—¡Dios Santo! ¡El Almirante!
Había oído el rumor de que el Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, su Excelencia Don Cristóbal Colón, preparaba desde meses atrás un cuarto y definitivo viaje en busca del «Paso del Noroeste» que le llevaría a los palacios de oro del Gran Kan, pero también tenía entendido que los Reyes le habían ordenado no poner el pie, bajo ninguna circunstancia, en La Española.
No obstante, los colores de sus enseñas eran demasiado conocidos como para llamarse a engaño, y cuando los cuatro oscuros navíos arriaron velas dejando caer sus anclas a media legua de la costa, abrigó la absoluta certeza de que Don Cristóbal Colón se encontraba a bordo de uno de ellos.
Las naos respondían a los sonoros nombres de
Capitana, Santiago, Vizcaína
y
Gallega
, y con los postreros rayos del sol una falúa se desprendió de esta última y cuatro hombres bogaron lentamente para conducir a tierra a su Capitán, Pedro Terreros, quien solicitó de inmediato audiencia a un furibundo Ovando que a punto estaba de ordenar que los cañones y bombardas del fortín comenzasen a disparar sobre los intrusos.
—Los Reyes me indicaron que bajo ninguna circunstancia permitiera al Almirante poner el pie en la isla —fue lo primero que dijo en cuanto Pedro Terreros se cuadró ante él—. ¿A qué viene semejante acto de rebeldía por parte de quien sabe perfectamente que éste es el único lugar del mundo en el que no puede recalar?
—A circunstancias que están incluso por encima de los deseos o las órdenes reales, Excelencia.
—¿Y son?
—En primer lugar, que el navío que comando, la
Gallega
, es sin lugar a dudas la cáscara de nuez más ingobernable, desvencijada, mugrienta y peligrosa que haya salido jamás de astillero alguno, motivo por el cual el resto de la flota marcha con retraso, a trancas y barrancas. No existe forma humana de que de esta guisa encontremos ese dichoso «Paso del Noroeste» y tengamos la más mínima oportunidad de culminar con éxito nuestra difícil travesía hasta el Cipango.
—¿Y cómo es que un marino tan experimentado como el Virrey, «Almirante de todos los Almirantes», no lo advirtió antes de zarpar?
—Porque no había donde escoger, se le eligió como único remedio, y sus graves problemas tan sólo se pusieron de manifiesto cuando llegó el momento de equipararlo a los demás. Los fuertes vientos no sólo no aumentan su andadura, sino que está tan pésimamente concebido que lo desplazan de costado, y os juro, Excelencia, que me las veo y me las deseo para conseguir que se mantenga a flote.
—¿Y qué pretendéis que yo le haga?
—Cambiarlo por uno de los vuestros —fue la sencilla respuesta—. El Almirante ofrece pagar la diferencia de su propio pecunio, pues con un buen capitán la
Gallega
puede hacer la travesía de regreso siempre que no tenga que seguir la andadura de otros navíos.
—Mi escuadra vino en bloque, y en bloque debe regresar. Carga tantos tesoros, que sería una locura permitir que una sola nave quedase a merced de piratas y portugueses.
—Pero se trata de un importantísimo servicio a la causa de la Corona —protestó Terreros—. Son los Reyes los que nos envían a la búsqueda de ese paso, y no auxiliarnos en algo tan fundamental podría considerarse casi un acto de traición.
—¡Contened vuestra lengua o tened por seguro que en este mismo punto concluye vuestro viaje! —puntualizó Fray Nicolás de Ovando que no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer ni un ápice—. Traición sería en mi caso desoír una orden muy concreta de sus Altezas. Si una nave del Almirante se pone al alcance de mis cañones, mi obligación es hundirla, y así lo haré si continúa ahí cuando amanezca. ¿Me he explicado con claridad?
—Desde luego, pero aun así me permito la libertad de solicitar con toda humildad que os toméis al menos unos días para reconsiderar vuestra actitud.
—No tengo nada que reconsiderar. —Le señaló la puerta—. ¡Marchaos!
—¿Nos permitiréis al menos ponernos al abrigo de la tormenta?
—¿A qué tormenta os referís? —se asombró el Gobernador, observando por el amplio ventanal un cielo casi en los límites de la oscuridad, pero en el que no se distinguía ni la más pequeña nube—. No veo que se esté preparando ninguna tormenta.
—El Almirante así lo asegura —replicó el otro con una cierta timidez—. Conoce mejor que nadie estos parajes y está convencido de que muy pronto llegará un «Hur-ha-cán».
—¿Un qué?
—Un «Hur-ha-cán». Así le llaman los nativos, y por lo visto quiere decir «El Espíritu del Mal», que trae vientos de tal violencia que derriban las casas y hunden las naves.
