«Tú no puedes hablarles a los espacianos de ese modo, Lije. No lo permiten. (Baley se imaginaba escuchar la voz de Enderby con toda claridad, hasta los matices más delicados de su entonación.) Te lo advertí. Imposible apreciar el daño que has causado. Alcanzo a comprender tu punto de vista, créeme. Comprendo lo que estabas tratando de hacer. Si fuesen terrícolas, sería diferente. Yo diría que sí, arriésgalo. Corre el riesgo. Acorrálalos hasta que se muestren al descubierto. ¡Pero no a los espacianos! Pudiste habérmelo dicho, Lije. Pudiste habérmelo consultado. Yo los conozco. Los conozco por dentro y por fuera y por todas partes.»
¿Y qué podría alegar Baley? ¿Que Enderby era precisamente el hombre a quien no debía decírselo? ¿Que el proyecto suponía riesgos tremendos y que Enderby era un hombre de prudencia infinita? ¿Que había sido Enderby mismo quien señalara los gravísimos peligros tanto de un fracaso absoluto como de un éxito de alcance equivocado? ¿Que el único modo de evitar la desclasificación era demostrar que la culpabilidad radicaba precisamente en Espaciópolis...? Y Enderby contestaría:
«Será necesario redactar un informe acerca de esto, Lije. – Surgirán toda clase de repercusiones. Conozco a los espacianos. exigirán que se te retire del caso, y así será. ¿Comprendes eso, Lije? Yo, a mi vez, trataré de facilitarte las cosas. Puedes contar conmigo. Te protegeré hasta donde sea humanamente unible.
Y Baley sabía que esa sería la verdad exacta. El comisionado protegería hasta donde pudiera, mas sólo hasta donde pura, no hasta el punto de enfurecer a un alcalde colérico ya por sí.
También se figuraba escuchar al alcalde:
«¡Maldita sea, Enderby! ¿Qué hay de todo esto? ¿Por qué no me consultó a mí? ¿Quién gobierna esta ciudad? ¿Por qué permitió a un robot no autorizado que anduviera por la edad? ¡Y además ese maldito Baley...!»
Como mal menor, Baley podía esperar un descenso de categoría, lo cual ya era bastante malo. Aunque el hecho de vivir en la ciudad moderna aseguraba la posibilidad de la existencia esta para los que se hallaban desclasificados por completo, nadie estaba dispuesto a prescindir de los pequeños privilegios adquiridos. La renuncia a los mismos representaba siempre un serte contratiempo.
Le interrumpió la voz urgente del doctor Fastolfe.
–Señor Baley, ¿me escucha usted?
–¿Sí...? –parpadeó Baley. ¿Por cuánto tiempo habría permanecido allí como un idiota petrificado?
–¿Tendría la bondad de sentarse, señor? Habiendo concluido con el asunto que le preocupaba a usted, quizá le interese examinar algunas películas tomadas en la escena del crimen, y los acontecimientos que siguieron inmediatamente.
–No, muchas gracias. Me llaman asuntos urgentes a la edad.
–Supongo que el caso del doctor Sarton ocupa un lugar presente.
–Para mí no. Me figuro que ya nada me incumbe en este negocio. –De pronto se notó colérico–. ¡Maldita sea!, si podía usted demostrar que R. Daneel era un robot, ¿por qué no lo hizo? ¿por qué llevó tan lejos semejante farsa?
–Mi estimado señor Baley, a mí me interesaron muchísimo sus deducciones. En cuanto a que ya nada le incumbe en este asunto, lo dudo mucho. Antes de que el comisionado nos abandonara, acordamos mantener la cooperación con usted. Estoy seguro de que sabrá corresponder.
–¿Por qué? –preguntó Baley.
–Señor Baley, en general me he encontrado con dos clases de habitantes de la ciudad: sediciosos y políticos. Su comisionado está acostumbrado a nosotros y nos es útil; pero se ocupa de política. Nos dice sólo lo que nosotros deseamos oír. Nos consiente, si comprende lo que pretendo indicarle. Ahora bien, usted vino aquí y, con suma arrogancia, nos acusa de crímenes tremendos y trata de probarlos. Disfruté mucho con su proceso mental. Me pareció un desarrollo esperanzador.
–¿Esperanzador? –indagó Baley con sarcasmo.
–Sí. A usted le puedo hablar con franqueza. Anoche, señor Baley, R. Daneel se comunicó conmigo mediante subéter encubierto. Algunas peculiaridades de usted me interesan muchísimo. Por ejemplo, está el detalle relativo a la naturaleza de los libros-película en su apartamento. Varios de ellos tratan sobre temas históricos y arqueológicos. Eso nos hace suponer que usted se preocupa por la sociedad humana y que sabe algo respecto a su evolución.
–Nada impide que los detectives empleen su tiempo libre en libros-película.
