una juguetona palmada con el mitón.

—Pues Imogen es una monada —insistió la dependienta.

Para que se entienda cuánto significó para mí esa época, un día, al pasar por delante de una tienda de ropa infantil en la calle principal de Kilburn, por el rabillo del ojo vi una chaqueta como la de Immy. No digo que fuera exactamente la misma, sólo parecida. Lo único que se me ocurrió fue: «¿Qué estarán haciendo ahora en Dublín?». Habría subido a un avión en ese momento, pero era materialmente imposible.

Faltaba tiempo para que llegara a estar en situación de hacer eso. Y antes tenía que pensar en algunas cosas.

Antes de que —como diría Ned— me confabulara conmigo mismo en una «audaz conjura».

Para cambiar el rumbo de mi vida antes de terminar destrozado.

Después de que ambas se fueran, yo iba todos los días al parque, sin falta. Leía y releía a Maurice Sendak. Y pensaba en los viejos tiempos. No sólo con Immy sino también con mis padres. Antes de que muriera, mi madre entraba en mi dormitorio muy entrada la noche y encendía el velador. Después, en voz baja, se ponía a cantar «Cintas escarlata», la canción que tanto le gustaba. Ataba una cintita a los barrotes encima de mi cama. «Átala con un pequeño nudo —decía—, y te mantendrá a salvo del peligro».

—Representa nuestro cariño. El pequeño Redmond y su mamá. Una cintita que simboliza su amor. Te quiero, pequeño Red, porque eres lo único que me mantiene viva.

Eso era lo que decía mi madre después de cantar. Después de cantar nuestra canción, «Cintas escarlata».

Había una mercería cerca del piso de Kilburn. Allí compré cinta. La llevaba en el bolsillo y la enroscaba en los dedos.

—«Cintas escarlata» —tarareaba en voz baja mientras deambulaba sin rumbo fijo por las calles.

Hasta la llevé a Irlanda, porque la asociaba, supongo que de forma inconsciente, con bosque frío.

—Inventas historias —oí que susurraba Ned—, inventas historias como yo. Lo sé porque sé lo de tu madre. No murió en una iglesia. Murió de un derrame cerebral provocado por las palizas de tu padre. ¡Así murió, viejo embustero!

—¡Cállate! ¿Me oyes? ¡Cállate! —le cortaba, sabiendo que era un error. Pero él encontraba la manera de provocarme.

Después lo veía reírse, agitando los hombros mientras se acariciaba la barba.

—La montaña y los pinos siempre te acompañarán, Redmond. Siempre se encargarán de que no te olvides. Siempre los llevarás contigo a todas partes.

¡Cuánta razón tenía! Los arrastraba conmigo dondequiera que iba.

De hecho, allá por 1981, antes de que saliera a la luz la verdadera personalidad de Ned, había pensado seriamente en llevar a Catherine a vivir conmigo en Slievenageeha. Era la época en la que empezaban a aparecer mis primeros artículos sobre la cultura popular en el Leinster News. Artículos que, debo reconocerlo, habían aumentado bastante la popularidad de Ned.

—No sé cómo agradecértelo, Redmond, decía. Con todo lo que has hecho, eres como un hijo para mí.

Todos los domingos llegaban los niños a la escuela para el ceilidh. Venían de todas partes. Su popularidad aumentó de manera asombrosa. Pero yo ponía especial cuidado en destacar que aquello era sobre todo un asunto entre vecinos.

—El Ceilidh Infantil de Slievenageeha es ante todo un acto de buena vecindad. Una comunidad feliz que baila y se lo pasa bomba.

Yo sostenía que durante demasiado tiempo los ceilidhs habían sido el coto de unos pocos fanáticos venerables, resueltos a conservar la «auténtica» cultura irlandesa. Limitado a un par de alumnas de colegio de monjas que bailan algo típico en un frío salón de actos, tiesas como palos y con los brazos pegados al cuerpo.

—Eso se acabó —escribí—. Empieza un nuevo día para el ceilidh irlandés, que ahora se basa en la vitalidad, el buen humor y el entusiasmo. Y todo eso lo encontrarán en la escuela de Slievenageeha cada domingo a las tres de la tarde.

Lo mejor que tenía Ned —aparte, por supuesto, de su maestría con el arco— era su tremenda capacidad como profesor de música. Y, no hay ni que decirlo, sabía comunicarse de maravillas con los demás.

—Y es tan sólido y fiable —decían todos—. Como si un padre o algo así. Como si pudieras depositar en él toda tu confianza.

«Ned de la Colina», lo llamaba yo en mis artículos. Eso, me decía, le parecía el «no va más». Palmeándose los muslos, resoplaba y se reía:

—¡Ned de la Colina! Te lo tengo que reconocer, Redmond: ¡eres muy bueno!

A raíz de eso empezó a cantar en los ceilidhs la vieja y famosa balada del mismo nombre. Rascando el violín mientras sacaba pecho, acompañado por los niños (les había enseñado la letra), su voz potente y orgullosa resonaba en el valle:

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