Bosque Frío (14 page)

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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

BOOK: Bosque Frío
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—¿Regresas a la residencia, Dominic? ¡Pues que tengas mucha suerte! Yo, no. Tengo todo el equipaje preparado y he traído el billete. No me verás por una buena temporada. No sé por qué vine a este país. Mea lluvia todo el tiempo. Me voy a Sudáfrica, compañero. Un amigo me dice que allí se pueden ganar mil por semana. Mil sin problema, trabajando en la construcción. Allí tendrías que ir tú, compañero. Si quieres un consejo, te diré que no tiene sentido quedarse aquí perdiendo el tiempo.

Lo único que yo oía era Ciudad del Cabo y Jo'burg y Jo'burg y Ciudad del Cabo.

Es cierto, recuerdo haber pensado, no tiene sentido quedarse aquí, Piper Alpha. Correcto. ¡Pues quítate de en medio de una puta vez!

Más entrada la noche, cuando Imogen y yo atravesamos el arroyo y nos acercábamos al pinar, recuerdo haberme sentido casi totalmente abrumado por el nauseabundo olor a menta. Es una vergüenza cómo el agua se ha teñido de rosa por culpa de las aguas residuales que permiten verter, y que me maten si entiendo por qué los ecologistas no les han echado los perros a los de Dulces Rohan.

No había ni un alma por allí. El edificio bajo y funcional estaba desierto y en silencio. Sólo se oía el ruido del agua del río. El empalagoso olor impulsado por la brisa.

Pasé los dedos por el pelo de Imogen. Había leído noticias sobre peces muertos en ese río, y al ver la textura de engrudo del agua no me sorprendió nada. Sentí ganas de espetarle a Ned Strange en la cara:

—¿Así que esto es aquello tan espantoso? ¡Pues a mí no me parece tan malo!

Eché a andar entre los árboles, que me rodeaban como guardianes severos, pero no del todo indiferentes, y lentamente me arrodillé mientras en lo alto la luz se refractaba entre las ramas, y levanté el blando e inerte brazo de Immy y me lo puse tiernamente alrededor del cuello, como en los viejos tiempos.

Suelo pasarme horas sentado en bosque frío, comiendo pizza y hamburguesas dobles con beicon o quizá tarareando algunos compases de «Cintas escarlata», mirando las pequeñas cintas que aletean en la brisa.

En la belleza intemporal de nuestra casa de bosque frío.

2002
7. Un matrimonio dichoso

Hace más de seis meses que Casey y yo vivimos en Sutton, en la parte norte de la ciudad. En un nuevo y fabuloso bloque de viviendas, una urbanización cerrada con vigilancia las veinticuatro horas, donde no faltan los jardines colgantes y una fuente de mármol de imitación. No se podría pedir un entorno más agradable. Y los vecinos son maravillosos: no se meten en la vida de nadie y sólo los vemos cuando tenemos las reuniones trimestrales para definir los gastos de la comunidad y varios otros asuntos relacionados con la administración diaria. Nos costó un dineral —de hecho, más de dos millones de euros—, pero bien lo vale. De verdad. Así que no me fue nada difícil dejar el apartamento de un ambiente de Ballsbridge. No sé qué he hecho para merecer una suerte tan constante. Sin duda no me lo esperaba aquel día tremendo, desolado y borrascoso, ante la iglesia de Harold's Cross Road, cuando todo parecía perdido sin remedio. Antes, supongo, de que pudiera decir que «cedí». Y con eso obtuve una felicidad incalculable y constantes oportunidades. Pero ante todo, amor. El amor de Casey, mi querida y tierna esposa.

Fui, es cierto, feliz los primeros años con Catherine: comprando el abrigo a Imogen, levantándola para sentarla en el estruendoso tiovivo, pero, a pesar de todas esas cosas, nunca me sentí amado. Por lo menos, en el sentido en el que un hombre debería sentirse amado. Me cuesta reconocerlo ahora, pero es cierto. Creo que durante un largo tiempo me estuve engañando. Sin duda hasta el día en el que el autoengaño se volvió insoportable. Cuando la encontré en la cama con su amigo maltés. Y no me quedó más remedio que llevarme a un lado a mi sonrojada y sorprendida esposa y preguntarle:

—Y bien, Catherine, dime: ¿qué tal lo hacía?

