—Muéstrame otra.
—Pedirle a alguien que me enseñe esgrima —aventuró el cabrero—. Si otros han aprendido, ¿por qué no puedo hacerlo yo?
—Porque te llevaría meses. ¡Tal vez años! Y si al final te mata, dejarías a
Doña Mariana
, Haitiké, Araya y el niño que va a nacer, en el más absoluto desamparo. —El cojo colocó con afecto una mano sobre la de su amigo—. ¡Vámonos a Xaraguá! —rogó—. Estaremos a salvo, y cuando llegue el barco buscaremos esa maravillosa isla en la que iniciar una nueva vida. Una vez allí, ni el Capitán De Luna ni el mismísimo Rey Fernando podrán hacernos daño.
Era aquél, sin duda alguna, un buen consejo, lógico y práctico, pese a lo cual el canario
Cienfuegos
continuó aferrado a la idea de que alguien que había sido capaz de atravesar por tres veces el océano para buscarles en el corazón del lago Maracaibo, de igual modo sería capaz de averiguar dónde se ocultaban, persiguiéndoles hasta las mismas puertas del infierno, por lo que se negaba a seguir viviendo con aquella temible espada de Damocles sobre sus cabezas.
Debido a ello, el día en que se tropezó al hambriento Vasco Núñez de Balboa en la ahora semiderruida Taberna de los Cuatro Vientos le espetó sin más preámbulos:
—¿Cuánto me costarían unas cuantas lecciones de esgrima?
—La vida —fue la desconcertante respuesta.
—¿La vida? —repitió estupefacto—. ¿Qué diablos pretendéis decir con eso?
—Que en cuestión de esgrima, o aprendéis seriamente, o el primer rival os ensartará como a un lechón. «Unas cuantas lecciones» sólo servirían para haceros creer que sabéis manejar una espada y permitir que os mataran. —Aceptó encantado el vaso de vino que el gomero le ofrecía, y añadió—. ¡Hacedme caso! No luzcáis un arma si no tenéis la absoluta seguridad de que podéis hacer buen uso de ella. De otro modo no es que no os defienda: es que se vuelve en contra vuestra.
—Sabio consejo.
—Siempre fui experto en darlos e inexperto en aceptarlos —admitió el jerezano—. De ahí que me encuentre en tan precaria situación que me atreva incluso a intentar enseñaros algo que estoy convencido de que no os conviene.
—¿Luego aceptáis?
—Con una condición.
—¿Y es?
—Que no os colguéis una espada al cinto hasta que yo considere que podéis hacerlo.
—Trato hecho.
—Me dolerá que os rajen, pero más sablazos da el hambre. ¿Pensión completa, vino incluido? —aventuró.
—De acuerdo. ¿Cuándo empezamos?
—¿Por qué no ahora?
Tuvieron que recuperar nuevamente el arma de Núñez de Balboa de manos de Justo Camejo, que aceptó además cederles a buen precio el sable de un desgraciado al que el pasado huracán se había tragado, y en un claro del manglar, no lejos del agua, iniciaron esa misma tarde la difícil labor de convertir a un ex cabrero de la isla de La Gomera en un experimentado matachín. Al concluir la primera hora de esfuerzos se dejaron caer en la arena totalmente agotados.
—¿Y bien? —quiso saber
Cienfuegos
—.
—¿Y bien? —repitió el otro jadeante—. Jamás vi a nadie tan negado para esto. Manejáis la espada como si se tratara de un palo de azotar alfombras.
—Soy bueno con un palo —admitió el canario—.
Allá en La Gomera «el juego del palo» es una especie de deporte nacional, y yo era de los mejores. Toda mi vida la pasé con una pértiga en la mano.
—Pero esto no es «el juego del palo» —se lamentó el jerezano—. Esto es esgrima, y la espada no es una pértiga, sino algo que hay que manejar con delicada firmeza. Si la apretáis demasiado, la ahogáis; si demasiado poco, os la arrebatan. Y tenéis menos juego de muñeca que un manco.
—¡Aprenderé!
—Lo dudo —replicó Núñez de Balboa en un gesto de sincera honradez—. Sé que estoy tirando piedras contra mi tejado y me juego la pitanza de las próximas semanas, pero os aprecio y me consideraría un hipócrita si no dijera lo que opino al respecto.
—Y yo os lo agradezco, pero ello no me fuerza a cambiar de idea —puntualizó el canario—. Estoy dispuesto a practicar hasta que se me caiga el brazo.
—¿Por qué no probáis a romperle la cabeza, de un puñetazo? —inquirió socarrón el jerezano—. Más frágil que la de un mulo ya la tendrá.
—¡No conocéis al Capitán De Luna! ¿Seguimos?
—Sigamos.
Pero resultaba un empeño tan inútil como intentar enseñar alpinismo a un ciego, puesto que el gomero se emperraba en atacar a su enemigo como si tratara de partirlo a estacazos, lo que traía aparejado que su espada pasase más tiempo por los aires que en su mano.
—Con suerte, en una de esas piruetas le cae encima y le atraviesa —le ridiculizó su improvisado maestro—. Pero por la misma razón os puede cercenar una pierna.
