Brazofuerte (18 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

BOOK: Brazofuerte
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—No tengo instrucciones al respecto —fue la honrada respuesta—. Pero yo en vuestro lugar, y si queréis seguir el consejo de un compañero de armas, procuraría internarme en el monte y permanecer en cualquier punto ignorado hasta que las aguas vuelvan a su cauce.

—¿Puedo marcharme ya?

—Tarde se me antoja.

Tras el oficial, y siguiendo un ejemplo que estaba ansiando seguir, se fueron los soldados, y cuando al fin se supo dueño de la situación y de la plaza, el rubio jerezano de descuidada barba lanzó un sonoro alarido de triunfo, arrojó al aire su chambergo y exclamó alborozado:

—¡Abrid todas las celdas! ¡Que hasta el último ladrón pueda correr hasta perder el culo!

Se volvió luego al canario
Cienfuegos
que por ser excesivamente conocido por la guardia se había mantenido a prudente distancia, pero que acababa de hacer su aparición en el portón de entrada en ese mismo momento.

—¡Misión cumplida! —exclamó sonriendo.

Se abrazaron, y al abrazo se unieron de inmediato el cojo Bonifacio, «Maese» Juan de la Cosa, e incluso
El Turco
Baltasar Garrote que no podía dar crédito a sus ojos al comprobar hasta qué punto el sencillo y audaz plan del astuto gomero estaba dando tan satisfactorios resultados.

Había bastado un simple documento hábilmente falsificado por la experta mano del mejor cartógrafo del mundo y media docena de hambrientos buscavidas capaces de hacerse pasar por aguerridos soldados del Gobernador Ovando a cambio de un puñado de monedas, para abrir todas las puertas de la más inaccesible fortaleza de la isla, sin derramar en la aventura ni una gota de sangre.

—¿Cómo podré agradeceros cuanto habéis hecho por mí? —quiso saber
El Turco
.

—No tenéis nada que agradecerme —fue la hipócrita respuesta—. Pero lo que sí deberíais hacer es correr al Convento, a notificar a Fray Bernardino de Sigüenza de que por órdenes superiores
Doña Mariana
ha sido puesta en libertad, y haría bien en olvidar hasta el santo de su nombre.

—¿Ahora?

—¡De inmediato! ¡Imaginaos lo que ocurriría si sospechara la verdad e insistiera en que la encerraran nuevamente!

—¿Pero y ella?

—Me ocuparé de buscarle un buen refugio hasta que encontremos la forma de sacarla de la isla —replicó el canario empujándole con una suavidad no exenta de firmeza—. ¡Apresuraos! Nos mantendremos en contacto.

Algunos prisioneros comenzaban ya a hacer su aparición en el patio, guiñando los ojos al violento sol del trópico, incapaces de aceptar aún que eran libres de poner tierra por medio, y la mayor parte de ellos no se hicieron repetir ni una sola vez la invitación de perderse de vista cuanto antes, por lo que en cuanto
El Turco
desapareció a su vez camino del Convento,
Cienfuegos
se apresuró a correr a la celda de su amada.

Apenas tuvieron tiempo de abrazarse, pues se limitó a tomarla en volandas para descender a toda prisa las empinadas escaleras e introducirla en el cerrado carromato que Bonifacio Cabrera acababa de situar a las puertas mismas de la cárcel.

Dos horas más tarde, cuando la patrulla enviada por el Gobernador Ovando se presentó ante «La Fortaleza» con órdenes expresas de ocuparla, tuvo que limitarse a tomar posesión de un amazacotado edificio de piedra habitado únicamente por las ratas.

C
ienfuegos
tenía muy claro que salir de «La Fortaleza» no significaba en absoluto estar a salvo de volver a ella a corto plazo, puesto que cualquiera que fuese el temperamento del nuevo Gobernador no resultaba lógico imaginar que aceptara sin más semejante burla a su suprema autoridad, ya que si bien la mayoría de los evadidos permanecían encerrados por enemistad personal con el caído Francisco de Bobadilla, otros «pertenecían» a la Corona e incluso en el particular caso de
Doña Mariana Montenegro
, a la poderosa y temida Inquisición.

Lo primero que hizo por tanto el gomero en cuanto recogió a Araya y Haitiké, fue poner rumbo al Oeste por los más intrincados senderos que permitían el paso al carruaje, hasta alcanzar un diminuto riachuelo en cuyas márgenes aguardaban una docena de guerreros de la princesa Anacaona, a la que el cojo Bonifacio había enviado un veloz mensajero solicitando ayuda.

Más de cuarenta leguas —casi doscientos kilómetros— de agreste territorio montañoso y selvático, separaban la ciudad de Santo Domingo del poderoso cacicazgo de Xaraguá, cuya situación y capitalidad correspondían con bastante aproximación a lo que hoy en día constituye la República de Haití, en la costa occidental de la isla.

