—¿Estáis absolutamente seguro de lo que decís?
—Lo vi con mis propios ojos.
—¿A qué distancia se encontraba el barco?
—A tiro de piedra.
—¿Y pudisteis distinguirlo con claridad pese a que por lo que tengo entendido el incendio tuvo lugar al anochecer?
—No fue al anochecer, sino a la caída de la tarde, y por eso mismo pude ver a
Doña Mariana
recortándose contra el disco del sol, erguida con su negro y largo vestido de hechicera. —El lugarteniente del Capitán León de Luna hizo una dramática pausa buscando sin duda impresionar a su interlocutor, y extendiendo el brazo en ademán melodramático, añadió—: De su mano nació el fuego.
Fray Bernardino de Sigüenza permaneció muy quieto, olvidando incluso de rascarse, tal vez impresionado por el complejo relato, o tal vez tratando de discernir hasta qué punto cabía dar crédito a tan fantástica historia.
Sin poder evitarlo experimentaba un instintivo malestar en presencia de Baltasar Garrote, al igual que se sentía gratamente atraído por la personalidad de la acusada, pero conocedor como era de las sutiles intrigas de «El Maligno», se preguntaba hasta qué punto podía estar éste influyendo sobre su mente.
Si
Doña Mariana Montenegro
era, como pretendían, una sierva del «Angel Negro», no resultaba extraño que su amo tratara de salvarla haciéndola parecer inocente ante sus ojos, pues sabido era que el demonio era por propia naturaleza el ente más capacitado que existía para confundir al ser humano haciendo que el bien se le antojara mal y viceversa.
Un auténtico inquisidor ducho en su oficio tenía que saber aceptar que no siempre su razonamiento era el correcto, y a menudo se veía en la obligación de enfrentarse al hecho indiscutible de que la verdad era mentira, mientras que lo que sus ojos tomaban por mentira, era verdad.
Pero —y eso lo había discutido a menudo con sus colegas dominicos— podía darse el caso de que Lucifer fuera más allá aún en sus maquinaciones, haciendo que la verdad fuera auténtica verdad, intentando así obligar a creer que, no obstante, era mentira.
De ese modo, dictar veredicto cuando se trataba de juzgar a un auténtico siervo de «El Maligno» podía llegar a convertirse en un simple juego de azar en el que no existían más que dos opciones: acertar o no acertar a la hora de mandar a alguien a la hoguera, independientemente de las pruebas a favor o en contra que pudiesen acumular sobre la mesa, puesto que como ya señalara en su día el Gran Inquisidor Bernardo Guí: «Nadie que muere en la hoguera es del todo inocente, puesto que en los últimos instantes de su vida blasfema de tal forma, que tan sólo por semejante ofensa a Dios, merece ser quemado.»
Aunque según tan demencial teoría, muy propia de un fanático discípulo de Corvado de Marburgo, aquellos que perecieron abrasados en el incendio del lago también eran por tanto culpables de blasfemia y ofensa a Dios, por lo que merecían de igual modo la muerte, visto lo cual no cabía culpar de delito alguno a
Doña Mariana Montenegro
.
Al moqueante frailecillo empezaba a obsesionarle seriamente la posibilidad de convertirse en víctima de las falacias de un sistema que empujaba inexorablemente a retorcer más y más los argumentos con miras a llegar a un punto en el que lo único importante era imponer el criterio que más conviniera en cada caso a la razón de Estado, sin tener en cuenta para nada la validez de la auténtica razón.
Al fin y al cabo, y como hombre docto e imparcial en todo cuanto no se relacionase con la fe, había llegado a la conclusión de que la verdad está siempre del lado de quien mejor sepa exponer sus argumentos, y que la mayor parte de las veces, cuando el ser humano busca esa verdad lo hace como el ciego que intenta averiguar el significado del color azul a través de muy distintas versiones.
—Definidme el azul —inquirió de pronto desconcertando a su interlocutor, que no pudo por menos que temer una sutilísima trampa.
—¿El azul? —repitió intentando ganar tiempo—. ¿Qué clase de azul?
—El azul que más os plazca —fue la impaciente respuesta—. Uno cualquiera. Imaginad que soy un ciego y pretendéis hacerme comprender lo que es el azul.
—Eso es del todo imposible.
—¿Por qué razón?
—Porque si un ciego no puede concebir la existencia de los colores, menos podrá concebir un color determinado.
—Excelente argumento —admitió Fray Bernardino—. Sois un hombre inteligente y de recursos.
—¡Gracias!
—No hay de qué. Pero ello me obliga a preguntarme por qué razón un hombre inteligente y que en apariencia no tiene problema alguno, se complica la vida sabiendo, como debéis saber, que «quien despierta a "La Chicharra" se arriesga a no dormir».
Se diría que al
Turco
Baltasar Garrote le sorprendía no ya el hecho de que el buen fraile supiera el popular sobrenombre del Santo Oficio, sino sobre todo que fuese capaz de emplearlo de una forma tan natural y sin reparos.
