—¿Crees que es lo mejor para nosotros? —quiso saber ella con la naturalidad de quien acepta sin discusión las decisiones del cabeza de familia.
—Lo creo si tú también lo crees —fue la sencilla respuesta—. ¿Qué otra opción nos queda? ¿Volver a Europa?
—No —admitió ella—. Europa nunca. Ni Haitiké, ni Araya, ni incluso el propio Bonifacio se adaptarían a vivir allí. —Volvió a negar con la cabeza—. Y tampoco es aquél el mundo que quiero para mi hijo. Sé que nuestro futuro está aquí, pero lo que me preocupa es «dónde».
—Eso dependerá de cuantos nos sigan, y de los medios con que contemos. —El cabrero hizo un amplio gesto con la mano, como si quisiera abarcar cuanto le rodeaba—: Este mar está plagado de islas maravillosas en las que un puñado de hombres y mujeres con ganas de luchar podrían vivir felices para siempre. Es cuestión de encontrarla.
—Quizá Tengamos esos hombres —admitió ella—.
Pero no las mujeres.
—Habrá que buscarlas.
—¿Cómo? ¿Comprándolas o raptándolas? —Se encogió de hombros fatalista—. Las dos fórmulas se me antojan igualmente condenables.
—Tal vez Anacaona nos proporcione algunas —aventuró
Cienfuegos
sin excesivo convencimiento.
—No seré yo quien se lo pida —replicó Ingrid molesta—. Hace unos años, cuando llegamos aquí, cientos de muchachas se hubiesen sentido orgullosas de lanzarse a una aventura semejante en compañía de «valientes caballeros españoles». —Lanzó un hondo suspiro—. Pero las cosas han cambiado y las pocas que han logrado sobrevivir, no son esclavas o no están ejerciendo la prostitución en Santo Domingo, saben ya que no son en absoluto «valientes caballeros» sino unos seres especialmente malvados y egoístas que las consideran poco menos que monos.
—Quizá podamos convencerlas de que existe un cierto tipo de españoles capaces de amarlas y respetarlas tanto o más que a cualquier mujer europea.
—Demasiado tarde. Demasiado tarde en esta isla. Y después de la masacre que hemos causado con nuestras enfermedades y nuestras guerras, Anacaona necesita a todas las mujeres en capacidad de tener hijos para intentar que su pueblo vuelva a ser poderoso. —Se advertía que
Doña Mariana
se sentía cada vez más fatigada, y le costaba un supremo esfuerzo hilvanar las palabras—. No —repitió casi con un susurro—. No le pidas mujeres a Anacaona. Piensa en otra solución.
Cienfuegos
buscó en efecto alguna otra solución, pero debía admitir que, tal como Ingrid había apuntado, no existían más caminos que el de comprar putas de saldo o entrar a sangre y fuego en algún poblado indígena de cualquier isla vecina y llevárselas por la fuerza, lo que le obligó a sonreír al imaginar la cara que pondrían los tripulantes del
Milagro
, si el pueblo elegido era caribe y arramblaban con una serie de caníbales de deformadas pantorrillas, puntiagudos dientes afilados como navajas de afeitar, e instintos asesinos.
—Cuando nos hayamos establecido tendrás que viajar a Europa y traer mujeres —le señaló esa misma noche a su buen amigo Bonifacio Cabrera—. Seguro que allí habrá docenas dispuestas a iniciar una nueva vida en un pequeño paraíso.
—¿Poniéndome como ejemplo? —rió el otro—. Si imaginan que todos son iguales no vendrán ni a rastras. ¿A quién le puede interesar un paraíso que tiene que compartir con un cojo canijo y casi enano?
—Hay muy buenos mozos entre la tripulación. Y lo que les ofreceremos será un mundo nuevo, lleno de alegría, lejos de los trabajos y las miserias que tienen que sufrir allí. ¿Cuántas chicas de La Gomera preferirían esto a continuar sirviendo hasta caerse de viejas a unos amos que siempre las consideran poco más que bestias de carga a las que llevarse de tanto en tanto a la cama?