El canario
Cienfuegos
tardó cinco días en llegar a la conclusión de que en efecto, y pese a su magnífica condición atlética y su innegable rapidez de reflejos, Dios no le llamaba a convertirse en un espadachín mínimamente aceptable, por lo que dedicó una larga noche a reflexionar sobre la forma de encarar el difícil reto que significaba enfrentarse a un hombre tan experimentado con las armas como el Vizconde de Teguise.
Las lecciones que Núñez de Balboa continuaba impartiéndole no le servían para aprender a manejar una espada, pero sí le estaban sirviendo para hacerse una idea de en qué consistía el arte de la esgrima, y de qué forma acostumbraba a atacar o defenderse alguien que, como el jerezano, en nada tendría que envidiar la habilidad del Capitán De Luna, ya que las fintas y las estocadas parecían ofrecer un determinado número de variantes que solían encadenarse de una forma lógica, dependiendo casi siempre su efectividad de la agilidad y reflejos del ejecutante.
—Por lo que me habéis contado sobre el Vizconde —puntualizó una tarde Vasco Núñez de Balboa—, se trata de un militar acostumbrado a luchar contra guaraches y salvajes, lo cual significa que estará más habituado al sable pesado, el tajo y el mandoble, que a la esgrima de taberna y salón, donde se tiende a buscar la finta y ensartar limpiamente al enemigo. Eso quiere decir que debéis esperar golpes directos, de arriba abajo o por los costados, más que de frente. ¿Es alto?
—Bastante.
—¿Más que Vos?
—No.
—¿Fuerte?
—Sí.
—¿Agil de cintura?
—Supongo que no. Debe rondar la cuarentena y no creo que haya hecho mucho ejercicio últimamente. Le gusta comer bien, el vino y las mujeres.
—¡Como a todos! —rió el otro—. ¿Diestro o zurdo?
—Diestro.
—Con semejantes características, apostaría a que la mayor parte de sus ataques irán destinados a vuestro hombro izquierdo en su unión con el cuello. Os distraerá con fintas, florituras y amagos a las piernas, pero en el fondo sabe que ése es su golpe mortal.
—Entiendo… ¿Os importaría atacarme como si fuerais él?
—No es mi estilo, pero lo intentaré.
Practicaron durante dos agotadores días más, y cuando al fin el gomero se consideró suficientemente preparado se aclaró el cabello permitiendo que recuperara su llamativo color rojizo, y a primera hora de la mañana siguiente aguardó al Vizconde en un claro del bosque.
Se había informado de que solía pasar por allí en sus diarios paseos ecuestres siempre antes de que el pesado bochorno tropical agotase a la bestia, por lo que apenas lo vio llegar se plantó en mitad del camino cortándole el paso.
Sorprendido, el Capitán De Luna detuvo su cabalgadura a poco más de cinco metros de distancia, para estudiarle de arriba abajo y acabar comentando:
—¿De modo que tú eres el famoso
Cienfuegos
, el que se esconde bajo las faldas de las mujeres? ¿A qué viene este cambio de actitud?
—Tenemos que hablar.
—¿Hablar? —se sorprendió el otro—. ¿Hablar de qué? Yo no hablo con gente de tu clase y tu calaña. Los aplasto si es que no corren. Y tú, correr, corres mucho.
—Pues aquí estoy, yo no pienso moverme —fue la tranquila respuesta—. Ya no sois el todopoderoso Señor de La Gomera que lanzaba a la isla contra mí, ni yo el asustado chiquillo que no sabía qué era lo que estaba ocurriendo. —Le observó de hito en hito—. ¿Os atreveríais a bajar de ese caballo?
—¡Desde luego! —replicó el Capitán De Luna echando pie a tierra y dando una afectuosa palmada al animal para que se alejara unos metros—. ¿Por ventura intentas desafiarme?
—Unicamente en el caso de que no os avengáis a regresar a España para no volver nunca.
—¿Marcharme? —se asombró el de Teguise—. ¡Diantre! En verdad que además de impertinente eres estúpido. Llevo años intentando ponerte la mano encima, y cuando al fin te tengo delante pretendes que sea yo el que huya.
—No pretendo que huyáis, sino que aceptéis regresar a vuestro mundo, y nos dejéis vivir en paz en éste. Ingrid espera un hijo, y nuestro sueño es criarlo sin sabernos acosados. Lo que ocurrió nadie pudo evitarlo, y hace ya tanto tiempo que matarse por ello se me antoja ridículo.
—¿Ridículo? —repitió su interlocutor como si le costara trabajo aceptar lo que acababa de oír—. No me extraña que a un bastardo cabrero de La Gomera vengar su honor se le antoje ridículo, pero para un caballero aragonés, su honor está por encima de todo aunque pasen mil años. Al fin estamos frente a frente, y a fe que uno de los dos deberá quedarse para siempre en este bosque.
—Os suplico que lo penséis por última vez —insistió
Cienfuegos
—. Ya nos hemos hecho demasiado daño, y lo más triste es que han muerto muchos que nada tenían que ver con este caso. ¡Dejémoslo estar!