Al canario le constaba que únicamente allí, y bajo la protección de su «reina», la Princesa
Flor de Oro
, Ingrid se encontraría a salvo, dado que aún faltaban por lo menos diez días para que el
Milagro
fondease frente a la desembocadura del Ozama en noche de luna llena.

Sabía que tenían que abandonar La Española cuanto antes, pero no parecía que existiese otra forma de hacerlo que aquel barco, y le preocupaba sobremanera el estado físico de una mujer que había pasado tres espantosos meses de avanzado estado de gestación en una húmeda mazmorra.

Doña Mariana
era en aquellos momentos una especie de sombra de la fuerte y animosa mujer que siempre fuera, y podría creerse que el simple hecho de ver la luz del sol temiendo que en cualquier momento podían obligarla a volver a una celda, ejercía tal efecto sobre su ánimo, que toda la entereza que había sido capaz de demostrar ante Fray Bernardino de Sigüenza, se derrumbaba como un castillo de arena al que pequeñas olas estuviesen minando los cimientos.

—No permitas que vuelva a «La Fortaleza» —le había suplicado al cabrero apretando sus manos con fuerza—. No dejes que nuestro hijo nazca entre las ratas. Haz cualquier cosa —sollozó— cualquier cosa, antes de consentir que me entierren en vida. ¡Tengo tanto miedo que prefiero la muerte!

Se lo prometió, convencido de que cumpliría tal promesa, y apresurándose a improvisar unas angarillas con parte del carromato y algunas ramas, reanudaron de inmediato la marcha por olvidadas sendas que tan sólo los nativos parecían conocer, evitando aquellos espacios abiertos en los que pudieran ser vistos.

Hicieron noche en una amplia gruta al pie de las montañas, y muy pronto tanto
Cienfuegos
como Bonifacio Cabrera se alarmaron ante el hecho de que Ingrid parecía ir debilitándose a ojos vista, lo que les obligó a temer que se encontrara en trance de abortar.

Ardía de fiebre, deliraba, y debían ser los suyos sueños de auténtica pesadilla en los que tal vez se veía ya rodeada por voraces llamas que consumían su cuerpo y el de su hijo, y tan sólo la pequeña y amorosa mano que Araya le colocaba de tanto en tanto en la frente parecía tener la virtud de calmarla unos instantes.

Araya aparecía nerviosa y excitada, pero la chiquilla afrontaba el difícil trance con la naturalidad de quien considera que la vida está hecha de situaciones semejantes, y la larga y agotadora caminata había sido para ella poco más que un paseo en el que su única preocupación parecía centrarse en el estado de salud de una mujer que ejercía en cierto modo las funciones de la madre que nunca había conocido.

Aun así, resultaba evidente que con quien más a gusto se encontraba seguía siendo
Cienfuegos
con el que le bastaba un simple intercambio de miradas para entenderse, y por su parte éste se sentía cada vez más orgulloso de ella, y de la prodigiosa sensibilidad y madurez de que daba muestras en los más delicados momentos.

La observaba, tan frágil y a la vez tan altiva como una auténtica reina a la espera de su corona, sentada junto a la cabecera de la enferma, atenta a sus más mínimos gestos, secarle el sudor o acariciarle la mano cuando advertía que le había asaltado un dolor súbito, y se preguntó una vez más quién sería en realidad, y por qué extraña razón Dios había consentido que un pueblo que daba criaturas semejantes, hubiera sido aniquilado.

Debía rondar los trece años, y su cuerpo empezaba a desarrollarse espléndidamente, pues sin ser alta, ofrecía no obstante tal equilibrio armónico entre su estatura y sus formas, que la hacían parecer mucho más espigada y atractiva de lo que a decir verdad pudiera serlo.

Su piel, muy clara, sus cabellos, negrísimos, y sus ojos de color miel, rasgados y expresivos, le conferían un aire al tiempo inquietante y exótico, y podía advertirse claramente que incluso los más valientes guerreros y los más nobles caballeros se cohibían en su presencia.

Fue aquélla una noche muy larga, en la que el gomero temió a cada instante perder definitivamente a la mujer que amaba; noche de insomnio y profunda amargura que le sirvió para plantearse por enésima vez las razones por las que el destino parecía empeñado en perseguirle con tan inusitada saña.

No pudo evitar preguntarse, angustiado, qué objetivo tendría su vida si Ingrid desaparecía de este mundo, y casi al amanecer se hizo la firme promesa de que si conseguía salvarla, acabaría de una vez por todas con aquel maldito Capitán León de Luna cuya maléfica sombra amenazaba con continuar amargándoles la existencia hasta el fin de los siglos.

Había sido él, sin lugar a dudas, quien incitara a Baltasar Garrote a promover el proceso por brujería, y estaba convencido de que por más que hubiese jurado olvidarse de su esposa, el odio que le corroía las entrañas le impedía respetar tal juramento.

Si nueve años no le habían bastado para olvidar, ya nunca olvidaría, y parecía estar muy claro que ni siquiera el Nuevo Mundo era, pese a su inmensidad, lo suficientemente grande como para acogerlos a todos.

