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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (22 page)

BOOK: Brazofuerte
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—¿Hasta qué punto puede estar implicado el Capitán De Luna en la evasión de su esposa?

—Lo ignoro —fue la sincera respuesta—. Es evidente que la odia como pocas veces he visto odiar a nadie, pero también es evidente que le horroriza la idea de que acabe en la hoguera, lo cual podría acarrearle el total deshonor y la ruina.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—En paradero desconocido, aunque resulta difícil averiguar si su desaparición se debe a que ha huido con su esposa, o al temor que pueda sentir hacia Vos, pues no hay que olvidar que en un tiempo fue hombre de confianza y brazo ejecutor de Don Francisco de Bobadilla. —El piojoso frailuco hizo una corta pausa y añadió con parsimonia—: Debo reconocer, no obstante, que se alejó de él en cuanto comenzó a abusar de su autoridad, y es de los pocos que jamás participaron en sus sucias intrigas.

—¿No se le puede considerar por tanto uno de esos malditos «Trescientos Sesenta» que pretenden amargarme la vida?

—En absoluto. Carece de tierras, jamás solicitó «indios» ni prebendas, que yo sepa no trafica en oro o perlas, y se ha mantenido al margen de cuestiones políticas.

—¿Y su lugarteniente? ¿Ese al que llaman
El Turco
?

—Su caso es muy distinto. También está desaparecido y tuvo la desfachatez de venir a decirme que erais Vos quien había ordenado la inmediata liberación de
Doña Mariana
.

—Haré que lo busquen, pero por desgracia aquellos en quienes en verdad confío aún no conocen la isla, y mucho menos la selva, y aquellos que sí la conocen no me merecen la más mínima confianza —sentenció el Gobernador, observando al trasluz el rojizo licor que tan feliz le hacía—. Como bien sabéis, Santo Domingo se encuentra en estos momentos dividida en dos bandos: el de los partidarios de Bobadilla y el mío.

—Bobadilla nunca tuvo partidarios —puntualizó el religioso—. Sólo secuaces. Pero admito que no estén dispuestos a perder sus privilegios. ¿Qué pensáis hacer con ellos?

—Los cabecillas saldrán pasado mañana para España, pero aun así quedarán muchos de esos Trescientos Sesenta cuyo poder se me antoja irritante. Me consta que mi primera tarea ha de centrarse en desbaratar su incipiente organización «semifeudal» si es que pretendo que la autoridad real resulte efectiva. Y para ello cuento con vuestra inestimable ayuda.

—¿Qué puede hacer un pobre franciscano como yo que jamás se ha mezclado en política? —quiso saber Fray Bernardino, en verdad, sorprendido.

—Aconsejarme —fue la sincera respuesta—. Me consta que la conducta de los hombres es siempre la misma, pero aquí es distinto el paisaje, y en este caso ese «paisaje» influye de forma decisiva sobre esas conductas. Hay demasiadas tierras vírgenes, demasiados salvajes y demasiadas riquezas ocultas, y no resulta fácil distribuir todo ello con estricta justicia, recordando, ante todo, que Dios y la Corona deben ser siempre los más beneficiados.

—De momento, los únicos beneficiados han sido esos «Trescientos Sesenta» que tanto os preocupan.

—Lo sé. Y lo repruebo. La mayoría han olvidado incluso sus principios morales amancebándose con nativas y echando al mundo docenas de bastardos mestizos. —Ovando bebió despacio, como dando tiempo a su interlocutor para que pudiese prepararse a lo que iba a decir, y por último, añadió—: Voy a promulgar un bando por el cual todo aquel que tenga hijos con una india deberá casarse con ella de inmediato.

—¿Casarse? —repitió Fray Bernardino de Sigüenza escandalizado—. ¿Os dais cuenta de que eso significará elevar a la categoría de damas españolas a una serie de barraganas que en su inmensa mayoría ni siquiera han sido bautizadas?

—No tal —fue la seca respuesta—. No es ésa la interpretación que debe dársele a tal orden.

—¿Cuál entonces? ¿Qué otra condición pueden tener las esposas de «ciudadanos» españoles?

—La que yo decida —le hizo notar Fray Nicolás de Ovando con imperturbable calma—. Confío por completo en vuestra discreción, y por tanto puedo adelantaros que una vez consumadas tales uniones, las esposas no pasarán a la condición de «damas españolas», sino que serán sus esposos los que descenderán a la categoría de simples «indios».

—¿«Indios»? —repitió sonándose los mocos el frailuco—. ¿Qué conseguiréis con eso, aparte de ofenderlos?

—Tener las manos libres a la hora de despojarles de todos los privilegios que han obtenido en connivencia con Bobadilla.

—Astuta maniobra —reconoció el franciscano.

—Excuso deciros que necesito de toda mi astucia para resolver los complejos asuntos que se me plantean.

—¿Pero tal discriminación no podría considerarse en cierto modo «ilegal»?