Uno no tendría que decir esas cosas. No a su esposa. Sobre todo si creía que lo amaba. Y vivía con alguien que en más de una ocasión había dejado claro que en el fondo no tenía fe en mí.

Lo único que sé es que nunca más me pondré en esa situación. Y puedo asegurar que es una sensación extraña y agradable. A veces Casey y yo ni siquiera tenemos relaciones sexuales. Permanecemos acostados, charlando cogidos de la mano como una pareja de niños. Nunca he encontrado a nadie que me conozca tan bien. Y estoy convencido de que ése es el secreto del verdadero amor. Conocer a alguien —sobre todo conocer y aceptar sus defectos—, ésa es la esencia de lo que llamamos amor. No hace falta tener relaciones sexuales para demostrar que se está enamorado. A veces no tengo ganas después de un largo y duro día de trabajo en la oficina. ¿Y acaso se le ocurre a Casey decirme: «Dominic, espero que no te importe, pero he estado viendo a alguien a tus espaldas. Es que, ¿sabes?, siento un impulso, una atracción irresistible hacia las serpientes. Claro que lo lamento, pero estoy segura de que me comprenderás»?

No, no se le ocurre. Porque Casey Breslin no piensa así. Una vez que te ama, te ama y listo. Es así y punto.

—Da igual —dice—. Siempre podemos hacer el amor mañana por la noche, Dominic.

Antes de darme un beso en la mejilla y apagar la luz.

Usaría una sola palabra para describir nuestra vida de pareja. Una sola palabra: dichosa. Esa es la palabra que usaría para describirla.

Nunca pensé que dos seres humanos pudieran llegar a ese nivel de felicidad. Lo más cerca de la felicidad total que uno pudiera soñar.

Por ejemplo, una noche en la que me estaba explayando sobre… ¿a ver si lo adivináis? ¡Sobre Ned Strange!

Os comprendo perfectamente si habéis pensado: ¡Oh, no, otra vez, no!

Supongo que había bebido más de la cuenta y estaba soltando una sarta de incoherencias. Pero ¿qué hizo Casey? No me lo podía creer, pero me dio en la cabeza con una revista enrollada. Me dio una y otra vez con un ejemplar del Hola.

—¡Tú y tus viejas historias! —se quejó—. ¡A veces pienso que deberías volver a esa montañota de la que tanto hablas! ¡Supéralo de una vez, vamos!

Como podéis imaginar, decir que me sorprendieron sus palabras sería quedarme corto. Pero, desde luego, tenía razón. Ned y la montaña eran agua pasada y no había que hablar de ellos en ninguna circunstancia. Quiero decir que hacía años, literalmente, que no pensaba en él.

Lo cual, naturalmente, habla por sí solo.

En cuanto se acabó el estrés que yo llevaba dentro, de la forma más misteriosa, se terminaron las visitas de Ned. Ni siquiera un susurro. Ahora veía con claridad que todo eran figuraciones mías. Y la idea de haberlo visto de verdad… bueno eso era más que embarazoso.

—Si ahora me despertara y viera a Ned Strange —me sorprendí diciendo—, casi seguro que me echaría a reír.

Para mí, el Papito del valle ya no importaba. Había desaparecido, al igual que su supuesto estilo de vida a la antigua, envuelto en las lejanas brumas de la historia. Supongo que si no hubiera sido por Casey no me habría dado cuenta. Ella me lo hizo ver de una vez por todas. Con aquella franqueza tan suya.

—Se ha ido —dije con una carcajada, y Casey volvió a golpearme juguetonamente con el Hola—. ¡El viejo hijo de puta se ha ido! ¡Suerte, viejo Neddy!

