—¿Qué papel tiene Colón en ellos?
—El mejor y el peor —señaló el otro sin dudar—.
Pero no debe resultar extraño, puesto que es, al propio tiempo, el hombre más grande y más mezquino que haya existido nunca. —Lanzó un suspiro—. O tal vez se deba, simplemente, a que en los grandes hombres la mezquindad llega a parecernos que cobra colosales proporciones. Su avaricia en cualquier otro individuo tan sólo sería avaricia. En él se convierte en un defecto abominable.
—¿Luego estáis convencido de que pasará a ser un personaje importante de la Historia? —Ante la muda aceptación, el cabrero añadió—: Según eso, Vos mismo figuraréis a su lado como el primer cartógrafo del Nuevo Mundo.
—¿Quién se acordará el día de mañana de que fui yo quien dibujó una carta que probablemente se encuentra plagada de errores? —se lamentó De la Cosa—. Viajar a las órdenes de un capitán tan atrabiliario como Colón confundiría al mejor cartógrafo, puesto que sus derroteros responden más a súbitos cambios de opinión en su búsqueda de un camino al Cipango, que a los metódicos planteamientos que exige mi oficio.
—¿Y cómo creéis que es de grande ese Continente? —quiso saber Bonifacio Cabrera.
—Lo ignoro —admitió el otro con absoluta honradez—. Probablemente cuantos aquí estamos ahora moriremos sin saberlo, y quizás incluso nuestros hijos lo hagan en la ignorancia. Estos años no nos han proporcionado más que una ligerísima idea de las costas, pero salvo
Cienfuegos
, nadie ha penetrado más de treinta leguas tierra adentro. —Se volvió al gomero—. ¿En verdad son tan altas las montañas que encontrasteis?
—Mayores que el Teide. Y se perdían de vista en la distancia en interminables hileras de cumbres eternamente nevadas.
—¿Os imagináis lo que significa cumbres eternamente nevadas en estas latitudes? ¿Y os imagináis los ríos que provocarán tales masas de hielo? —Agitó la cabeza como si le costara un gran esfuerzo admitirlo—. ¿A dónde irán a parar? ¿Qué longitud tendrán, y qué clase de tierras regarán? Marea tan sólo de pensarlo.
—Un indígena de Maracaibo que me merece el mayor crédito, aseguraba que en una ocasión tardó casi un año en ir y venir al «Gran Río del que nacen los Mares», jurando que en ciertas partes no se conseguía distinguir la otra orilla —señaló
Cienfuegos
—. ¿Existe algún río semejante en Europa?
—¿En Europa? —se escandalizó el santanderino—.
¡Ni en sueños! Pero poco antes de salir hacia aquí, Vicente Yáñez Pinzón me aseguró que al venir a las Indias, una tormenta le desvió hacia el Sur, y de pronto se encontró inmerso en un mar de agua dulce que resultó ser la desembocadura de un gigantesco río pese a que no veían tierra.
—¿Un río capaz de endulzar el mar hasta perderse de vista? —repitió el cojo incrédulo—. ¡Eso es absurdo! Un caudal de agua semejante no debe existir en ningún lugar.
—Es lo que yo le dije, pero insistió en que lo había visto, y en mi opinión decía la verdad.
—Según eso puede que nos encontremos a las puertas de un continente mayor que Europa.
—Tal vez —admitió el piloto—. Pero un científico que es lo que pretendo ser, no debe arriesgarse a opinar sin datos suficientes, y las descripciones de que dispongo hasta el presente, no me bastan. —Negó convencido—. Ni aun creyendo a
Cienfuegos
y a Pinzón.
—¿Y cómo se llamaría? —quiso saber el renco—. Si existiese un cuarto continente, lógicamente debería tener un nombre. Europa, Asia, Africa… ¿Cómo se llamaría este último?
—¡Curiosa pregunta! —admitió el cartógrafo—. Y no creáis que no me la planteé mientras dibujaba el «Mapamundi». En algunos momentos me asaltó la tentación de bautizarla, ya que al fin y al cabo era el primero en delimitar sus contornos, pero por un lado me resistía a llamarla «Tierra de Colón», ya que no es suya sino de España entera, y por otro llegué a la conclusión de que no era mi oficio el de bautizar, y deben ser los Reyes los que decidan al respecto.
—¿Por qué no Nueva España?
—Porque se corre el riesgo de que, con el tiempo, y si es tan grande como sospecho, acabará el nombre de la hija ensombreciendo el de la madre, lo cual no es justo.
—Cualquier otro menos escrupuloso le hubiera puesto su nombre —le hizo notar
Cienfuegos
.
—¿Mi nombre? —rió divertido el de Santoña—.
¿Qué nombre? ¿«Tierra de De la Cosa»? ¿De qué «cosa»? —negó convencido—. Hubiera resultado en verdad grotesco, aparte de que no tengo el más mínimo derecho a ello.
—Pero fuisteis Vos y Don Alonso de Ojeda los primeros en plantear la posibilidad de que esto fuera algo más que un puñado de islas a las puertas del Cipango —puntualizó Bonifacio Cabrera—. Lo recuerdo muy bien.
