—¡Bien! —comenzó—. Admito que acerté al elegiros ya que habéis hecho justicia a vuestra fama de hombre justo; por lo tanto, lo mejor será que las aguas regresen a su cauce. —Indicó el documento—. Guardadlo de momento, y continuad con vuestras investigaciones.
—¿Y el Capitán De Luna? —insistió machacón el franciscano.
—Os recibirá mañana.
—¿Seguro?
—Os doy mi palabra. No se moverá de su casa en todo el día.
Así fue, en efecto, y cuando a la caída de la tarde, pasado el insoportable bochorno de un agobiante clima al que aún no había conseguido acostumbrarse, Fray Bernardino de Sigüenza golpeó tímidamente la puerta de la «mansión» de adobe y piedras que el Vizconde de Teguise compartía con Fermina Constante, la hermosa prostituta abrió para contemplarle con gesto despectivo, e inquirir groseramente:
—¿Qué tripa se os ha roto?
El frailuco dirigió una divertida mirada al enorme vientre de quien se encontraba ya a punto de dar a luz, y señaló con intención:
—No la misma que se os va a romper muy pronto, supongo… —Cambió el tono—. El Capitán me espera.
—¿A Vos? —se asombró la barragana—. ¿Sois por ventura el Inquisidor?
—Ni el Inquisidor, ni mucho menos por ventura —aclaró sin inmutarse—. De momento no soy más que el Pesquisidor que investiga la posibilidad de encausar a
Doña Mariana Montenegro
. ¿Puedo pasar?
La otra echó a un lado su enorme panza al tiempo que le franqueaba el paso con un amplio ademán del brazo.
—Encontraréis al Capitán en el patio del fondo. No tiene pérdida.
Poca pérdida podía haber, visto el diminuto tamaño de la vivienda, por lo que descubrió de inmediato al Vizconde de Teguise roncando mansamente a la sombra de un «merey», meciéndose en una de aquellas hamacas indígenas a las que tan rápidamente parecían haberse acostumbrado los españoles a la hora de la siesta.
Le rozó apenas el brazo y, el otro abrió de inmediato los ojos dirigiéndole una larga mirada de fastidio.
—¿Fray Bernardino de Sigüenza? —quiso saber—.
—El mismo.
—Tomad asiento. —Hizo un indeterminado gesto con la mano que podía significar cualquier cosa—. Supongo que no os importará que responda a vuestras preguntas desde aquí.
—En absoluto.
El franciscano aproximó una desvencijada silla que encontraba mal acomodo en la húmeda tierra del jardín, y cuando al fin se sintió seguro, estudió con detenimiento al hombre de negrísima barba y ojos gélidos que mantenía en todo momento una actitud despectiva.
Siguieron unos minutos embarazosos, de silencio roto tan sólo por el parloteo de un escandaloso papagayo posado en una percha, y al fin, viendo que el recién llegado no sabía cómo romper el hielo, fue el dueño de la casa el que inquirió desabridamente:
—¿Queréis hablar conmigo…? ¡Pues hablad!
—El tema es delicado.
—No en lo que a mí respecta.
—Se trata de vuestra esposa.
—Ya no la considero tal, y hace tiempo que decidí no dedicarle ni un solo pensamiento.
—Sin embargo, dedicasteis varios años a tratar de vengar el mal que os hizo.
—El tiempo borra muchas cosas. —El Capitán De Luna hizo una corta pausa—. Y os supongo enterado del juramento que hice de no volver a molestarla. Por mí es como si estuviera muerta.
—Pero aún vive.
—No por mucho tiempo por lo que tengo oído.
—Eso dependerá, en primer lugar, de que se la procese o no. Más tarde, será la Santa Inquisición la que decida.
—¿Acaso hay dudas? Porque os recuerdo que también yo fui testigo de la matanza que provocó con sus hechizos. —Se alzó levemente apoyándose en un codo—. Si alguien puede iniciar un diabólico incendio y matar a tantos inocentes sin recibir castigo, es que mucho han cambiado las cosas en estos últimos tiempos.
—¿Vos deseáis su muerte?
—Unicamente si se demuestra su culpabilidad.
—¡Curioso! —puntualizó el franciscano—. Son casi las mismas palabras que pronunció vuestro lugarteniente, Baltasar Garrote.
—Y supongo que serían las mismas que pronunciaría todo cristiano justo y consciente.
—Tal vez, pero decidme: en todos los años que convivisteis con ella, ¿nunca advertisteis nada extraño? ¿Nada que os inclinara a sospechar que podía tener tratos con «El Maligno»?
—Nunca.
—¿Y no os sorprende el cambio?
—En absoluto. Imagino que «El Maligno» se apodera de las almas cuando lo estima conveniente. Y en este caso debió hacerlo cuando conoció al cabrero.
—Contádmelo.