El canario jamás se había planteado fríamente la posibilidad de matar a un ser humano, y cuantas veces se vio en la necesidad de hacerlo fue empujado por las más adversas circunstancias, pero durante aquella interminable noche de desesperanza llegó a la conclusión de que acabar con el Vizconde de Teguise no era ya en el fondo más que un lógico acto de legítima defensa.

Por otra parte ansiaba poder casarse con Ingrid para que su hijo —si es que llegaba a nacer— no tuviera que avergonzarse el día de mañana de su origen, y le constaba que la muerte del Capitán era en aquellas circunstancias la única forma que existía de deshacer el vínculo que unía al noble aragonés con la alemana.

Cuando la primera claridad del día se presentó a la entrada de la cueva, la principal decisión que había tomado era la de permanecer en aquel lugar todo el tiempo que la enferma necesitase para recobrar parte de sus fuerzas, por lo que tras enviar al más joven de los guerreros a informar a la princesa Anacaona de dónde se encontraban y cuál era su comprometida situación, distribuyó a los restantes indígenas formando un amplio círculo, con órdenes expresas de avisarle a la menor señal de peligro.

Permanecieron tres días a la espera, y en ese tiempo Ingrid pareció regresar de un largo viaje a los infiernos, atendida por
Cienfuegos
, Araya, Haitiké y el omnipresente Bonifacio Cabrera con tanta dedicación y cariño, que no hubo un solo minuto del día o de la noche en que no se encontrase vigilada.

Los guerreros cazaban monos, iguanas y pequeños perros salvajes que proporcionaban una deliciosa sopa, y pescaban con rara habilidad hermosos peces en un fragoso riachuelo que descendía de las altas montañas, y como no se distinguía presencia humana alguna por los alrededores, la estancia fue tranquila, sin más sobresaltos que los que pudieran proporcionar los bruscos accesos de fiebre de la enferma.

Anacaona llegó un atardecer a hombros de una docena de porteadores, escoltada por más de treinta guerreros, y precedida de un meditabundo curandero, y de inmediato
Cienfuegos
comprendió que la princesa experimentaba un sincero aprecio por
Doña Mariana Montenegro
, a la que se mostró dispuesta a cuidar y proteger aun a costa de su vida.

—Regresa en cuanto puedas a la ciudad —le señaló al gomero—. Y pídele al capitán del barco que vaya a buscarla a Xaraguá dentro de tres meses. En estos momentos un viaje por mar no puede causarle más que daño.

—¿Se repondrá?

La altiva indígena, en la que el tiempo y la agitada vida habían dejado una huella indeleble en el rostro, pese a lo cual continuaba siendo una hermosa mujer en los límites ya de su atractivo físico, se limitó a volverse hacia el curandero que se había inclinado a examinar con detenimiento a la paciente, y que afirmó con un levísimo gesto de la cabeza a su muda pregunta.

—Yauco así lo cree, y confío mucho más en él que en esos médicos vuestros que sólo saben recetar sangrías y cataplasmas. Está en buenas manos y tu hijo nacerá sano y fuerte. Puedes irte tranquilo.

—¿Y las gentes del Gobernador?

—Mi reino es muy grande y sus bosques muy espesos. Ni todo el ejército de tus poderosos reyes conseguirían encontrarla. Ten por seguro que cuando ese barco fondee frente a Xaraguá,
Doña Mariana
y tu hijo subirán a bordo.

Se hacía muy difícil dudar de la palabra de una reina, por más que fuera una reina semidesnuda y emplumada, pese a lo cual el canario aún demoró cuatro días su vuelta, a la espera de asistir a una visible mejoría por parte de la enferma.

Lo peor de la crisis había pasado, y los cuidados de aquellos que la amaban y la seguridad de saber que se encontraba momentáneamente a salvo fueron de mayor utilidad que todos los brebajes que Yauco pudiera prepararle, hasta el punto que antes de partir,
Cienfuegos
pudo mantener con ella una tranquilizadora conversación sin sobresaltos.

—¿Por qué tienes que marcharte? —empezó lamentándose ella—. ¿Es que nunca nos van a permitir estar más de tres meses juntos?

El gomero no tenía la más mínima intención de confesarle que había tomado la decisión de acabar de una vez por todas con el problema que seguía significando el Capitán De Luna, por lo que prefirió desviar su atención hacia temas que de igual modo le inquietaban.

—Sabes que nunca estaremos seguros en La Española, y ha llegado el momento de plantearnos cuál va a ser nuestro futuro —puntualizó—. Por ello, lo primero que tengo que hacer es avisar al barco que, con la luna llena, estará esperando noticias.

—Eso puede hacerlo Bonifacio.

—Desde luego —admitió—. Pero lo que no puede hacer es convencer a Don Luis de Torres, al Capitán Salado y el resto de la tripulación, de que nos acompañen a fundar una colonia lejos del alcance de la Inquisición y de los Reyes.

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