Bóvedas de acero (13 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Bóvedas de acero
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–Entonces, ¿qué? ¿Más Mundos Exteriores?

–No. Los Mundos Exteriores fueron establecidos antes de que el ciudadanismo se extendiera en la Tierra, antes de las ciudades. Las nuevas colonias se construirán por seres humanos que tienen la ciudad como fondo, más los principios de una cultura C/Fe. Será una síntesis, un injerto. Tal como se presenta ahora, la estructura misma de la Tierra se irá destruyendo, se precipitará al fondo en un futuro próximo; los Mundos Exteriores degenerarán y decaerán lentamente en un futuro algo más lejano; pero las nuevas colonias serán un retoño nuevo y sano, las que combinen lo mejor de ambas culturas. Mediante su reacción sobre los mundos antiguos, incluida la Tierra, quizá nosotros mismos ganemos una nueva vida.

–Tengo mis dudas, doctor Fastolfe. Todo está muy brumoso.

–Sí, es un sueño; pero piense acerca de él. –Bruscamente, el espaciano se puso en pie–. Ya he empleado con usted más tiempo del que permiten nuestros reglamentos de salubridad. ¿Tendrá a bien excusarme?

Baley y R. Daneel salieron del domo. La luz del sol, en ángulo un poco distinto y algo más amarillenta, los bañó de nuevo. En Baley surgía un vago asombro relativo a si la claridad solar pudiera ser diferente en otro mundo. Acaso menos ruda y brillante. Más aceptable.

¿Otro mundo? El espaciano feo y de orejas prominentes le había llenado la cabeza con singulares pensamientos. ¿Habrían los doctores de Aurora mirado bien al entonces niño Fastolfe para permitir que madurara? ¿No era demasiado feo? ¿Acaso su criterio no incluía también la apariencia física? Cuando la fealdad se convertía en deformidad y qué deformidades...

Mas cuando se desvaneció la luz del sol y penetraron por la primera puerta que conducía al Personal, esa modalidad le resultó más difícil de conservar.

Baley meneó la cabeza con exasperación. Todo le pareció ridículo. ¡Obligar a los terrícolas a emigrar, a establecer una nueva sociedad! ¡Puras tonterías! ¿Qué andarían buscando estos malditos espacianos?

Meditó sobre ello y no llegó a ninguna conclusión.

Muy despacio, su coche–patrulla circulaba por la calzada de los vehículos. La realidad emergía en torno a Baley. Su desintegrador le pesaba en gran manera. Por unos instantes, en el momento en que la ciudad se le cerró en derredor, sintió momentáneamente en la nariz un ligero y acre cosquilleo.

«La ciudad huele», pensó con sorpresa.

Pensó en los veinte millones de seres humanos amontonados entre los muros de acero de la enorme bóveda.

El estruendo vespertino de la ciudad flotaba a su alrededor.

Aceleró el vehículo al entrar en la curva en donde se iniciaba la autopista vacía.

–Daneel –llamó.

–Sí, Elijah.

–¿Por qué el doctor Fastolfe me estuvo confiando todas esas cosas?

–Deseaba imbuirle con la importancia de la investigación. No estamos aquí exclusivamente para resolver un asesinato; sino para salvar a Espaciópolis y, con ella, el futuro de la raza humana.

A lo que Baley replicó con sequedad:

–Más provechoso hubiera sido dejarme examinar el lugar donde se cometió el crimen y entrevistar a los que encontraron el cadáver.

–Dudo que hubiese obtenido nada interesante. Nosotros ya hemos examinado los hechos con detalle.

–¿Y no obtuvieron ni un indicio, ni una sospecha? ¿Ni un presunto?

–No. La respuesta debe de estar en la ciudad. Con todo, para ser exacto, sí consideramos un sospechoso.

–¿Quién? En nombre del diablo. ¿Quién?

–El único terrícola que estaba en escena. El comisionado Julius Enderby.

10
La Tarde de un Detective

El coche-patrulla se desvió a un lado y se detuvo junto a la pared de la autopista. El zumbido del motor hacía que el silencio se sintiese muerto y denso.

Baley miró al robot junto a él y le preguntó con un tono de voz incongruentemente tranquilo:

–¿Qué?

El tiempo se dilataba mientras Baley aguardaba la respuesta. Una vibración leve y solitaria se elevó, alcanzó un punto mínimo de percepción y luego se esfumó. Era el rumor de otro vehículo que avanzaba próximo a ellos. En ningún instante del día o de la noche podía considerarse vacío por completo todo el sistema de autovías, y, sin embargo, de seguro que existían callejones individuales que nadie frecuentaba durante años. Con claridad repentina y devastadora recordó una historieta de cuando era joven.

Se refería a las autopistas de Londres, y comenzaba, muy pausadamente, con un asesinato. El asesino huyó rumbo a un escondrijo escogido de antemano en un rincón de una autovía, en cuyo polvo las huellas de sus propios zapatos representaban el único cambio en un siglo. En ese agujero abandonado podría aguardar con seguridad a que la búsqueda concluyese.

