Cosas pequeñas e incómodas como: «¿De veras? ¿Cuánto?» Y: «¿Estás segura de que me querrás siempre?»
A veces debo de haber sido exasperante.
Pero poco a poco, con el tiempo, me fui acostumbrando a nuestra relación, y —confieso que con cierta sensación de triunfo— aceptando que Casey era sincera.
Hay cosas en el matrimonio que más vale no decir. Ahora me cuesta creer que haya contado a Casey la verdad sobre el papel de aluminio que había encontrado en la sala y la percepción de una inequívoca presencia en nuestro dormitorio una noche. Lo que más me cuesta creer es que le haya contado el sueño, y con tantos detalles. Supongo que era tan aterrador que aunque quisiera no podría evitarlo. Era, me parece, el sueño más terrible que he tenido jamás. Estaba Ned, en su vieja postura, tan habitual, pero esta vez completamente desnudo. Abrió la mano, pero no había nada dentro. Después exhaló un suspiró y en tono suave, casi bondadoso, dijo:
—No había chocolate en la tienda, Redmond.
Cuando volví a mirar tenía el bolso de Immy. Lo llevaba sobre el hombro y jugueteaba con él, riendo. Lo abrió y sacó unas hormigas.
—¡Pillín! —dijo, pero con la voz de Imogen.
No le tendría que haber dicho nada a Casey. Pero lo cierto es que lo hice. Porque cuando estás enamorado de alguien actúas así. Sobre todo si la otra persona es tan hermosa e inteligente. Hasta le había mostrado la fotografía, la que había recortado del Sunday Independent. El rótulo DULCES ROHAN estaba un poco borroso, pero se veía el meandro del río cerca del pinar. Sólo cuando le dije que él me había susurrado «algo espantoso» empezó a cambiar radicalmente el comportamiento de Casey. Dio media vuelta y estrujó el recorte. Estaba pálida.
—La gente no resucita, Dominic —dijo—. Por Dios, querido, ¿de qué demonios hablas? Creía que habíamos aclarado este tema. ¡Creía que ya lo habíamos cerrado!
Sacó un cigarrillo del bolso de mano y lo encendió con dedos temblorosos.
—Mira —dijo después—, no quiero causar problemas entre nosotros.
Le aclaré que por eso no tendría que preocuparse. Me sorprendí mirándola y pensando: «Dios, cuánto amo a esta mujer».
—Mira, prosiguió, no entiendo qué clase de presión sufriste cuando vivías en Portobello. Qué te pasó en la época de Drumcondra. De lo único de lo que estoy segura es que no quiero oírte nunca más hablar de eso.
Durante un par de minutos se quedó un poco molesta. Pero, me alegro de poder decirlo, aquello no duró. Después vino y se me sentó en las rodillas con la copa en la mano y me miró a los ojos. Yo hice lo mismo. Los suyos eran preciosos, de color avellana. Hacía conmigo lo que quería.
—Espero —dijo con una encantadora sonrisa—, que no te ofenda mi franqueza. Al hablar de ti y de ese tal… ¿Ned Strange?
—Claro que no —respondí—, claro que no. ¿A quién le importa esa persona?
No esperé a la mañana siguiente. Tomé la decisión allí y en ese momento. Y en cuanto ella se acostó, junté todo lo relacionado con Ned Strange, todas las libretas y las grabaciones y los recortes, los llevé al jardín y los quemé. Entre esos materiales estaban los borradores de mi libro En tiempos del viejo Dios: Mis recuerdos de la montaña, por Edmund Strange, 1980-1982, tal como se los contó a Redmond Hatch. Fue lo primero que destruí. La última imagen que vi consumirse en las llamas fue una en la que aparecía condenado, delante del edificio del Tribunal Supremo, esquivando la vociferante multitud, con una sola palabra, MALVADO, estampada sobre su cara.