Todo lo cual, debo decirlo, me produjo una gran impresión, porque era algo inflexiblemente rotundo y definitivo. Pero Casey me dio el golpe de gracia. Tiró la revista y suspiró y se echó sobre el brazo del sillón, sacando el busto hacia delante mientras me clavaba una mirada que sólo puedo describir como reprobatoria.

—No puedo comprender, por más que lo intento, cómo le dejaste que te sorbiera el seso. Nunca entendí por qué andabas con aquellos estúpidos recortes en la cartera. Quizá sentías remordimientos, no lo sé, por volver la espalda a tus raíces. Pero te diré una cosa: ya puedes olvidarte de ese hijo de puta. Olvidarte de una vez por todas. ¿Me has entendido, cariño?

—Te he entendido. No tendrás que repetirlo. Mensaje recibido con total claridad.

—Ven aquí, tigre.

La abracé y la besé allí mismo. La amaba más que nunca por ser tan decidida y decir cosas tan sensatas. Por supuesto, no tendría que haberme sorprendido. Casey había nacido en el norte del estado de Nueva York, en Albany, y no tenía pelos en la lengua.

—Que no se hable más de ese montañés endogámico —dijo, y yo me eché a reír. Me reí casi hasta desgañitarme.

—¡Di eso de nuevo —supliqué—, dilo de nuevo, Casey!

Me sentía tan envalentonado que casi desvariaba.

—¡Montañés! ¡Montañés! —se reía, y yo también.

El vino nos había estimulado mucho.

—¡Endogámico de mierda! —dije con otra carcajada, embriagado por el acento estadounidense de Casey, tan fuerte y seguro, pero sobre todo urbano.

Nos pasamos toda la noche haciendo el amor. Fue fantástico. Realmente extraordinario. Estupendo, creedme.

Me da vergüenza confesarlo, pero antes de conocerla sabía poco de esas cosas.

Catherine y yo, para decirlo sin rodeos, siempre habíamos sido un poco conservadores. En el plano sexual.

Así que ésa fue otra notable transformación en mi vida, una transformación grata. A esas alturas de mi vida ser tan privilegiado.

—¿No te vas a dormir nunca? —recuerdo que dijo después.

Me reí cuando lo dijo y le besé el cuello, levantando contra sus nalgas mi «furioso garrote», como lo llamábamos imitando a Strange.

Entonces me reí a carcajadas y apagué la luz.

Era maravilloso, maravilloso de verdad vivir con una mujer tan fuerte. Si había dos personas como dos gotas de agua, esas personas éramos nosotros, yo y mi mujer, Casey Breslin. Porque, al revés de lo que la mayoría habrá pensado en su momento, cuando Catherine y yo estábamos juntos, el cónyuge dominante era un servidor.

Hasta que las cosas empezaron poco a poco a desenmarañarse. Después del incidente con el maltés. Después de haberle gritado a Imogen por lo de la pintura. También le había gritado a Catherine de vez en cuando, cuando empezamos a discutir sobre la posibilidad de tener otro hijo. Lo reconozco y lo lamento profundamente. Una vez incluso llegué a decir:

—Cuidado, cariño, porque estás jugando con fuego.

Y la asusté, claro. Se lo vi en los ojos. Después de eso siempre parecía crispada. Habrá sido por la manera en que lo dije o algo así.

Pero yo siempre estaba dispuesto a compensarlo aunque fuera con cosas pequeñas. El Polly Pocket que compré para Immy… casi perdió el juicio cuando lo abrimos. Compensaba con creces mis prontos. Dentro del pequeño juguete desplegable había encantadoras luces y farolillos, pintados con aquellos adorables colores pastel. Y un pequeño reno que los dos bautizamos Rudolph.

—¡Mira a Rudolph! —dijo—, ¡se cree el jefe!

Los demás renos formaban un corro, mientras Rudolph observaba orgulloso desde su peñasco cubierto de nieve, contemplando su reino casi espectral, majestuoso y noble en su pinar.