—En efecto —reconoció su interlocutor—. Y también recuerdo que muchos, y en especial el Almirante, nos tacharon de locos y farsantes, pero aun así me resisto a arrebatarle una gloria que en justicia le corresponde.
—¿Aunque se empecine en renunciar a ella, insistiendo en que tal continente no existe?
—Por mucho que lo niegue. No he llevado una vida honrada y trabajosa para pasar a la Historia como ladrón de glorias ajenas. Si por algo se me ha de recordar el día de mañana, que sea por mis escasos méritos, no por apropiarme de los de otro.
—Poco habéis cambiado —le hizo notar el gomero—. Siempre os consideré mi primer maestro, y me enorgullece comprobar que nadie pudo tener jamás otro más digno.
—Cada cual es como nace —fue la sencilla respuesta—. Y su comportamiento poco depende de que la vida le coloque o no en una encrucijada histórica. La conciencia no distingue sobre la importancia de las malas acciones en relación con los demás, sino tan sólo en relación consigo mismo.
Fray Nicolás de Ovando demostró desde el primer momento ser un hombre justo, honrado y eficaz, pero demostró también, de inmediato, ser un racista visceral que experimentaba un instintivo rechazo, y una casi enfermiza aversión, ante la presencia de cualquier «salvaje desnudo».
Habiendo acertado en su elección al tratarse de uno de los pocos palaciegos capaces de poner orden en los confusos negocios de la colonia, sus soberanos se equivocaron sin embargo radicalmente en dicha elección al no tener en cuenta que alguien que habría de detentar el supremo poder al otro lado del océano, quedaba descalificado desde el momento mismo en que tan nefastos prejuicios enturbiaban su capacidad de discernir de un modo sensato.
Cabe puntualizar en defensa de quienes le nombraron, que probablemente desconocían —tal vez al igual que el propio Ovando— cuál habría de ser su reacción al enfrentarse a los nativos de la isla, pero resulta evidente —contemplado desde el prisma del tiempo y la distancia— que el daño que causó y permitió que se causara por culpa de tan irracional comportamiento, constituiría una pesada losa y una mancha indeleble que marcaría para siempre el marco de las futuras relaciones entre españoles y aborígenes.
Hasta aquella inolvidable primavera de 1502, y aun sin aceptar que dichas relaciones fueran todo lo correctas que hubiera sido de desear, y que incluso los propios Reyes propugnaban, la mayoría de quienes se establecieron en la isla —con excepción quizá de los hermanos Colón— habían respetado hasta cierto punto la dignidad de los nativos, pero a partir del momento en que el nuevo Gobernador dio muestras de su abominable desprecio hacia cuanto no fuera auténticamente español, esos mismos españoles cambiaron de actitud de una forma casi obligada.
Aquellos —pocos— que se habían casado con indígenas, o que mantenían una actitud claramente favorable hacia los de su raza, fueron considerados poco menos que indeseables, indignos de detentar un cargo público o recibir tratos de favor por parte de la administración, e incluso los caciques más fieles y que con más ardor habían contribuido al asentamiento de los invasores en el suelo de la isla, se vieron rechazados de inmediato perdiendo en pocos días todo tipo de poder y de influencia.
Una ciudad que aún no había definido sus auténticas señas de identidad, puesto que constituía por el momento una especie de confusa amalgama entre la tradicional forma de vida local y pintorescas aportaciones foráneas, pasó a convertirse de la noche a la mañana, y por orden superior, en una típica urbe europea transplantada al trópico, sin que nadie se molestase en recordar que la Naturaleza tenía aún mucho que decir a ese respecto.
Pronto, muy pronto, esa misma Naturaleza se encargaría de poner las cosas en su sitio.
De momento, se construía como si la isla fuese un trozo de Castilla, Andalucía o Extremadura, sentando las bases de la «indiscutible» supremacía del recién llegado sobre el «indio», y aunque los más antiguos del lugar no dudasen en advertir que tal comportamiento podría acarrear terribles consecuencias, Fray Nicolás de Ovando se sentía tan seguro de sus fuerzas y del respaldo de los Reyes, que despreciaba olímpicamente cualquier tipo de críticas a su forma de gobernar.
Cienfuegos
, agobiado por problemas para él mucho más acuciantes que el racismo, y consciente de que el futuro de la colonia no le concernía, puesto que lo único que pretendía era abandonarla cuanto antes, se limitaba a opinar —siempre en privado— que semejante política era una locura que ponía en peligro el futuro de la labor que más adelante habría de llevarse a cabo en todo el continente.
—Los nativos optarán por huir a Cuba, Jamaica,
Borinquén
e incluso «Tierra Firme», llevando consigo noticias del trato que les damos, lo cual impedirá que, cuando el día de mañana pretendamos de asentarnos en otros lugares, nos reciban tan amistosamente como aquí nos recibieron.