—¡Pero bueno…! —La paciencia del Gobernador parecía estar llegando al límite—. El Almirante debe creer que está tratando con un imbécil. Primero me habláis de un barco que no navega pese a haber llegado hasta aquí, y luego de una terrible tormenta cuando reina la más absoluta calma. —Agitó la cabeza como si en realidad todo aquello le causara un profundo pesar—. Entiendo que el hombre que descubrió esta isla y la consideró su reino, desee volver a ella e incluso habitar de nuevo en el Alcázar que él mismo levantó, pero se me antoja absurdo que se humille con tan pueriles argumentos. —Lanzó un hondo suspiro—. Id y rogadle que zarpe en buena hora, ya que le deseo el mayor de los éxitos en su difícil empresa, pero que se aleje de esta isla cuanto antes.
—¿Cuándo tenéis previsto que se haga a la mar vuestra flota?
—Mañana al mediodía.
—Don Cristóbal no os lo aconseja. Más bien recomienda que los barcos sean remolcados río arriba e incluso varados en la orilla hasta que pase el «Hur-ha-cán».
—Marchaos, capitán.
—¡Pero Señor…!
—¡Fuera he dicho! —fue la perentoria orden que ya no admitía réplica—. Y que al amanecer no vea esos barcos, o mandaré hundirlos a cañonazos.
Al amanecer del jueves treinta de junio de 1502, los barcos de Colón no estaban ya frente al río.
Cumplido lo que constituía su principal objetivo: demostrar a los vecinos de Santo Domingo que habían sido testigos de su marcha encadenado, que volvía triunfante y al mando de una nueva escuadrada, levó anclas, no por miedo a los cañones del Gobernador, ineficaces en cuanto se hubiera apartado de la costa, sino porque su experimentado olfato de marino le empujó a buscar seguro refugio en una cerrada cala a unas quince leguas de la capital.
Esta, por su parte, bullía de actividad desde que la primera claridad del día se pronunció en el horizonte, pues las severas órdenes del Gobernador Ovando establecían que la escuadra debía hacerse a la mar sin dilación alguna, por lo que contramaestres y capitanes se desgañitaban dando órdenes para que las falúas fuesen transportando a bordo a los últimos pasajeros y lo que aún restaba de equipaje.
Olía a yodo.
Una extraña brisa del Sudeste, desacostumbrada en aquella época del año parecía haber extraído del mar todo su aroma, venciendo incluso los agresivos perfumes de la selva o el hedor de albañales, y más de un pasajero se preguntó a qué se debía el hecho de que apenas pisaran la cubierta de las naves les invadiera la desagradable sensación de que el océano se había adueñado por completo de sus vidas.
En la playa, aquellos que en cierto modo envidiaban a cuantos emprendían el regreso a la civilización, se sentían ahora felices de permanecer en tierra, pues sin que nadie fuese capaz de dar explicación a tan curioso fenómeno, un impalpable desasosiego parecía haberse apoderado del ánimo de todos los presentes.
Cienfuegos
, que había acudido a despedir a «Maese» Juan de la Cosa y Rodrigo de Bastidas, no necesitó más que unos minutos de estudiar el mar, el rojizo borde de las lejanas nubes, y el metálico color del cielo, captando el exceso de electricidad que se palpaba en el ambiente, para aconsejar a sus amigos seguro de sí mismo:
—Si de mí dependiera, retrasaría este viaje.
El piloto de Santoña, que permanecía atento de igual modo a las señales que sus muchos años de navegación por el Caribe le permitían desentrañar, asintió con un leve ademán de cabeza.
—Estoy de acuerdo. Si alguna vez hubo un mal día para navegar, sin duda es éste.
—¿Por qué? —quiso saber el cojo Bonifacio—. El mar está en calma y no hay viento.
—Lo habrá.
—¿Cómo podéis estar tan seguro?
—Porque era el viento el que mecía mi cuna, y ha sido el viento el que me ha llevado a ser lo que soy. El día que no me sienta capaz de predecir cuándo va a desmelenarse, no será que esté ciego, será que estoy muerto. —Giró sobre sí mismo—. Hablaré con el Gobernador.
Pero Fray Nicolás de Ovando, hombre de tierra adentro que no accedía a entender más que aquello que estuviera en los libros o que su propia experiencia le dictara, se negó a escuchar «las monsergas de un secuaz del Almirante que se empeñaba en intentar hacerle ver fantasmas y peligros donde no había más que sol radiante y cielos despejados».
—La escuadra zarpará, estéis o no estéis Vos a bordo —sentenció—. Es mi última palabra.
—Quedaos en tierra —fue el consejo del gomero al conocer semejante respuesta—. Empiezo a sospechar que lo que se está preparando es un «Hur-ha-cán» como el que arrasó el «Fuerte de la Natividad» poco antes de que nos atacaran los hombres de Canoabó. Fue como si el mundo se hubiese vuelto loco, pues el viento arrancaba los árboles de cuajo, y las olas parecían montañas.
—En ese barco va todo cuanto tenemos —le hizo notar Rodrigo de Bastidas.
—Pues nada tendréis si es que se hace a la mar —sentenció
Cienfuegos
pesimista—. Dejad que se pierdan vuestros tesoros, pero salvad al menos el pellejo.
—En mi caso es imposible —replicó resignado el trianero—. Debo embarcar de grado o por la fuerza, y no me gustaría que me obligaran a subir a bordo cargado de grilletes.