—Mi hermana, por ejemplo —admitió el renco—. Pero quién sabe si a estas alturas estará ya casada y con cinco mocosos. —Le observó con fijeza—. Hablando en serio, considero que ese sueño tuyo tiene visos de absurda quimera. Fundar un pueblo donde todos sean como hermanos, trabajen juntos, y no exista el dinero sino tan sólo una propiedad común que se comparte, no se me antoja nada fácil.
—Los indígenas lo hacen. Lo vi en el continente. —El gomero hizo una corta pausa y añadió convencido—: Y aquí cuando llegamos.
—¡Cuando llegamos…! —repitió el otro—. Pero siempre será así: cuando lleguemos las cosas cambiarán porque está en nuestro espíritu cambiarlas. En cuanto se habla de oro, perlas, esmeraldas o el simple hecho de gobernar, todo se complica, porque la mayoría de los nuestros preferirá siempre un saco de oro, aunque no le sirva para nada, que un saco de trigo con el que hacer pan un mes entero.
—¿Por qué?
—Eso es algo que ni tú ni yo estamos en condiciones de averiguar —fue la franca respuesta—. No somos lo suficientemente cultos o inteligentes como para llegar al fondo de un problema tan complejo, pero sí lo somos como para aceptar que existe, y que no parece tener solución.
—Me niego a aceptar que si le ofreces a alguien la posibilidad de vivir feliz y en libertad, termine rechazándolo por el simple hecho de que no maneje el dinero —replicó pensativo
Cienfuegos
.
—Yo no soy más que un pobre gomero semianalfabeto —admitió el otro—. Pero siempre he creído que el poder y el dinero es lo que hace que cierto tipo de hombres se consideren superiores a los demás, y si les privas de ambas cosas les condenas a un ostracismo que aborrecen. ¿Qué contaría el avaro? ¿De qué presumiría el presuntuoso? ¿A quién humillarían los poderosos? Lo que propones es algo tan antinatural como intentar obligarles a sobrevivir bajo los mares.
—Jamás te imaginé tan pesimista.
—Quizá se deba a que no has vivido tan de cerca como yo todos estos años de «conquista» —fue la sencilla respuesta—. A mi edad he asistido ya a la fundación de dos ciudades, la casi aniquilación de una raza, y tal cantidad de intrigas, crímenes y barbaridades que el simple hecho de enumerarlas me llevaría la noche. Cuando adviertes cómo virreyes, obispos y gobernadores son capaces de matar por una pequeña parcela de poder, y mujeres con fama de decentes se prostituyen por una pepita de oro, no tienes más remedio que acabar pesimista. —Hizo un leve gesto hacia donde dormía Ingrid—. Ella es la única en la que se puede confiar a ojos cerrados.
—Voy a matar al Capitán De Luna —señaló súbitamente y sin venir a cuento el gomero, pero pese a lo inesperado de tal aseveración, el cojo ni siquiera pareció inmutarse por la noticia.
—Tendríamos que haberlo hecho hace ya tiempo —se limitó a musitar.
—Es cosa mía.
—Me gustaría ayudarte.
—Cuando en una muerte intervienen dos, se convierte en asesinato —le hizo notar el cabrero—. Le mataré cara a cara y sin ayuda.
—Es bueno con las armas —le advirtió—. Mucho mejor que
El Turco
, y de lo que tú puedas llegar a serlo nunca.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Tengo que pensar en cómo hacerlo.
El otro no pudo por menos que sonreír socarronamente:
—Me asustas cuando piensas —dijo—. Y no me gustaría estar en el pellejo del Capitán. ¿Cuándo nos vamos?
—Al alba. Antes de que Ingrid y los niños se despierten.
—¿Por qué?
—Odio las despedidas.
Santo Domingo había cambiado.
Lo advirtieron al primer golpe de vista y sin necesidad de intercambiar una palabra con nadie, pues no era tan sólo que hubiera aumentado el número de sus habitantes, sino que se diría que los recién llegados se esforzaban por hacer olvidar a marchas forzadas que hasta una semana antes aquel hediondo lugarejo no era más que una especie de campamento minero con ínfulas de pueblo.