—La «legalidad» o «ilegalidad» de un acto depende de las leyes que se dicten al respecto, y como en este caso no existen precedentes, seré yo quien siente jurisprudencia. —Sonrió el Gobernador con retorcida intención—. Y a quien se atreva a discutir mi derecho a hacerlo, lo colgaré en mitad de la Plaza de Armas, lo cual contribuirá a aliviar mis múltiples quebraderos de cabeza.

—Me cuesta reconocer en Vos al tímido estudiante de teología de Salamanca —musitó Fray Bernardino temiendo ofenderle.

—Incluso a mí me cuesta hacerlo —admitió el Gobernador con naturalidad—. Pero tampoco esperaba veros un día como Pesquisidor oficial de la Santa Inquisición.

—Tan sólo lo soy, y a disgusto, por mandato de Bobadilla, y profundamente agradecido os quedaría si me despojarais de una carga que en verdad me desazona y me fatiga.

—¿Albergáis alguna duda con respecto a la culpabilidad de la acusada?

—Muchas. Quizá demasiadas. —El tono de voz obligó a Ovando a prestar una mayor atención—. Y me debato en una feroz lucha interna porque no consigo dilucidar si acepto su inocencia porque en verdad es inocente, o porque me obliga a ello «El Maligno».

—¡Por Dios, Fray Bernardino…! ¿Vos con ésas? Nunca os consideré simpatizante de Tomás de Aquino o Raimundo de Peñafort.

—Ni nunca lo fui. Pero si he de adoptar el papel de Inquisidor o tan sólo de simple Pesquisidor, me veo obligado a aceptar las reglas del juego y actuar como podrían haber actuado cualquiera de ellos.

—¿Y lo consideráis conveniente?

—¿Qué pretendéis decir con eso de «conveniente»?

—Que si os parece oportuno contaminar este mundo virgen con comportamientos que han demostrado que por dondequiera que pasan no llevan más que horror, muerte y confusión.

—¿Os estáis refiriendo por ventura a la Santa Inquisición?

—Me estoy refiriendo a algo que prefiero no mencionar pese a que me conste que esta conversación quedará entre nosotros. Desearía que comprendieseis que si pretendo imponer mi criterio, mejor lo haré si no tengo sobre mi cabeza una espada de doble filo que nunca sabemos cuándo puede desprenderse. —De nuevo Fray Nicolás de Ovando bebió despacio, y más que deleitarse con el licor de guindas, lo que hacía era darse tiempo para encontrar palabras que expusiesen sin ningún tipo de dudas, y sin comprometerle, la esencia de su pensamiento—. Gobernar ya es de por sí una empresa difícil, pero «cogobernar» se me antoja imposible. ¿Me explico con suficiente claridad?

—Entiendo que pretendéis tener las manos libres y que un tribunal que viniera a coartar dicha libertad tan sólo significaría un engorro.

—¿Qué se os ocurre, por tanto, al respecto?

—Haceros entrega de un documento, que ya ofrecí en su día a Don Francisco de Bobadilla, declarando que no encuentro motivos para procesar a
Doña Mariana
, pero en conciencia no estoy del todo seguro de si debería hacerlo —replicó Fray Bernardino meditabundo—. Hay demasiadas cosas que me confunden en todo este asunto, pues ni resulta lógico que un lago arda sin razón aparente, ni menos aún que un hombre como Baltasar Garrote se retracte impulsado por un terror incontrolable. No duermo tratando de entender qué puede hacer que alguien como él se arriesgue a morir en la hoguera por salvar a quien con anterioridad deseaba ver condenada.

—Tal vez le ofrecieron dinero.

—Hay cosas que no se hacen por todo el oro de esta isla, y una de ellas es enfrentarse a la Inquisición —fue la reflexiva respuesta—. ¿Pero qué pudo impulsarle a hacerlo?

—Difícil pregunta, a fe mía, y tened por seguro que no pretendo presionaros ni atentar contra vuestra libertad de conciencia, pero os suplico que reflexionéis sobre la necesidad de mantener lejos de Santo Domingo un poder paralelo que tantas dificultades podría acarrearnos.

De regreso a su humilde y bochornosa celda, tumbado en un duro camastro en el que chinches, pulgas y piojos consentían a regañadientes cederle un minúsculo espacio en el que acurrucarse, Fray Bernardino de Sigüenza dedicó largas horas de insomnio a meditar sobre cuanto su ex condiscípulo le había expuesto y sus posibles consecuencias.

Odiaba sinceramente su papel en toda aquella absurda comedia de humanas pasiones, mezquinas intrigas palaciegas y confusas teologías, y durante largo rato acarició con delectación la idea de solicitar una plaza en alguno de aquellos navíos que estaban a punto de emprender el regreso a España para refugiarse de nuevo en los tranquilos claustros universitarios, a enseñar y aprender hasta el día en que el Señor se dignara acogerle en su seno.

Lo que estaba viviendo no era la aventura misionera que soñara cuando por primera vez oyó hablar del «Nuevo Mundo», ni aquél el tipo de fe que anidaba en su corazón, y de igual modo rechazaba el papel de improvisado Pesquisidor, que le obligaron a aceptar, que el que pretendían asignarle ahora de consejero de un hombre que poco tenía que ver con el amable muchacho que conociera años atrás.