—No hay mucho que contar. Yo estaba luchando contra los guaraches de Tenerife y al regresar tuve conocimiento de que una noche de luna llena los habían visto fornicar en un claro del bosque, dando grandes gritos con los que parecían invocar al diablo. —El Vizconde hizo un significativo gesto de impotencia—. Si no me atara un juramento, afirmaría que fue ese maldito cabrero el que le metió los demonios en el cuerpo. Algo extraño hay en él, puesto que aseguran que sobre vivió a la masacre del Fuerte de la Natividad y a varios años de esclavitud entre los caníbales.
—¿Pudo ser él, y no
Doña Mariana
, quien provocara el incendio del lago?
—Si así fuera, ella lo reconocería. ¿O no?
—Tal vez el amor le hace callar.
—¿Un amor capaz de morir en la hoguera por guardar un secreto? ¡Vamos, padre! Sabéis como yo que eso no existe a no ser que esté inspirado por el mismísimo Lucifer. —El Capitán De Luna se puso en pie pausadamente, se sirvió un generoso vaso de vino de una jarra que se encontraba sobre la mesa del fondo del patio, y sin molestarse en ofrecerle a su huésped, añadió displicente—: Pero mejor será callar. Siempre cumplo mis juramentos y no quisiera hundirla más de lo que está.
—¿Pero tampoco haríais nada por salvarla?
—¡Desde luego! Quien ensució mi nombre y fue capaz de causar tanto daño, merece lo que le ocurra.
—¿Por mucho que pueda perjudicaros?
—¿Perjudicarme? —se sorprendió el otro que había tomado asiento sobre la mesa y bebía despacio y con delectación el enorme vaso de vino—. ¿Qué puede hacerme desde donde se encuentra ahora?
—¿Ella…? Nada —señaló sin inmutarse el pestilente frailecillo—. Nada en absoluto.
—¿Entonces?
—Tened en cuenta que si la Inquisición la encuentra culpable de brujería y decide ajusticiarla, todos sus bienes y los de sus parientes más cercanos, en este caso Vos, pasarían a ser propiedad de la Iglesia.
Resultó evidente que la aclaración tomaba por sorpresa a su interlocutor, cuyo rostro palideció al tiempo que la mano le temblaba de un modo casi imperceptible.
—¡No es posible! —exclamó desconcertado.
—Lo es.
—¡Pero si hace años que estamos separados!
—A los ojos de la Iglesia continuáis siendo su esposo, y en ciertos casos, todos los bienes de los cónyuges, padres, hijos y hermanos de un reo de hechicería, revierten a la Iglesia o el Estado.
—¡Eso es injusto!
—Es la ley.
—Es una ley injusta.
—Por definición ninguna ley puede ser injusta, dado que esas mismas leyes constituyen los pilares de esa justicia. —Fray Bernardino de Sigüenza sonrió ladinamente, al añadir—: Lo que puede que sea injusto es el sistema que dicta tales leyes, pero eso es algo que deberíais reclamar personalmente a vuestro primo, el Rey.
Fue a partir de ese instante cuando el Capitán De Luna pareció comprender —al igual que habían comprendido tantos otros, quizá demasiado tarde— que aquel hediondo, mocoso, pulguiento y aparentemente despreciable frailuco era en realidad un avieso hijo de puta que parecía estar aguardando, como una oscura araña, a que su desprevenida víctima cayera en la trampa que con infinita paciencia y habilidad había ido tejiendo a su alrededor.
Permaneció por tanto muy quieto, trepado en la mesa como si se hubiera convertido de pronto en el refugio que le ponía a salvo de una inesperada inundación antes de exclamar:
—¡Me niego a aceptar que esa maldita bruja me siga haciendo daño incluso desde la tumba! ¡La odio! —masculló casi mordiendo las palabras—. ¡Dios, cómo la odio!
—Deberíais moderar vuestro lenguaje. Recordad que estáis hablando con el Pesquisidor de este enojoso asunto.
—Empiezo a saber muy bien con quién estoy hablando —admitió el otro con el desangelado tono de quien se siente hastiado de todo—. Pero llega un momento en la vida de un hombre en el que no le importa nada de cuanto pueda ocurrir. —Bebió de nuevo, pero esta vez con aire de fatiga, como si en verdad se sintiese derrotado e incapaz de reaccionar—. ¡Mirad a vuestro alrededor! —pidió haciendo un amplio gesto con la mano que aún sostenía el vaso—. Ved dónde habito en compañía de una ambiciosa prostituta que espera un hijo que ni siquiera estoy seguro de que sea mío. ¿Creéis que este lugar y esta forma de vida son dignas de un Vizconde, héroe de seis batallas, emparentado con el Rey y dueño tiempo atrás de una sólida fortuna? —Negó convencido—. ¡No! No lo es, y a todo ello me ha conducido el hecho de haberme enamorado como un niño de una criatura dulce, bella e inteligente, a la que le entregué mi nombre, mi honor e incluso mi vida…
Guardó silencio, como si evocara un tiempo ido, perfecto y maravilloso, que jamás volvería, y Fray Bernardino de Sigüenza permaneció muy quieto, observándole, consciente de la sinceridad del dolor y la amargura que experimentaba aquel hombre en apariencia fuerte y agresivo.