—Ya os he puesto al corriente de mis razones —musitó al fin.
—En efecto —aceptó el otro—. Lo habéis hecho. Pero me resisto a aceptar que sea tan sólo un exceso de celo o el ansia de justicia lo único que os mueve. ¿No estará detrás de todo esto la mano del Capitán León de Luna?
—¿Por qué habría de estarlo?
—Porque tengo entendido que odia a
Doña Mariana Montenegro
.
—Y es cierto —admitió el otro—. Pero también es cierto que juró por su honor que jamás volvería a intentar nada contra ella, y es hombre que siempre cumple sus promesas.
—¿Refrendasteis Vos también tal juramento?
—¿Yo? ¿Por qué razón habría de hacerlo?
—Por solidaridad con quien os paga.
—Era mi jefe en negocios de armas, no de sentimientos. Yo no odiaba a
Doña Mariana
.
—Y ahora… ¿La odiáis?
—La odiaré si se demuestra que es la causante de esas muertes, pero si el Santo Oficio, con su infinita sabiduría, establece su inocencia, olvidaré mis resquemores y seré incluso capaz de pedirle públicas disculpas aceptando de todo corazón el veredicto.
¡«Veredicto»!
Aquélla era la palabra que con más insistencia acudía una y otra vez a la mente de Fray Bernardino de Sigüenza; la que se instaló aquella noche y las siguientes en su minúscula y calurosa celda como un molesto huésped impertinente; la que le obligaba a despertarse al amanecer sudando frío, y la que le impulsaba a dudar más que ninguna otra de su propia capacidad de serle de utilidad a la Santa Iglesia en tan espinoso asunto.
Inquísitio
y no
acusatio
, había sido la frase más justamente esgrimida en su momento, pero el mugriento franciscano tenía plena conciencia de que el simple hecho de aceptar que existía una mínima base argumental que le impulsase a seguir adelante con sus averiguaciones convirtiendo la
Inquísitio
en
acusatio
, haría que las posibilidades de que
Doña Mariana Montenegro
se librase de morir en la hoguera fueran más bien escasas.
Si el Santo Oficio tomaba la firme decisión de atravesar el inmerso océano para establecer todo el peso de su autoridad en el Nuevo Mundo, lo haría con el estruendo, la pompa y el boato que exigiría la ocasión, y no cabía esperar por tanto que aceptara en modo alguno un veredicto absolutorio, ya que eso significaría alimentar en el ánimo del populacho la vana ilusión de que el exceso de agua de mar había servido para sofocar el ardor de sus hogueras.
—Quien quiera que sea el primero, arderá hasta los huesos —se dijo—. Porque lo que habrá de prevalecer en ese caso, no será la razón o la sinrazón de una inocencia, sino un principio de autoridad que no admite más dialéctica que la del terror y la violencia.
El canario
Cienfuegos
estableció su campamento en un diminuto claro del bosque que dominaba la ciudad por el Noroeste, a tiro de bombarda de las primeras chozas, en un otero desde el que controlaba a la perfección las idas y venidas de los centinelas de la torre.
No era en verdad un lugar que pudiera considerarse un campamento estable, ya que para el gomero cualquier rincón de la selva, al aire libre, constituía un hogar tan válido como cualquier otro, visto que su lecho era el punto en que se dejaba caer para cerrar los ojos de inmediato, y su mesa allí donde encontraba alimento.
Una infancia solitaria en las montañas de La Gomera, y una juventud vagando sin destino a lo largo y lo ancho de un inmenso continente desconocido, habían conseguido el milagro de que pudiese dormir a pierna suelta bajo un sol inclemente o una lluvia torrencial, y saciarse hasta el eructo donde cualquier otro se moriría de hambre.
Y es que
Cienfuegos
se había convertido con el paso del tiempo en el más claro exponente de la unión de dos inculturas de muy distinto signo, dado que la forma de existencia más primitiva del Viejo Mundo —un pastor de cabras analfabeto de una isla semisalvaje— había conseguido asimilar cuanto supieron inculcarle los habitantes de las profundas junglas del Nuevo Mundo, que se mantenían casi en los límites de la Edad de la Piedra.
Cienfuegos
tenía algo de serpiente, algo de cabra, algo de tigre, algo de zorro, algo de lobo, e infinita paciencia para enfrentarse a las bestias, pero poseía al propio tiempo un cerebro muy lúcido que le permitía defenderse también de los humanos.
Sabía ya muy bien lo que quería, y por ello bajaba casi a diario a la «ciudad», a alimentar la avaricia de los miembros de una guarnición que soñaba con repartirse sus mil maravedíes, mientras dedicaba el resto del día a recorrer la espesura en un intento de llegar a reconocer a ojos cerrados cada sendero y cada gruta, aprovechando al propio tiempo para ir reuniendo cuantos ingredientes sospechaba que podría necesitar más adelante.