A Imogen le gustaba arrimarse a uno cuando terminaba un cuento. Los inventábamos sobre la marcha. Bosque frío era el sitio más mágico que uno pudiera imaginar: un palacio de cristal tallado en el hielo, cercado por hileras de pinos tiesos. Con vetas de plata y estampados con encantadores dibujos de escarcha. Era allí donde los niños de la nieve dormían todas las noches y se tenían que cuidar entre ellos.

Le gustaba sobre todo lo que se decía del pequeño petirrojo. Todos los niños lo señalaban gritando, mientras el pájaro miraba desde la rama.

—¡Mira! —gritaba el Niño de las Nieves—, ¡el pobre petirrojo está llorando!

Los suplicantes y hermosos ojos de Immy.

—¿Querremos a nuestro petirrojo y lo protegeremos siempre? —me rogó.

—Sí —la tranquilicé—. Para siempre jamás. Estará siempre a salvo en su hogar de bosque frío.

—Me encanta este sitio —dijo Immy, estremeciéndose de gusto—, me encanta y me quiero quedar aquí para siempre. Hace frío pero al mismo tiempo hace calor. Qué cosa más rara, ¿no? Me encanta, papá.

Me gustaba muchísimo que me llamara papá. Ojalá no le hubiera dicho nunca nada a Catherine. Ojalá no le hubiera hablado nunca del pequeño Owen. Ojalá hubiera estado satisfecho con lo que teníamos. Ojalá mis inseguridades no la hubieran alejado de mí. Ojalá no la hubiera machacado con la historia del pequeño Owen. Sabía que esa obsesión con el linaje masculino era algo anticuado. Era como una de esas cosas con las que te daban la tabarra en las montañas.

Ojalá no la hubiera querido tanto ni hubiera sido tan desconfiado. Si hubiera podido educarme… Entonces quizá no habrían tenido lugar nunca esas discusiones. Y nuestra pequeña familia seguiría viviendo feliz en Kilburn.

Debo decir que Casey y yo casi nunca discutíamos, y cuando lo hacíamos casi siempre era en tono desenfadado. No podía creer la suerte que tenía cuando la conocí. Para empezar, era más de cinco centímetros más alta que yo, con una melena rubia que le caía sobre los hombros. Estaba destinada a grandes cosas dentro de la RTE. El puesto que se había fijado como objetivo era directora del departamento de temas de actualidad. Eso era lo que quería y no tengo ninguna duda de que tarde o temprano lo conseguiría.

Para algunos fue una sorpresa que nos juntáramos. No porque yo tuviera algo de malo sino porque era bien sabido que durante varios años ella había mantenido una intermitente relación sentimental con James Ingram, un corresponsal de asuntos exteriores casi legendario en la emisora. Entre otras cosas por la reputación que tenía de seducir a las mujeres. Quizá era ésa la causa por la que su relación había quedado en nada. Pero no lo sé con certeza. En el par de ocasiones en las que le hice alguna pregunta vacilante sobre el tema ella se puso insólitamente irascible y cortante.

—¿James Ingram era un mujeriego? —le pregunté con franqueza.

—¿Y a ti qué te importa? —recuerdo que me contestó—. ¡Algunos hombres parece que no maduran nunca!

Fuera o no un cumplido indirectamente dirigido a mí, creo que fue así como lo interpreté. Es que no todos los hombres se pueden jactar de que una mujer tan deseable como Casey Breslin los haya elegido entre los demás. Cuando uno sabe en el corazón y en el alma que podría haberse quedado con cualquiera.

Lo que tiene de maravilloso el amor —si es el original verdadero y no una pálida copia— es que acaba conociendo de ti hasta el menor detalle. Te entregas y esperas que te quieran. En las etapas iniciales me había resultado bastante difícil, porque no había estado con nadie que valiera la pena —a menos que contara a las prostitutas— desde Catherine. Durante un tiempo, en los primeros días, había andado molestando a Casey, dándole la lata con interminables preguntas.

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