La sensación de alivio después de acabar con esos materiales fue enorme. Desde el día de mi boda nunca me había sentido tan invencible, de un optimismo tan desbordante. Aquello obró milagros tanto para mí como para Casey. Nunca habían funcionado tan bien las cosas entre nosotros. Su carrera iba viento en popa, lo mismo que la mía. Lo importante era que no habíamos dejado que aquello nos creara dificultades. Habíamos tenido el buen tino de cortarlo de raíz. Porque, a nuestro entender, el amor todo lo vence. Las personas pueden superarlo todo. Ella, Casey Breslin, sacaba a relucir lo mejor que había en mí, de veras. Me había pedido amablemente que le hiciera un favor, y yo, como su esposo, había cumplido. Hechos consumados, ningún problema. Au revoir. Así pues, Ned, buenas noches y buena suerte. Para ti y para todos tus compañeros del cielo montañés.
Lo que había ocurrido entre Casey y yo era un ejemplo clásico de dos personas que unen sus recursos y después colaboran para alcanzar una meta casi perfecta.
Claro que no todo era inmejorable: nunca lo es entre dos personas casadas. No, estaban las previsibles discusiones, pero poca gente de la televisión y del mundo del espectáculo no sufre eso de vez en cuando. Sobre todo entre los que más se proponen triunfar. Situación en la que estábamos los dos, sin duda, y yo, Dominic Tiernan, antes no muy brillante, aprendía de Casey todos los días.
Yo solía maravillarme de su capacidad para conducirse sin esfuerzo en una reunión. Estaban totalmente locos con ella en la RTE. Fue una ironía que, poco después de deshacerme de toda la basura folclórica, me llamaran al despacho del director general y me preguntaran si me interesaría producir y dirigir un documental para la televisión cuyo tema sería —¡no podía dar crédito a mis oídos!— ¡las tradiciones y la historia de la montaña de Slievenageeha!
—Tengo entendido que es el sitio donde naciste —dijo.
—Sí, —respondí con voz temblorosa, mientras empezaba a sentir que se me erizaban los pelos de la nuca.
El director me propuso titular el documental Estas son mis montañas, y yo le dije que me parecía un título genial, y sugerí que usáramos para la banda sonora a Brian Coll, un cantante que había sido uno de los favoritos de siempre de Ned.
—Excelente idea —dijo, y me sonrió, afirmando contento, mientras se levantaba, que no había duda de que había elegido al hombre adecuado—. ¡Porque salta a la vista que conoces la música tradicional!
Hoy en día tengo tendencia a castigarme por mi torpeza y mi ridícula falta de tacto cuando anuncié mi decisión de abandonar la RTE. Pero la verdad es que apenas tuve otra opción. Después de todo, no era Casey quien me había abandonado a mí. Al margen de lo que ella pudiera haber hecho, por infame que hubiera sido su conducta —que lo fue, creedme—, siempre quedaría el hecho de que fue Redmond Hatch quien se marchó.
Redmond Hatch, que, en febrero de 2004, de manera brusca y dramática, había puesto fin al matrimonio. O «perdido la chaveta», como solían decir en la cantina de la RTE. Yo nunca hice ningún comentario. Yo lo único que quería era irme. Era lo que creía en ese momento. Así que no tiene ningún sentido mirar atrás y reescribir la historia.
Por ser como era, Casey Breslin podría salir del apuro mintiendo, hechizar al juez y al jurado con aquella enorme y encantadora sonrisa de Albany. Tenía aquella manera tan suya de alisarse el pelo hacia atrás. De levantar aquellos ojos de color avellana. Uno habría creído todo lo que ella quisiera. Lo único que puedo decir es que a mí me tenía más que calado.
Tendría que haberme dado cuenta la noche en que estábamos bebiendo y le pedí que se pusiera el vestido azul que le había comprado ese día en la ciudad. Era un vestido precioso, y yo sabía que le quedaría muy bien con el pasador de color azul lavanda haciendo juego. Pero Doña Sofisticada no quiso saber nada del tema.