–Por supuesto, y me agrada su selección de ocupaciones. Me ayudará en lo que pretendo hacer. En primer lugar, deseo explicarle el exclusivismo de los hombres de los Mundos Exteriores. Nosotros vivimos aquí en Espaciópolis; no visitamos la ciudad: nos mezclamos con ustedes, habitantes de la ciudad, sólo de manera muy rígidamente limitada. Respiramos el aire libre; pero cuando lo hacemos, nos ajustamos filtros. Aquí estoy ahora sentado con filtros en las ventanillas de la nariz, guantes en mis manos y un propósito inflexible de no acercarme a usted más de lo que pueda evitar. ¿Por qué supone usted que obramos así?
–Mejor no suponer –repuso Baley.
–Si discerniera usted como lo hacen algunos de sus conciudadanos, me diría que es porque menospreciamos a los hombres de la Tierra y evitamos rebajarnos en casta permitiendo que su sombra caiga sobre nosotros. Mas no es esa la razón. La verdadera respuesta es obvia por demás. El examen médico a que se le sometió a usted, así como los procedimientos de limpieza, no fueron rituales, sino necesarios.
–¿Por las enfermedades?
–En efecto. Los terrícolas que colonizaron los Mundos Exteriores se encontraron en planetas totalmente libres de bacterias terrestres y de virus. Trajeron los suyos propios, sin duda, pero traían también las técnicas médicas y microbiológicas más avanzadas. Se eliminaron los agentes de enfermedad y se estimuló el aumento de bacterias simbióticas. Gradualmente, los Mundos Exteriores se vieron libres de toda clase de enfermedades. Para no arriesgarse a una posible introducción de enfermedades, los Mundos Exteriores hicieron cada vez más rigurosos los requisitos para la entrada de inmigrantes terrícolas.
–¿Nunca ha padecido alguna enfermedad, doctor Fastolfe?
–No del tipo parasitario. Aunque todos estamos sujetos a enfermedades degenerativas, nunca he padecido lo que usted llamaría un resfriado o un catarro. De ser así posiblemente la consecuencia sería fatal. No poseo las defensas necesarias. Y los demás, tampoco. Aquí todos corremos el mismo riesgo específico. No poseemos las defensas naturales contra las enfermedades que invaden la Tierra. Usted mismo es portador de los gérmenes de casi todas las enfermedades conocidas, si bien están dominadas por los anticuerpos que su organismo ha desarrollado. Yo, en cambio, carezco de anticuerpos. El hecho de no acercarme responde a una simple protección.
–¿Por qué no se da a conocer la razón en la Tierra?
–Somos pocos. Además, como extranjeros aparecemos antipáticos. Mantenemos nuestra seguridad sobre la base de un prestigio muy precario como seres superiores. No podemos confesar que tenemos miedo de aproximarnos a un terrícola, al menos hasta que exista una mejor comprensión entre los terrícolas y los espacianos.
–Imposible en las circunstancias actuales. Precisamente los odiamos..., los odian por su pretendida superioridad.
–Nos damos perfecta cuenta del dilema.
–¿Lo sabe el comisionado?
–Nunca se lo explicamos con claridad, aunque quizá lo adivine. Es un hombre muy inteligente.
–Me lo habría dicho –murmuró Baley, pensativo.
El doctor Fastolfe levantó las cejas, perplejo.
–En tal caso usted no habría considerado la posibilidad de que R. Daneel fuese un espaciano. Haciendo a un lado las dificultades psicológicas, el efecto terrible del ruido y la multitud, subsiste el hecho escueto de que para nosotros entrar en la ciudad equivale a una sentencia de muerte. Por ello el doctor Sarton inició su proyecto de robots humanoides que penetrasen en la ciudad en lugar nuestro...
–Sí, R. Daneel me lo explicó.
–¿Acaso usted lo desaprueba?
–Dígame –comenzó Baley–: ¿por qué van ustedes a la Tierra?, ¿por qué no nos dejan tranquilos?
El doctor Fastolfe comentó con evidente sorpresa:
–¿Se encuentran ustedes satisfechos con la vida que llevan en la Tierra? ¿Cómo continuarán? Su población sigue aumentando. Es evidente que la Tierra se encuentra en un callejón sin salida.
–Aguantaremos –repuso Baley.
–Las dificultades serán enormes, lo cual significa inseguridad para el futuro.
Baley se movió inquieto en su silla.
–Ya he escuchado todo esto antes. Los medievalistas desean poner fin a las ciudades. Desean que regresemos a la tierra y la agricultura natural. Pues están locos. No podemos hacerlo. Es imposible caminar para atrás en la historia. Por otra parte, si la emigración a los Mundos Exteriores no estuviese restringida...
–Usted ya sabe por qué debe restringirse.
–Entonces...
–¿Y por qué no intentan una emigración a nuevos mundos? Hay millones de estrellas en la galaxia. Se estima que existen cien millones de planetas que son habitables o que pueden serlo.
–¡Eso es ridículo!
–¿Por qué? Los terrícolas han colonizado otros planetas en lo pasado. Más de treinta de los cincuenta Mundos Exteriores, incluso Aurora, donde yo nací, fueron colonizados directamente por terrícolas. ¿Acaso ya no es posible la colonización?
–Bien...