—¡Jamás! —exclamó el otro echando mano a la empuñadura de su arma—. Acaba de una vez con tanta cháchara y desenvaina.
—No tengo espada.
Fue entonces cuando el Vizconde de Teguise reparó en el hecho de que, efectivamente, su enemigo se encontraba desarmado, y más que un duelista dispuesto a luchar, parecía un inofensivo peregrino apoyado en su báculo.
—¿Qué broma es ésta? —quiso saber—. ¿Una nueva burla? ¿Tan cobarde eres como para retarme sabiendo que soy incapaz de matar a un hombre indefenso?
—No estoy indefenso.
—¿Ah, no…? ¿Y con qué piensas luchar? ¿Con ese palo?
El cabrero se limitó a asentir en silencio, lo cual tuvo la virtud de exacerbar aún más a su oponente, que concluyó de desenvainar dispuesto a abalanzarse sobre él cegado por la ira.
—¡Un palo, hijo de puta! ¿En verdad crees que puedes apalear a un hidalgo español como si fuera un perro?
—Mis antepasados mataron a muchos «hidalgos españoles» sin más arma que un palo como éste —le hizo notar el canario con naturalidad—. Así que, por lo que a mí respecta, no tenéis por qué considerarme desarmado.
El Capitán León de Luna, que tan crueles batallas había librado contra unos irreductibles guanches, que no solían emplear más que palos, mazas y hachas de piedra, pareció rememorar por unos instantes aquellos lejanos recuerdos, hasta que al fin blandió su arma con gesto decidido:
—¡De acuerdo! —dijo—. A los salvajes, como a salvajes. ¡Reza si sabes!
Sobraban las palabras, y no quedaba ya más que estar atento, a cada gesto, conscientes de que la más mínima distracción podía acarrear la muerte, puesto que ambos hombres abrigaban el firme convencimiento de que de aquel solitario bosque tan sólo uno de ellos podría salir con vida y por su propio pie.
El Vizconde de Teguise usaba una ancha y afilada espada toledana de trabajada cazoleta, y aunque resultaba evidente que debía ser muy pesada, la manejaba con sorprendente soltura, haciendo gala de un hábil juego de muñeca que en nada tenía que envidiar al del jerezano Vasco Núñez de Balboa, pese a que el arma de este último fuese sin duda considerablemente más liviana.
Cienfuegos
se limitaba a permanecer a la expectativa, empuñando el grueso palo de casi seis centímetros de diámetro y dos metros de largo con ambas manos, dejando entre una y otra poco más de un metro de distancia, con el puño izquierdo hacia arriba y el derecho hacia abajo, según la clásica actitud defensiva de los «Jugadores de Palo» de las islas Canarias.
Varios cortos amagos hicieron comprender al Capitán De Luna que no iba a constituir en absoluto una tarea sencilla alcanzar de lleno al escurridizo rival que tenía enfrente, puesto que una y otra vez éste desviaba el ataque con un seco golpe que mostraba a las claras, tanto una increíble rapidez de reflejos, como un perfecto conocimiento del arte de la esgrima.
No era aquél, desde luego, un salvaje de los que se precipitaban montaña abajo atacando sin orden ni concierto, y al que se les podía rebanar el pescuezo de un solo tajo.
No era tampoco el nieto de un guanche furibundo y aullador al que la ira por ver ocupada su isla impulsaba a lanzarse ciegamente hacia la muerte sin medir las consecuencias de sus actos, y no era, por último, un duelista ansioso de sangre, decidido por tanto a acabar con su enemigo a cualquier precio.
Era, por el contrario, un maldito cerdo, frío, sereno y calculador, cuyos verdes ojos ahora entrecerrados parecían captarlo todo, y cuyo hercúleo cuerpo amenazaba con catapultarse violentamente hacia delante en décimas de segundo.
Al Vizconde de Teguise podía considerársele un hombre fuerte incluso para una época de hombres increíblemente recios, pero en esta ocasión su oponente le superaba tanto en peso como en envergadura, y cuando tras un nuevo y fallido ataque retrocedió unos pasos para replantear su estrategia, le asaltó de improviso una sospecha que le obligó a inquirir sin poder contenerse:
—¿Acaso eres tú ese que llaman
Brazofuerte
?
—El mismo.
—¿El que convenció a Baltasar Garrote de que le atacaban los demonios?
—Exactamente.
—¿Cómo lo hiciste?
—Es una larga historia que por desgracia no viene al caso. ¿Cansado?
—¡En absoluto!
Pero no era cierto. El Capitán De Luna comenzaba a fatigarse, puesto que ya no era un niño, llevaba años sin poner el pie en un campo de batalla, y el hecho de tener que ser quien se lanzara una y otra vez al ataque cargando con un arma tan pesada empezaba a dormirle el antebrazo.
Resultaba evidente que el ritmo de su respiración ya no era el mismo.
Pareció considerar que había llegado el momento de lanzar un golpe definitivo, por lo que aspiró profundamente, alzó el arma con las dos manos y dio un paso adelante para descargarla con todas sus fuerzas temiendo que el gomero tratase de esquivar un mandoble que de cogerle de lleno podría partir en dos el palo y su cabeza.