Pero tomó una encrucijada al revés, y en el silencio y la soledad de aquellos corredores tortuosos lanzó un juramento desafiando a la Santísima Trinidad y a todos los santos del cielo, porque a pesar de todos ellos llegaría a su refugio.

Desde ese momento, ninguna vuelta le resultó bien. Vagó a través de un laberinto sin término desde el sector de Brighton en el Canal hasta Norwich, y desde Coventry hasta Canterbury. Se enterró indefinidamente bajo la gran ciudad de Londres, a lo largo de la esquina sudeste de la Inglaterra medieval. Sus ropas se convirtieron en andrajos y los zapatos en tiras de cuero; sus fuerzas se consumían, mas nunca lo abandonaron por completo. Cansado y muerto de cansancio, era incapaz de detenerse. Lo único que podía hacer era continuar siempre hacia adelante, dando siempre vueltas equivocadas en su absurdo avance.

A veces escuchaba el ruido de coches que pasaban, en algún corredor adyacente. Por más que corría y se apresuraba (pues para entonces ya se hubiese entregado con verdadero gusto), el sitio adonde llegaba se encontraba vacío. En ocasiones vislumbraba una salida a lo lejos, que lo llevaría a la vida de la ciudad, pero aquélla brillaba cada vez más distante a medida que se aproximaba, hasta que, al dar una vuelta, ¡desaparecía!

De vez en cuando, algunos londinenses que andaban por aquellos sitios subterráneos veían una figura brumosa que cojeaba rumbo a ellos, en silencio, con un brazo semitransparente levantado en gesto de súplica, la boca abierta y gesticulante, mas sin producir sonido ninguno. Y, al aproximarse, saludaba y se desvanecía.

Era una historieta que había ya perdido todo atributo de ficción ordinaria y entrado en los dominios de la leyenda. «El londinense vagabundo» se convirtió en una expresión familiar en todo el mundo.

En las profundidades de la ciudad de Nueva York, Baley recordó la narración y se estremeció, intranquilo.

R. Daneel habló a su vez, y hubo un pequeño eco. Decía:

–Nos pueden escuchar.

–¿Aquí? Ni por asomo. Ahora bien, ¿qué hay del comisionado?

–Se encontraba en el lugar de los acontecimientos, Elijah. Es un habitante de la ciudad. Inevitablemente cae en la categoría de los sospechosos.

–¿Sigue siendo sospechoso?

–No. Su inocencia se comprobó con rapidez. En primer lugar, no poseía ningún desintegrador. Imposible que lo tuviera: había entrado en Espaciópolis del modo común y corriente. Como tú sabes muy bien, el modo ordinario de proceder elimina los desintegradores.

–A propósito, ¿se halló el arma con que se cometió el crimen?

–No, Elijah. No hubo un solo desintegrador de Espaciópolis que no se examinara, y ninguno había sido disparado en el curso de varias semanas. Un examen de las cámaras de radiación resultó concluyente.

–Entonces, ocultó el arma de modo tan perfecto...

–Imposible que lo haya ocultado en Espaciópolis. Nuestras investigaciones fueron completas.

A lo que Baley interpuso con impaciencia:

–Estoy tratando de considerar todas las posibilidades. Fue preciso que se ocultara o el asesino se lo llevó consigo cuando huyó.

–Exactamente.

–Y si admites como única la segunda posibilidad, el comisionado queda eliminado.

–En efecto. Además, como precaución, le practicamos el análisis cerebral.

–¿Qué?

–Por análisis cerebral se entiende la interpretación de los campos electromagnéticos de las células vivientes del cerebro.

–¡Oh! –exclamó Baley, sin comprender–, y ¿qué indica eso?

–Nos suministra datos relativos a la conformación temperamental y emocional de un individuo. En el caso del comisionado Enderby, nos informó que era incapaz de matar al doctor Sarton.

–No –convino Baley–, no es el tipo. Yo pude haberles dicho eso mismo.

–Preferimos contar con informes objetivos. Como es natural, todos los habitantes de Espaciópolis aceptaron el análisis.

–Todos incapaces, supongo.

–Sin ninguna duda. Por ello mismo sabemos que el asesino tiene que ser un habitante de la ciudad.

–Bueno, pues entonces todo lo que tenemos que hacer es someter a toda la ciudad a ese pequeño y maravilloso experimento.

–No resultaría práctico, Elijah. Existirían millones que, por temperamento, serían capaces de hacerlo.

–Millones –gruñó Baley, pensando en las muchedumbres de aquel día ya lejano que vociferaban contra los cochinos espacianos, y en la multitud amenazante e injuriante en el exterior de la tienda de zapatos.

«¡Pobre Julius, un sospechoso!», pensó.

Podía escuchar la voz del comisionado que describía los momentos que siguieron al descubrimiento del cadáver.

Era brutal, ¡brutal!

Nada tiene de asombroso que con el sobresalto y la preocupación hubiese roto sus gafas. Ni tampoco el hecho de que no deseara regresar a Espaciópolis.

–¡Los odio! –había mascullado.