—No pienso ponerme ese vestido de muñeca —contestó bruscamente, y tuve que hacer como si todo hubiera sido una broma, que no lo era en absoluto.
Había estado pensando en ella casi toda la semana, después de encontrar por casualidad la prenda en un escaparate.
—¿Qué te pasa? —siguió diciendo, de manera nada razonable—. ¡Si parece sacado del siglo XIX!
Se fue a casa de una amiga y no me telefoneó. Y al día siguiente no hizo ningún comentario sobre lo que había pasado. Lo único que yo pensaba mientras esperaba su llamada era que algo espantoso iba a ocurrir.
Volvió a la noche siguiente, pero, cuando la abracé para hacer el amor, se apartó y me dijo que estaba cansada.
El único motivo por el que yo estaba en condiciones de dejar la RTE era que más o menos en esa época el Departamento de Transportes había introducido una nueva legislación desregulando los taxis. Antes una licencia me habría costado cerca de sesenta mil, mientras que ahora pude adquirir una por poco menos de siete mil. No diré que me salvara la vida —no es que estuviera en la miseria ni nada parecido—, pero no cabe duda de que me facilitó mucho las cosas.
Lo que no me podía creer era las dulces sonrisas de Casey cuando nos separamos por última vez. Era como si no hubiera ocurrido nada grave, salvo quizá un pequeño desacuerdo.
—¡Adiós, querido! —me dijo, saludándome con la mano—. ¡Hasta la vista! ¡Chao!
Después, durante un tiempo, sucumbí a la amargura y empecé a beber demasiado. Empezaba por la mañana y seguía todo el día. Era como en los viejos tiempos, mirando por las ventanas de los pubs de Temple Bar, rodeado de ruidosas enfermeras y bulliciosos y molestos estudiantes, intimidado por la hegemonía del hedonismo y la apremiante juventud. Estaba seguro de que volvería a terminar en una residencia, ansiando volver al lado de Catherine Courtney, la única mujer para Redmond Hatch.
Al principio, no puedo negarlo, esa conclusión me había asustado. Pero cuanto más me hice a la idea, más fácil me resultaba de aceptar. Saber que tarde o temprano nos encontraríamos de nuevo. Estábamos predestinados, que nuestras vidas seguían cursos que inevitablemente se cruzarían. Por si alguna vez lo hubiera dudado, un día, de pronto, Ronan Collins, el pinchadiscos de las mañanas de la radio puso un disco dedicado a una chica de Cork. Que podría no haber significado nada de no haber sido por el tema que escogió, y que hizo que me invadieran los más tiernos sentimientos. Por supuesto, Ronan podría haber puesto cualquier canción. Pero no. Había puesto aquélla. Que hacía años que no oía en la radio.
Oírla lo cambió todo.
Ahora yo estaba seguro de que nos encontraríamos. Y aquella convicción interior, personal, me dio fuerzas para seguir. De hecho me transformó y me hizo más flexible y relajado.
Era un placer pensar en Imogen mientras circulaba en el taxi, pensar en Imogen, a quien vería más tarde, esa noche. Un juerguista de una fiesta de despedida de soltero, con sombrero y peluca morada, me saludó con la mano desde un rickshaw y me dio ánimos antes de perderse en el remolino de color, sonriendo como un niño mientras se sujetaba el sombrero como si entrara alegremente por las puertas del mismísimo Edén.