De vez en cuando acudía a mantener largas charlas con el renco Bonifacio, a quien Sixto Vizcaíno ponía al corriente de cuanto averiguaba sobre la situación de
Doña Mariana Montenegro
, puesto que el astillero del vasco se había convertido en obligado punto de reunión de la mayor parte de la gente de mar de la isla, y sabido era que los marinos solían criticar sin excesivo temor a represalias.
El ambiente que reinaba por aquellos días en la colonia era por lo general de abierto descontento hacia la persona del Gobernador Francisco de Bobadilla, dado que si bien en un principio había sido acogido como el salvador que venía a librarles del tiránico yugo de los hermanos Colón, había dado ya más que sobradas pruebas de que su único interés se centraba en acaparar la mayor cantidad imaginable de riquezas en el menor tiempo posible.
Su sed de rapiña superaba incluso la reconocida avaricia del viejo Almirante, y la inconcebible corrupción de que hacía gala, tan sólo podía compararse con el descaro con que una pequeña corte de secretarios y lameculos trataban igualmente de medrar a su sombra.
Ni una hoja se movía en Santo Domingo si no repercutía de algún modo en beneficio del tirano, y muchos se preguntaban sin recato para qué diablos amasaba tal cúmulo de riquezas, si alardeaba de no comer más que una vez al día, no probaba el alcohol ni mantenía trato con mozas ni mancebos, vivía solo, y carecía de igual modo de cualquier tipo de vicios.
Corría ya el rumor de que había comenzado a mover sus tentáculos con el fin de apoderarse de los bienes de
Doña Mariana Montenegro
antes de que pasasen a manos de la Santa Inquisición, y ello le había procurado en cierta forma la enemistad de los frailes dominicos, que deseaban igualmente hacerse con una hermosa mansión colindante con los jardines de su convento, e incluso la inquina de los severos franciscanos, que no veían con buenos ojos que estuviera intentando apropiarse de tales bienes cuando Fray Bernardino de Sigüenza ni siquiera se había pronunciado aún sobre la conveniencia o no de seguir adelante con el sonado proceso.
—Con tal de llenarse las alforjas, ese hombre es capaz de quemar a su madre —comentó un capitán de carraca al que había dejado en tierra con la disculpa de no haber pagado cierto impuesto—. Mi único consuelo se centra en la posibilidad de que el Rey le mande ahorcar en cuanto ponga el pie en Sevilla.
—Ahorcarle significaría reconocer que se equivocó a la hora de elegirle para sustituir al Almirante, y Don Fernando jamás comete el error de admitir públicamente un error. Lo más probable es que le despoje en silencio de todo cuanto ha expoliado y lo aleje de la Corte. Salió de la nada y a la nada volverá con los pies fríos y la cabeza caliente.
—Tal vez ocurra como decís, pero para ese entonces, ya esa pobre mujer habrá perdido su hacienda, si es que no pierde también la vida.
—Yo aún confío en Fray Bernardino.
Era el propio Sixto Vizcaíno el que había hecho tal afirmación, sin dejar por ello de cepillar un grueso tablón que tenía en el banco, y todos se volvieron a mirarle con evidente sorpresa.
—¿Confiáis en esa rata de cloaca? —se asombró alguien—. ¡Pero si es el individuo más repugnante y miserable que pueda existir!
—Repugnante, lo admito —puntualizó el adusto vasco—. Miserable, en absoluto. Le conozco, y le creo lo suficientemente inteligente como para encontrar la verdad sin tener que recurrir a un proceso.
—¿La verdad? ¿Qué verdad, «Maese» Sixto? Porque hasta ahora la única verdad indiscutible, es que aquel lago ardió, y aquellos hombres murieron. ¿Qué explicación cabe darle a tal hecho?
No existía ciertamente una explicación que convenciera a unos frailes poco amigos de aceptar fenómenos «supranaturales», ni aunque satisficiera a la mayoría de unos arriesgados marinos que por el mero hecho de haberse lanzado a cruzar el «Océano Tenebroso» y descubrir tierras ignotas, estaban justamente considerados los individuos más abiertos de su tiempo a la hora de aceptar que el orden establecido podía ser alterado.
Ya el mundo era redondo; ya incluso resultaba evidente que era mucho mayor de lo que siempre habían creído, y ante ellos se alzaba un inmenso continente poblado por bestias casi mitológicas que ni siquiera se habían atrevido antes a imaginar, pero, aun así, a la mayoría les continuaba resultando muy difícil aceptar la existencia de un lago cuya agua ardía en una parte mientras el resto ni siquiera se alteraba.
—¿Qué fue, si no fue brujería?
Difícil pregunta a la que ni aun el propio
Cienfuegos
habría sabido contestar, y tendrían que transcurrir tres siglos antes que los científicos encontraran una respuesta convincente al hecho de que existiera un agua que de improviso se convertía en fuego.