–Permítame sugerir que si ya no es posible, se debe al desarrollo de la cultura de las ciudades en la Tierra. Antes de las ciudades, la vida humana en la Tierra no era tan especializada que no pudiesen emigrar y comenzar una nueva etapa en un mundo primitivo. Lo hicieron treinta veces. Pero ahora los terrícolas están tan reblandecidos, tan aprisionantes en sus bóvedas de acero, que se encuentran sujetos, apresados para siempre. Usted, señor Baley, ni siquiera cree que un habitante de esta ciudad sea capaz de cruzar las campiñas para llegar a Espaciópolis. Cruzar el espacio para llegar a un nuevo mundo debe representar algo tan imposible como la cuadratura del círculo. El civismo está arruinando la Tierra, señor.
–De ser así, ello no incumbe a su pueblo. El problema es nuestro, y nosotros lo resolveremos. Si no, será nuestro camino particular rumbo a los infiernos.
Mejor su propio camino al infierno que el ajeno a los cielos, ¿eh? Imagino cómo se siente. No resulta agradable escuchar los sermones de un extraño. Y, sin embargo, desearía que su pueblo nos pudiera sermonear a nosotros; porque asimismo nosotros tenemos un problema similar al de ustedes.
–¿Exceso de población? –sonrió Baley con malicia.
–Similar, no idéntico. Nuestro problema es la falta de población. ¿Qué edad diría usted que tengo yo?
–Sesenta, presumo.
–Mejor presuma ciento sesenta.
–¿Qué?
–Ciento sesenta y tres cumpliré este año. Sí, años terrestres. Si la fortuna me ayuda, es posible que doble esa cifra. Los hombres en Aurora, como es bien sabido, llegan a pasar de los trescientos cincuenta años. Y el promedio de vida continúa en aumento.
Baley contempló a R. Daneel (quien durante toda esta conversación había estado escuchando en un silencio estólido), como si buscara en él confirmación de lo que estaba escuchando.
–¿Cómo es posible eso? –masculló.
–En nuestra sociedad resulta práctico concentrar el estudio de la gerontología y llevar a cabo investigaciones sobre los procesos de la edad. Nuestro promedio de nacimiento es bajo y el aumento de la población se gobierna con rigidez. Mantenemos una proporción definida de hombre a robot, estudiada con objeto de proporcionarle al individuo la mayor comodidad posible. Y, como es lógico, el desenvolvimiento de los niños se sigue con cuidado en sus defectos físicos y mentales antes de legar a la madurez.
–¿Quiere darme a entender que los matan si no...? –interrumpió horrorizado Baley.
–Cuando no alcanzan los requisitos. Sin ningún dolor. La idea le asombra del mismo modo que el crecimiento no reglamentado de los terrícolas nos sorprende a nosotros.
–Pero si estamos reglamentados, doctor Fastolfe. Cada familia tiene autorización para determinado número de hijos.
El doctor Fastolfe sonrió con tolerancia.
–Sí, un determinado número de no importa qué clase de hijos; no un número determinado de hijos sanos. Y aun así, abundan los bastardos; y la población aumenta.
–¿Quién se atreve a juzgar cuáles niños deben vivir?
–Eso es algo complicado, y no fácil de responder con una frase. Algún día podremos hablar de ello con detalles.
–Bien, ¿en dónde radica su problema? Al parecer, usted está satisfecho con su sociedad.
–Resulta estable. He ahí la dificultad. ¡Muy estable!
–Nada los satisface, pues –repuso Baley– Según usted, nuestra civilización linda el caos, y la suya le parece demasiado estable.
–Concibo como posible lo demasiado estable. Ningún Mundo Exterior ha colonizado otro nuevo planeta en dos siglos y medio. No existe posibilidad de colonización en lo futuro. Nuestras existencias en los Mundos Exteriores son demasiado largas para que se arriesguen, y muy cómodas para que las perturbemos.
–Sin embargo, usted mismo ha ido a la Tierra, arriesgándose con ello a contraer enfermedades.
–En efecto. Hay algunos que consideramos que para el futuro de la raza humana vale la pena correr el riesgo de perder una vida muy prolongada. Muy pocos de entre nosotros, lamento decirlo.
–¿Y cómo tratan los espacianos de mejorar la situación?
–Al introducir robots en la Tierra intentamos desequilibrar la economía de su ciudad.
–¿Es ése el modo de ayudar? –Los labios de Baley temblaban–. ¿Pretende informarme que intencionadamente están creando un creciente grupo de hombres desplazados y desclasificados?
–No por crueldad o indiferencia, créame. Un grupo de hombres desplazados, como usted los llama, es lo que necesitamos como núcleo colonizador. Su antiguo territorio fue descubierto por naves equipadas con hombres salidos de las prisiones. ¿No ve que la matriz de la ciudad le ha fallado al hombre desplazado? No tiene nada que perder, y mundos que ganar si abandona la Tierra.
–Pero no ha dado resultados...
–No, no los ha dado –convino el doctor Fastolfe con tristeza–. Hay algo que anda mal. El resentimiento de los terrícolas por los robots cierra todas las salidas. Y, sin embargo, estos mismos robots pueden acompañar a los humanos, allanar dificultades en el ajuste inicial de un mundo primitivo, y hacer práctica la colonización.