Se levantaban casas de madera y piedra donde antes tan sólo se distinguían bohíos de paja, se delimitaban calles, se colgaban farolas en las esquinas, e incluso se abrían auténticos comercios en los que se podía obtener de un simple clavo a una bordada capa de seda.
Treinta y dos inmensos navíos habían vaciado sobre la isla sus bodegas, y casi medio centenar de mercaderes buscaban locales; docenas de familias, un hogar; una veintena de sacerdotes, nuevos fieles; casi un millar de aventureros, imperios que conquistar, y un enjambre de prostitutas, camas en las que acoger a sus generosos clientes.
La fiebre del oro parecía haber dejado paso a una momentánea fiebre de la construcción, y los más viejos del lugar, aquellos que llegaron en el segundo viaje de Colón, se negaban a dar crédito a lo que estaban viendo.
Aunque a decir verdad apenas quedaban ya media docena de tales pioneros, pues aquellos a los que no habían matado las fiebres, los «salvajes» o las serpientes, cayeron en luchas fratricidas, fueron ahorcados por el Virrey o por su sucesor Francisco de Bobadilla, o simplemente optaron por regresar a casa asqueados de cuanto allí ocurría.
«Maese» Juan de la Cosa era uno de los pocos que podía presumir de haber asistido a la fundación de la ya desaparecida Isabela de tan amarga memoria, y cuando
Cienfuegos
y Bonifacio Cabrera lo descubrieron sentado a la puerta de «La Taberna de los Cuatro Vientos» observando cómo una cuadrilla de albañiles se afanaban, hizo un gesto señalando a los obreros al tiempo que comentaba sonriente:
—¿Qué, os aparece? Hasta gallegos y catalanes hay, y si han venido, quiere decir que esto es negocio. De aquí ya no los mueve nadie.
—¿Qué otra cosa esperabais?
—No lo sé. Tenía la sensación de que ésta era una aventura que nos estaba reservada a un puñado de locos, pero al ver cómo trabajan me doy cuenta de que ya no se trata de una aventura: ahora es un hecho. Construyen esa casa como si tuviera que durar mil años.
—¿Y eso os disgusta?
—Es como si me robaran un sueño.
—De eso ya tenéis triste experiencia. ¿Qué ha sido de Bastidas y vuestro oro?
—Tal como predije, Rodrigo convenció a Bobadilla para que nos devolviera los cofres, aunque serán los Reyes los que decidan cómo ha de repartirse.
—¿Volvéis a España entonces?
—Cuando regrese la flota, aunque me molesta hacerlo en compañía del ex gobernador y toda su pandilla de ladrones.
—Los imaginaba ya en la cárcel —señaló el gomero—. En realidad fue una de las razones que tuve para dejar las celdas libres.
—Diez fortalezas harían falta para encerrar a tanto sinvergüenza —se lamentó el cántabro—. Y en vista de ello Ovando ha optado por enviarlos a Sevilla, y que sean los Reyes los que juzguen.
—No se me antoja mala la idea —admitió el renco Cabrera que había comenzado a comer con apetito las sabrosas lentejas que Justo Camejo se había apresurado a traer nada más verles—. Aquí son ya demasiados los odios concentrados en tan pequeño espacio, y con la llegada de tanta cara nueva lo que hace falta es que las cosas empiecen otra vez desde un principio.
—Cuentan que Doña Isabel ha perdonado a Colón y le ha permitido organizar un nuevo viaje en busca de un paso por el Noroeste hacia el Cipango con la condición de que no ponga los pies en Santo Domingo.
—¡No es posible! —se asombró
Cienfuegos
—. ¿Le impiden que haga escala en la ciudad que fundó y de la que ha sido Virrey?
—No la fundó él, sino su hermano —le recordó el piloto—. Pero para el caso es lo mismo. Santo Domingo es la única base que existe a este lado del océano y se lo debe todo al Almirante, pero a fuer de sincero he de admitir que mantenerle lejos es una inteligente medida de prudencia. Ese viejo león es demasiado conflictivo y ocasiona problemas por dondequiera que va.