—Aún estáis a tiempo de adentraros en la selva.
Mañana será otro día.
—Huir no es mi estilo. —Bastidas se encogió de hombros—. Si Dios ha dispuesto que tras pasar tantas vicisitudes mi destino sea acabar en el fondo del océano, allí bajará a buscarme. —Se volvió a su compañero de fatigas—. ¿Qué pensáis hacer Vos? —quiso saber.
—Convencer al capitán de que se haga de inmediato a la mar para buscar el abrigo de Isla Saona antes de que se nos venga encima la tormenta —replicó meditabundo «Maese» Juan de la Cosa—. Si en realidad se trata de un «Hur-ha-cán», tan sólo una costa que nos proteja por el Sur, nos puede dar una mínima esperanza de salvación.
Se despidieron con la angustia de imaginar que jamás volverían a verse, y el canario tuvo la sensación de estar abrazando a dos reos que se encaminaban al patíbulo.
Sin embargo, al poco la carabela a la que habían trepado,
La Guquía
, largaba el trapo enfilando decidida hacia el Sudeste, lo que le obligó a lanzar un ligero suspiro de alivio al tiempo que comentaba pasando el brazo por encima del hombro de Bonifacio Cabrera:
—Si alcanzan Saona, un marino de la categoría de «Maese» Juan, puede salvar el barco, pero te juro que daría diez años de vida por no estar en el mar en un día como éste… —Agitó la cabeza y acabó sonriendo casi de medio lado—. Y añadiría que ni aun en tierra.
El renco fue a decir algo pero se interrumpió al advertir cómo hacía su aparición el ex Gobernador Don Francisco de Bobadilla flanqueado por media docena de soldados de los que no se podría asegurar si constituían una guardia de honor o le llevaban preso.
Semejaba un sonámbulo que no tuviera ya ni siquiera conciencia de los abucheos del populacho que se había concentrado en la orilla, y que tal vez incluso le hubiese apedreado de no ser por la escolta, observando el altivo navío que le aguardaba con la fijeza de un borracho que avanzaba hacia un objetivo muy concreto, pero que dudara en alcanzarlo a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas.
Y es que lo más patético de la desconcertante historia del Gobernador Don Francisco de Bobadilla se centraba en el hecho de que siendo un hombre intrínsecamente honrado, se dejó seducir y perdió todos sus valores morales por algo que para él ni siquiera le merecía la pena.
Labró día a día su ruina a base de acumular riquezas, tal vez porque comprendió muy pronto que el puesto en que le habían colocado le quedaba grande, y viéndose como se vio enfrentado a hombres de incontestable personalidad, la única forma que encontró de considerarse de igual modo importante fue la de amasar más oro y perlas que ningún otro.
El castigo que hubiera podido infligirle su sucesor, Ovando, o el que a buen seguro le impondrían los Reyes a su regreso a España, nada significaban frente al que se estaba infligiendo personalmente al comprender que el destino había tenido el capricho de encumbrarle a lo más alto, llamándole incluso a desempeñar un hermoso y significativo papel en la Historia, y únicamente su propia estupidez le había empujado a lo más profundo del abismo del deshonor y la vergüenza.
¿A quién achacar sus infinitos errores?
¿Cómo disculparse ante sí mismo de cuanto no admitía más disculpa que su propia falta de sentido común?
La soledad, que tanto ayuda a encontrar el buen camino al inteligente, suele convertirse en la peor consejera de los simples, y resultaba evidente que pese a su amplia camarilla de aduladores, Don Francisco de Bobadilla había sido siempre un hombre solitario, al que alcanzar la cima no le sirvió para ver más lejos, sino únicamente para aumentar su ancestral miopía.
El ejercicio del poder engrandece a los grandes y empequeñece aún más a los pequeños, y la Historia ha demostrado en un millar de ocasiones que cuando el azar sitúa a un hombre mezquino en Un puesto de máxima responsabilidad, raramente se realzan sus virtudes, sino que más bien se suelen acentuar sus más íntimos defectos.
Y es que, quizá, ni aun en el momento de poner pie en el navío que tal vez le conducía al cadalso, el pobre ex Gobernador conseguía entender en qué momento dado había comenzado a equivocarse de forma tan rotunda.
Llorar a nada conducía, y aunque sintiera la tentación de postrarse a pedir perdón a toda aquella chusma que tanta animadversión le demostraba, una última reserva de orgullo le obligó a mantenerse firme, pretendiendo hacer creer que seguía convencido de haber actuado rectamente.
Tras él subió a bordo aquel Francisco Roldán de triste memoria; rebelde entre los rebeldes; eterno descontento que tan sólo se hubiera sentido feliz creando su propio reino de opereta, precursor de los mil dictadorzuelos que se convertirían con el paso de los siglos en la peor plaga de aquel Nuevo Continente, y por fin, cargado de cadenas, lo hizo también el orgulloso Guarionex, el último de los caciques que trataron de impedir que los feroces invasores destrozaran lo que había constituido durante siglos un hermoso rincón del paraíso.