En un tiempo se había visto a sí mismo recorriendo a solas los senderos de la selva, a la búsqueda de almas que recolectar para mayor gloria del Altísimo, o en procura de una muerte gloriosa que le condujera directamente al Paraíso, pero jamás se imaginó confabulando en torno a una mesa de vajilla de plata y manteles de hilo, o repantigado en un enorme butacón con una copa de licor en la mano.

Siempre había sabido que los caminos del Señor podían llegar a resultar inescrutables, pero se preguntaba por qué razón se le hacía tan difícil alcanzar el corazón de los hombres sin tener que pasar por tantas miserias ajenas a la auténtica fe de Cristo.

Se negaba a tener que formar parte de una sociedad en la que en lugar de dignificar al «salvaje» elevándolo a la categoría de «civilizado», oscuras razones de estado pretendían rebajar al «civilizado» a la categoría de «salvaje», y por más que se esforzó, le resultó imposible comprender qué motivos podía haber tenido Fray Nicolás de Ovando para cambiar su antaño indiscutible espiritualidad por un plato de lentejas, por mucho que dicho plato fuera de plata.

Al día siguiente, desmoralizado, aturdido y fatigado, bajó al puerto a contemplar con una cierta envidia cómo se iban embarcando los equipajes de cuantos se veían obligados a regresar a España, y no pudo evitar una visceral sensación de repugnancia al advertir cómo toda una compañía de soldados fuertemente armados vigilaban el medio centenar de pesados cofres que contenían las ingentes riquezas que el ex Gobernador y su indigna camarilla de esbirros habían conseguido arrebatarle a aquella tierra tan nueva y generosa.

La mitad estaban en apariencia destinados a revitalizar las escuálidas arcas reales y con suerte una pequeña parte repercutiría en beneficio de la comunidad, pero la otra mitad constituía tan sólo el espléndido botín que una docena escasa de desaprensivos sin escrúpulos había expoliado a expensas de incontables sufrimientos ajenos.

—¡Así os cuelguen! —oyó que mascullaba una mujeruca al advertir la dedicación con que tres emperingotados «pisaverdes» se cercioraban de que sus pertenencias eran izadas a los navíos que les habían sido asignados, y cuanto parecían sufrir mientras los cofres realizaban la corta travesía que separaba la orilla de las naves.

Al poco llegó un nuevo grupo de soldados escoltando la inmensa pepita de oro que descubriera meses atrás el afortunado salmantino, y a Fray Bernardino de Sigüenza le intrigó sobremanera el destino de semejante joya irrepetible, ya que resultaba ilógico que decidieran fundirla con el propósito de hacer anillos o cadenas.

Por un instante el maloliente franciscano captó la verdadera esencia de lo que aquella escena representaba, pues por su mente pasó, como una fascinante visión, el futuro que aguardaba a un mundo que sería despojado de forma ignominiosa de todas sus riquezas por una interminable legión de personajes de los que aquellos tres «lechuguinos» no constituían más que una miserable pero muy representativa avanzadilla.

Los conocía bien, puesto que habían llegado juntos en la expedición de Bobadilla y recordaba a dos de ellos famélicos, sucios y con las capas raídas, rogando que aquella hermosa isla que se alzaba ante la proa fuese lo suficientemente generosa como para matar su hambre de años brindándoles un hogar y un trabajo que consiguiera dignificarles.

Dos años más tarde se pavoneaban con sus ropajes de seda, sus emplumados chambergos y sus ostentosos anillos, aunque tal vez tal exhibicionismo no fuera más que una forma de ocultar el terror que sentían.

—¡Así os cuelguen! —susurró para sus adentros aun a sabiendas de que no constituía aquél un pensamiento muy cristiano, para alejarse luego hacia el cercano mar que bañaba una inmensa playa de arena muy blanca que se extendía a todo lo largo de la costa sur, hacia poniente.

Le gustaba recorrerla despacio, siembre a la sombra de las estilizadas palmeras, perdiéndose de vista en la distancia, rezando y meditando, para sentarse por último a la orilla del agua, refrescarse con el jugo de uno de aquellos hermosos cocos verdes que sembraban la arena, y aguardar paciente el fastuoso espectáculo que significaban las puestas de sol dominicanas.

Ese día algo le obligó, sin embargo, a cambiar su rutina, pues en el instante en que se disponía a agujerear el coco con ayuda de una afilada navaja, su vista quedó prendida en unos puntos que comenzaban a tomar cuerpo en el horizonte, llegando del Sudeste.

Pronto se cercioró de que eran cuatro navíos de mediano tamaño, no superando ninguno de ellos las sesenta toneladas, mucho menores por tanto que los que compusieron la majestuosa escuadra del Gobernador Ovando, por lo que el franciscano, sabedor de que no estaba prevista la arribada de ninguna otra flota aparejada por los Reyes, no pudo por menos que exclamar para sí mismo:

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