—Será un duro golpe a su orgullo —sentenció el gomero—. Por Dios que en mi vida conocí un hombre con tan desproporcionada soberbia.
—¡Impedirle visitar su propia isla! —repitió el cojo como si no acabara de creerlo—. ¡Su reino! ¡Diantres! ¿Sabías que hubo un momento en que se comentó que estaba pensando en coronarse Rey de Haití?
—¡Paparruchadas! —protestó «Maese» Juan de la Cosa—. Y tan falso como cuando se le acusó de querer entregar la isla a los genoveses. Le conozco bien; hicimos juntos los dos primeros viajes, y aunque admito que es un marino excelente, un capitán odioso y un avaro sin medida, estoy convencido de que nunca sería un traidor.
—¿Cómo reaccionó Ovando al encontrar vacía «La Fortaleza»? —quiso saber al poco el gomero.
—Por lo que tengo entendido no dijo una sola palabra. Lógico, puesto que montar en cólera hubiera significado tanto como admitir en público que le habían burlado a las dos horas de poner el pie en la isla, pero me temo que no es de los que dejan una ofensa sin castigo, y me alegrará estar lejos de aquí si llega a descubrir que fui yo quien falsificó aquella orden.
—Tan sólo nosotros tres lo sabemos, y podéis jugaros la vida a que no saldrá una palabra de nuestros labios.
—Ya me la juego —admitió el bravo piloto sonriente—. Y os recomiendo prudencia, y, sobre todo, que
Doña Mariana
abandone La Española cuanto antes.
—¿Conocéis alguna isla en la que podamos establecer una colonia? —quiso saber Bonifacio Cabrera.
El hombre que junto a Cristóbal Colón más había navegado por el desconocido «Mar de los Caribes», meditó largo rato, y por último, señaló seguro de si mismo:
—En el «Jardín de la Reina» al sur de Cuba, existen docenas de islas preciosas. También Margarita sería un refugio perfecto, aunque pronto los buscadores de perlas la convertirán en un inmenso burdel.
—¿Y
Borinquen
?
—Demasiado cerca de las islas de los caníbales, para mi gusto. Llegan fácilmente con sus grandes piraguas.
—No me gustan los caníbales —intervino
Cienfuegos
—. Tan sólo de pensar que pueden rondar por los alrededores me ponen los pelos de punta. Buscaremos al sur de Cuba. ¿Os apetecería acompañarnos?
El hombre que había dibujado el primer mapa del nuevo continente negó con un leve gesto de la cabeza:
—Con veinte años menos lo habría hecho —señaló—. Buscaría una mujer joven, fuerte y animosa y emprendería una nueva vida que significase un equilibrio justo entre lo que aprendí en Santoña de niño, y lo que he aprendido en estas tierras de viejo. Pero ya es demasiado tarde, y en el fondo creo que me divierte convertirme en testigo de tantos prodigios como están ocurriendo.
—¿En verdad creéis que son prodigios? —quiso saber el renco—. ¿Tan importante os parece haber cruzado el océano y encontrar lugares como éste?
—Supongo que sí —fue la sencilla respuesta, no exenta de una cierta vacilación—. Pronto hará diez años que zarpamos del puerto de Palos rumbo a lo desconocido, y cuanto tengo visto supera en mucho mis mayores expectativas de aquel tiempo. —Se arrancó un vello de la nariz, como si ese simple gesto le ayudara a pensar, y tras lanzar un levísimo quejido, añadió en idéntico tono—: Acabo de terminar un mapa en el que por primera vez reflejo lo que a mi modo de ver es un continente que nos cierra el paso hacia el Oeste, y justo es aceptar que el descubrimiento de todo un continente es algo que tan sólo se presenta una vez en la Historia. Sí —concluyó—. A los diez años, empiezo a estar convencido de que estamos siendo actores y testigos de prodigiosos acontecimientos.