—¿Y lo dices tú, el único sobreviviente de la destrucción del «Fuerte de La Natividad»? —se sorprendió Bonifacio Cabrera—. ¿Qué clase de trato amistoso fue aquella masacre?
—El que nos merecíamos —puntualizó el cabrero—. Aquélla era gente pacífica, a la que el Gobernador Diego de Arana, de tan triste memoria, se empeñó en tratar tal como ahora pretende hacer Ovando, y a nadie debe extrañarle si acaban pasándonos también a cuchillo.
El gomero era, sin lugar a dudas, uno de los seres humanos que con más conocimiento de causa podía opinar sobre las dificultades con que los españoles tropezarían cuando decidieran dar nuevos pasos en la «conquista» de los territorios que se abrían hacia el Sur, el Norte y el Oeste, pero como tenía plena conciencia de que ni el Gobernador ni cuantos le rodeaban le prestarían la más mínima atención en el caso de que tratara de convencerles de lo equivocado de su política, ni siquiera se preocupó de exponer oficialmente su punto de vista, limitándose a continuar siendo mero testigo de cuanto estaba sucediendo.
—Con librarme del Capitán De Luna y conseguir un puñado de valientes me basta —le hizo notar a su inseparable amigo—. Cuando estemos en nuestra isla ya tendremos ocasión de poner en práctica un sistema de convivencia y buena voluntad al estilo de Bastidas.
Cienfuegos
había aprendido mucho del audaz sevillano —ya en libertad y en vísperas de emprender viaje de regreso a España a bordo de la flota de Ovando—, pues le maravilló comprobar que todo cuanto «Maese» Juan de la Cosa le contara sobre la simpatía, inteligencia y humanidad del escribano de Triana era absolutamente cierto.
Desgarbado y sonriente, incapaz de sostener una espada, mal jinete y peor marino, podría considerarse que Rodrigo de Bastidas era el ser humano menos dotado de este mundo para comandar una expedición a tierras ignotas, pero, aun así, su fugaz paso por la Historia dejó claramente demostrado que la razón y la concordia pueden ganar a menudo más batallas que el más belicoso ejército.
Muchos Rodrigo de Bastidas y pocos Ovando, Pizarro o Lope de Aguirre, hubiesen configurado un mapa totalmente diferente de lo que resultaría a la larga el descubrimiento y la «conquista» del «Nuevo Mundo», y las relaciones que a lo largo de los siglos hubiesen podido llegar a mantener la metrópoli y sus diferentes colonias.
En el transcurso de un único, aunque accidentado y completísimo viaje, el trianero había tenido oportunidad de captar la esencia del carácter de los indígenas de la cuenca del Caribe, llegando a la conclusión de que en lo más íntimo de su ser anidaba la convicción de que algún día habrían de llegar volando sobre las olas seres supremos que les conducirían con mano firme por los senderos de la gloria.
Esa idea de unos dioses magnánimos parecía estar no sólo en sus corazones, sino también en su memoria, y resultaba evidente que en tiempos muy remotos hombres sabios y bondadosos llegaron desde el Este dejando una profunda huella en el ánimo de tan sencillas criaturas.
—Para ellos, lo lejano es siempre mágico —aseguraba Bastidas—. Deberíamos aprovechar que la distancia aumenta el valor del misterio, pues incluso a nosotros nos merece más confianza una echadora de cartas turca, que una de Ecija. Los dioses han de habitar en el Olimpo para que se les pueda seguir considerando dioses auténticos.
—¿Pretendéis decir con eso que deberíamos hacernos pasar por semidioses?
—Una cosa es «hacerse pasar», y otra muy distinta «comportarse»… —fue la sencilla aclaración—. Cuando nos comportamos con ellos con bondad, respeto y comprensión, nos consideran poco menos que semidioses sin necesidad de que finjamos serlo, porque sin duda ése debió ser el trato que recibieron de quienes pasaron por aquí hace ya mucho tiempo. Mi expedición no ha necesitado alzar la voz o exhibir un arma para alcanzar sus objetivos —añadió—. Y si lo que pretendemos es comerciar en paz y difundir nuestra fe deberíamos seguir el ejemplo de Cristo, puesto que él jamás necesitó de la violencia para llegar al corazón de sus seguidores.
—Sin embargo —le hizo notar el canario—, otros viajeros que han visitado los mismos lugares que Vos, no han recibido idéntico trato, e incluso algunos han tropezado con una actitud francamente hostil.
—Lo sé y lo entiendo —admitió con naturalidad Rodrigo de Bastidas—. Pero lo achaco a que el hombre primitivo, al igual que ciertos animales, capta de inmediato la amistad el miedo o la agresividad de los desconocidos. Mis perros muerden o se dejan acariciar por un instinto natural del que estos aborígenes no deben estar desprovistos.
—¿Los consideráis entonces poco más que animales? —quiso saber el cojo Bonifacio.
—Sólo en aquello en que su parte animal es mucho más noble que nuestra parte «racional» —replicó el trianero—. La «civilización» nos hace perder virtudes «primitivas» que ellos conservan.