¡Pobre Julius! El hombre que podía manejar a los espacianos, el hombre cuyo mayor valor para la ciudad consistía en su habilidad para entendérselas con ellos. ¿En qué proporción habría contribuido eso a sus rapidísimos ascensos?

Tampoco era asombroso que el comisionado hubiese deseado que Baley se encargase del asunto. El muy fidelísimo Baley, el bueno y viejo amigo de boca hermética. ¡Compañero de colegio! Mantendría la boca callada si llegaba a descubrir algo de ese incidente. Baley se preguntaba cómo se efectuaría el análisis cerebral. Se figuraba enormes electrodos, pantógrafos especiales, líneas como telas de araña, como grafías sobre papel pautado, palancas automáticas que entraban en juego y operaban en todo momento.

Pobre Julius. Si su estado de ánimo estuviese tan pasmado como casi tenía derecho a estarlo, tal vez pudiera hallarse ya contemplando el final de su carrera, con una obligada carta de renuncia a manos del alcalde.

El coche-patrulla se desvió hacia los planos inferiores colindantes al palacio municipal.

Eran las 14.30 cuando Baley llegó a su despacho. El comisionado había salido. El sonriente de R. Sammy no sabía a qué horas regresaría ni en dónde se encontraba.

A las 15.20, R. Sammy le dijo:

–El comisionado acaba de llegar, Lije.

–¡Gracias! –repuso Baley.

Por primera vez escuchó a R. Sammy sin sentirse molesto. Después de todo, R. Sammy era una especie de pariente de R. Daneel, y desde luego, R. Daneel no era una persona –o una cosa– con la que hubiera de disgustarse. Baley se preguntó cómo sería en un nuevo planeta con hombres y robots iniciándose al mismo tiempo en una cultura de ciudad. Y, sin apasionamiento, reflexionó sobre la situación.

El comisionado hojeaba unos documentos cuando Baley entró.

–¡Vaya metedura de pata hiciste en Espaciópolis! –le soltó Enderby.

Y se le volvió a presentar toda la escena. El duelo verbal con Fastolfe...

Su rostro alargado adoptó una lúgubre expresión de vergüenza.

–Confieso que así fue, comisionado. Lo siento.

Enderby levantó la vista. Su expresión resultaba de astucia a través de las gafas. Parecía seguro de sí mismo.

–¡No importa! –afirmó–. Aparentemente, Fastolfe no le dio ningún valor; así que vamos a olvidarnos de ello. Resultan imprevisibles esos espacianos. La próxima vez será mejor que cuando decidas convertirte en un héroe subetérico lo consultes antes conmigo.

Baley asintió. Trató de enfocarlo todo desde el exterior. No resultó. Y por otra parte le sorprendía que Enderby lo aceptara todo con tanta naturalidad. Pero así era. Explicó:

–Escuche, comisionado. Necesito un apartamento para dos personas, para Daneel y para mí. No puedo llevármelo conmigo a casa esta noche.

–¿Qué estás diciendo?

–Se ha difundido la noticia de que es un robot. ¿Lo recuerda? Posiblemente no suceda nada; pero si estalla un tumulto o un motín, no deseo que mi familia se encuentre metida en el escándalo. ¿De acuerdo?

–¡Tonterías, Lije! Ya he ordenado que se hagan investigaciones. No existe el menor rumor en la ciudad.

–Jessie lo supo de algún sitio.

–Bien, pero no existe ningún rumor organizado. Nada peligroso. Me he ocupado de comprobarlo desde el instante en que me retiré de la pantalla en el domo de Fastolfe. Por esa razón me ausenté. Tenía que seguirle la pista, naturalmente, y con rapidez. De todos modos, aquí. están los informes. Observa tú mismo. Este informe es de Doris Gillid. Se introdujo en media docena de Personales de Mujeres, en diversas partes de la ciudad. Ya conoces a Doris y sabes de su competencia. Pues bien, no descubrió nada anormal en ninguna parte.

–Entonces, ¿cómo lo supo Jessie?

–Fácil es de explicarlo. R. Daneel dio todo un espectáculo en la zapatería. Dime, Lije, ¿apuntó en realidad con un desintegrador o tú exageraste un poco?

–Desenfundó el desintegrador... y lo apuntó.

Enderby meneó la cabeza.

–Alguien lo reconocería como robot.

–¡Un momento! –exclamó Baley indignado–. Es imposible reconocerlo como robot.

–¿Por qué?

–Yo no pude. ¿Acaso pudo reconocerlo usted?

–¿Y eso qué demuestra? Nosotros no somos expertos. Supongámonos que allí, entre la multitud, hubiera un técnico de las fábricas de robots de Westchester, vamos, un experto. Advierte algo extraño en R. Daneel, Quizás en su manera de hablar o de comportarse. Reflexiona en ello y se lo comunica a su esposa. Ella se lo confía a sus amigos. Luego el rumor se extingue, por improbable. La gente no cree en él; sólo que llegó a Jessie antes de apagarse.

–Puede –consintió Baley, dudoso–. ¿Y qué me dice en cuanto al apartamento para dos?

El comisionado se encogió de hombros y levantó al audífono del intercomunicador. Tras unos instantes, le informó:

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