Ahora es fantástico trabajar en Dublín. Y conduciendo para la empresa de taxis Aungier, de Aungier Street, me lo paso en grande. Estamos ocho de guardia a toda hora, y en términos generales nos llevamos bien. Creo que se debe en gran medida a que todos somos hombres casados. De vez en cuando aparece un mequetrefe que se jacta de ir a clubes nocturnos y de todas las mujeres que se ha follado. Pero nunca les hacemos mucho caso y nos los tomamos a risa, que es lo lógico si se tiene algo de sentido común. La sangre joven no cambia. Cuatro coscorrones y se callan. Bien lo sabemos. Porque todos los taxistas las hemos pasado canutas. La mayoría hemos estado casados una vez, cuando no dos, o tres, y sabemos bien que el único remedio es el tiempo. Y cuanto más tiempo te tomas, mejor para ti. Sólo ahora me empiezo a dar cuenta. Lo que hay que hacer es calmarse, tratar de no ponerse innecesariamente alerta ni preocuparse demasiado. Eso es lo que importa de verdad. Lo que digo es que sólo ahora puedo afirmar con exactitud que he «sentado la cabeza»; me refiero a mi estado emocional, claro. Que en cierto sentido se podría definir como «satisfecho» o algo parecido. No creo que uno se conozca en absoluto antes de llegar a los cincuenta. O sea, cuando has acumulado algo de experiencia. Pero sobre todo cuando tienes los medios para hacerlo. Y creo que es justo decir, ahora que me acerco a los sesenta y cinco, que tengo esos medios.
Lo que tiene de bueno ser taxista es que, básicamente, eres tu propio jefe. No niego, por supuesto, que haya que rendir cuentas a la empresa, pero en general tú decides lo que haces. Si no quieres recoger a un pasajero, no pasa nada. Nadie te obligará a hacerlo.
Una noche desperté teniendo la certeza de que había alguien en la habitación. El corazón me latía con rapidez y yo no dejaba de pensar: «Está aquí. ¡Ahora!»
Yo sabía que era estúpido e irracional y todo lo demás. Pero, por mucho que me esforzara, no podía quitarme la idea de la cabeza. Hasta sentía el débil olor a humedad.
¡Hay algo aquí! No cabe duda… ¡Lo percibo!, seguí pensando. Pero no apareció nadie.
Y a la mañana siguiente ya me encontraba bien.
Fue el 23 de septiembre de 2004, exactamente a las tres, cuando salía del Royal Dublin Hotel, tras haber ayudado a llevar el equipaje a una anciana estadounidense, cuando ocurrió el hecho más maravilloso desde el nacimiento de mi hija. De una manera totalmente inesperada, pero, al mismo tiempo, en absoluto inesperada. Segundos antes tuve lo que supongo que se podría llamar un presentimiento. Me refiero a que era algo verdadero, tangible. Casi no podía respirar y era como si todo el cuerpo se me hubiera cubierto de escamas. Catherine estaba esperando en la parada de taxis del otro lado de la calle, cargada con dos pesadas bolsas de la compra. Parecía muy cansada, totalmente exhausta. En ese momento, la pasajera que yo llevaba era una norteamericana llamada Karen Venner y ahora comprendo lo estupefacta y desconcertada que se quedó por lo que debió de considerar una injustificada exhibición de grosería, que probablemente grabó mi imagen en su memoria.
—Sí —es todo lo que recuerdo haber dicho—, sí, ahora ¡págueme ya y váyase! —mientras, literalmente, le arrojaba el equipaje a la acera delante de la puerta del Royal Dublín Hotel.
No podía dejar de temblar y pensar en Catherine, que estaba tan cerca, tan próxima.
Y creo que no hace falta decir que mi corazón voló de inmediato hacia ella.
Sé que algunas personas pueden decir que eso es mentira, algo que uno podría esperar de Ned Strange. Que mi corazón sólo tenía dos cavidades, y si una de ellas estaba caliente, la otra casi con toda seguridad no lo estaba. Pero no es mentira. Claro que no.
—Catherine —suspiré—, mi querida Catherine.
Este es un día hechizado, seguí pensando, éste es uno de «los días hechizados» de verdad, mientras daba la vuelta con el coche, alejándome de la asustada Karen Venner y paraba junto a Catherine echándome la gorra sobre los ojos.