—¿Dónde estuvo mi error? —inquirió al fin el Capitán, como si esperara en verdad una respuesta—. ¿En dejarla sola? Me ordenaron ir a la guerra y yo cumplí con mi obligación de súbdito y soldado. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Nada, supongo.
—¡Tres meses estuve fuera! Tres meses de hambre, sueño y fatigas sin cuento persiguiendo guanches salvajes por agrestes montañas, increíbles barrancos e impenetrables bosques. ¿Conocéis la isla de Tenerife?
—La vi de lejos cuando venía hacia aquí.
—Tiene una montaña enorme, el Teide, con nieve en la cumbre y fuego en las entrañas, que de tanto en tanto ruge y lanza humo y lava aterrorizando al más valiente. —Chasqueó la lengua como si a él mismo le costara trabajo creerlo—. Y cae de tal forma sobre el mar, que a cada paso te aguarda una emboscada, o te arrojan desde lo alto enormes rocas que arrastran otras ciento. Perdí docenas de hombres, fui herido, sufrí lo indecible, pero siempre me mantuvo la esperanza de volver junto a mi amada. —Lanzó un sonoro resoplido—. ¡Mi amada! Mi amada esposa ante Dios y ante los hombres yacía entretanto en brazos de un demonio con figura de cabrero pelirrojo.
—¿Pelirrojo? —se sorprendió el franciscano.
—¡Pelirrojo! —refrendó el otro—. Una vez lo tuve casi al alcance de la mano y lucía una inmensa melena roja que le cubría media espalda como las llamas del infierno.
—¡Extraño! Nunca oí hablar de guanches pelirrojos.
—Este lo era. Y su madre había sido una salvaje hechicera que jamás bajó de las montañas, donde según decían mantenía trato carnal con los machos cabríos.
—¿Estáis seguro de eso?
—Así me lo contaron. Y lo que sí es cierto es que allí por donde pasa ese bastardo ocurren cosas extrañas. Un asturiano que viajaba a bordo de la
Santa María
, y que vive aquí cerca, asegura que era él quien empuñaba el timón cuando la nave encalló perdiéndose para siempre en las costas del norte.
—Tal vez estemos equivocados y no sea a
Doña Mariana
a quien debamos juzgar, sino al cabrero —musitó apenas el fraile—. En cierta ocasión oí decir que uno de los más nefandos discípulos de Lucifer, siente predilección por los pelirrojos a la hora de encarnarse.
—¿En verdad creéis que puede tratarse de un auténtico demonio que haya adoptado forma humana? —se sorprendió el Vizconde.
—En absoluto —replicó convencido el franciscano—. Pero sí pudiera darse el caso de que se tratase de un hijo que un demonio hubiese engendrado en esa salvaje guanche.
—¿Y qué fin aguarda a quien ha mantenido trato carnal con un hijo de un demonio y espera a su vez un hijo suyo?
—Lo ignoro —fue la sincera respuesta—. Ese es un delicadísimo tema sobre el que tan sólo las más altas autoridades eclesiásticas podrían pronunciarse.
Pese a que pasaran gran parte del tiempo juntas, durmieran en la misma habitación a espaldas del astillero de Sixto Vizcaíno, y todos cuantos les rodeasen se esforzaran por conseguir que ninguna de ellas se considerase discriminada frente a la otra o frente a los restantes niños de la comunidad, Araya y Haitiké eran dos criaturas absolutamente diferentes.
A sus nueve años, el hijo de
Cienfuegos
y la princesa haitiana Sinalinga podía ser considerado el primer mestizo nacido en las Indias Occidentales, y los rasgos de su retraído carácter aparecían marcados por lo que sería con el transcurso del tiempo la forma de comportamiento de la mayoría de los de su raza, mientras que por su parte, la etérea Araya, último descendiente quizá de una tribu en trance de extinción, hacía alarde de una vitalidad, una decisión y una confianza en sí misma, que sorprendía y desconcertaba en una chiquilla que llevaba camino de convertirse en una inquietante mujer de agresivos rasgos e indescriptible magnetismo.
Haitiké no parecía tener interés por nada que no fuese el mar, los barcos y la cartografía, en tanto que la curiosidad de Araya y sus ansias de saber no conocían fronteras, y no sólo hablaba, leía y escribía ya correctamente en castellano, sino que se interesaba de igual modo por el latín, el francés, la medicina y todo cuanto el mundo al que acaba de llegar fuera capaz de enseñarle.
Jugaban juntos pero sólo a base de mutuas y continuas concesiones a los gustos del otro, y la muchacha había adoptado desde el principio una actitud protectora y casi maternal hacia un mocoso que lejos de la cubierta de un navío daba siempre la impresión de encontrarse completamente desplazado.
Haitiké sabía que
Cienfuegos
era su padre y experimentaba un innegable amor y admiración por el cabrero, pero aun así resultaba evidente que se sentía mucho más a gusto en compañía de Bonifacio Cabrera, mientras que entre
Cienfuegos
y la niña existía una compenetración muy difícil de explicar para quien no estuviese al corriente de que compartían infinidad de secretos sobre el inmenso y desconocido universo que nacía al borde mismo de las playas del Nuevo Continente.