Breve Historia De La Incompetencia Militar (15 page)

Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online

Authors: Edward Strosser & Michael Prince

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
4.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

Seguidamente, estalló el caos en Perú. No sólo había un ejército extranjero acampado en su territorio, no sólo el país había sufrido una derrota catastrófica, no sólo había perdido su único recurso valioso, no sólo su ejército de tierra estaba al mando de un almirante, sino que encima el país se había quedado sin gobernante. El vicepresidente De la Puerta asumió el mando, pero a la edad de 84 años no estaba en condiciones de ponerse al frente de la guerra. El 21 de diciembre, aprovechando el vacío de poder, apareció Nicolás Pierola, un antiguo pirata ávido de poder. Consiguió el apoyo de algunos soldados y los dirigió contra los soldados leales a De la Puerta, pero el anciano vicepresidente no tenía estómago para la lucha y la flor y nata de la sociedad de Lima le convenció de que lo mejor sería que Pierola tomase el poder. Pierola no perdió ni un momento y estableció rápidamente una constitución que le otorgaba todo el poder y eliminaba potenciales ambigüedades tales como la legislatura. También se autoasignó el desafortunado título de «protector de la raza indígena».

Para poder tener un mayor control del país, Pierola creó su propio ejército. Mientras equipaba con nuevas armas a su ejército favorito, iba lentamente estrangulando al ejército regular, que estaba bajo el mando del almirante Montero, su mayor rival.

Atrapada en la espiral de muerte junto con su aliado, Bolivia tenía que luchar al mismo tiempo con sus propios jaleos políticos. Después de sacar a la luz un complot de Daza para retirar a sus tropas de la lucha, el 26 de diciembre los jefes del ejército boliviano solicitaron la ayuda del almirante Montero para eliminar a Daza. Pero los peruanos no querían iniciar una miniguerra civil dentro del campamento militar boliviano con base en Perú, así que Montero declinó amablemente prestarles sus tropas y les ofreció a cambio la posibilidad de tramar un artero complot.

El 27 de diciembre, Daza subió a un tren para reunirse con Montero. Unas pocas horas después, el jefe del Estado Mayor y jefe golpista ordenó a los soldados colorados de Daza que colocasen sus armas en sus barracones y fuesen al río a tomar un relajante baño. Mientras se zambullían en el río, las tropas leales al golpe cerraron los barracones y tomaron el control del cuartel general del ejército.

Daza se enteró de que había sufrido dos golpes de Estado, como jefe del ejército y jefe del gobierno. Presa del pánico, le pidió a Montero que sofocase el golpe, pero, después de haber vivido su segundo golpe de Estado en una semana, el almirante se había convertido ya en un experto en esquivar tales contratiempos y declinó la oferta de implicarse. Daza se puso como un loco: saltó a lomos de un caballo, escapó hacia la costa y empezó un recorrido ya bien trillado de exilio a Europa.

Mientras los dos antiguos presidentes se escabullían de camino a sus futuros europeos, los mandos en Bolivia nombraban al general Narciso Campero presidente provisional. Educado en la academia militar de Saint Cyr, en Francia, el nuevo cargo de Campero llegaba con el dudoso premio de liderar el débil esfuerzo de guerra de Bolivia.

Y, por si no había ya bastantes problemas, la economía peruana estaba oficialmente en el caos. El país había perdido sus tierras de guano y prácticamente todas las exportaciones habían sido detenidas por el bloqueo chileno. El único punto positivo era que aún aventajaba a la economía boliviana. Chile controlaba el mar, había conquistado todas las tierras del guano, firmado acuerdos para vender ingentes cantidades de excrementos de ave e invertido el dinero en armas nuevas.

Cuando 1879 tocó a su fin, los aliados habían sufrido una derrota naval, militar, política y económica, pero, fieles a su eterno espíritu de incompetencia, no se habían enterado aún de la gravedad de su situación y seguían sin rendirse.

Chile quería terminar la guerra, pero no podía: antes tenía que lograr la firma de un tratado que le concediese oficialmente las tierras de guano conquistadas. Aunque con la guerra los chilenos habían conseguido más de lo que podían haberse imaginado, su orgullo estaba herido por la derrota en Tarapacá. Chile quería terminar la guerra a lo grande. Por lo tanto, Sotomayor reorganizó al ejército, aumentó el número de soldados y se preparó para atacar de nuevo.

El 26 de febrero de 1880, los chilenos desembarcaron en una ciudad llamada Lio, situada ciento cincuenta kilómetros al norte de la ciudad peruana de Arica, y expulsaron a los defensores, que huyeron al desierto. El camino hasta Lima había quedado ahora expedito y los chilenos tenían en sus manos la posibilidad de asestar un golpe y terminar la guerra. Pero al presidente chileno Pinto le dio por hacerse el listo: quería derrotar al ejército aliado que tenía su base en la ciudad meridional peruana de Tacna, tomar posesión de aquella región e intercambiarla con los bolivianos si acordaban dejar la guerra. Los chilenos avanzaron con dificultad por el terreno durante su larga marcha hacia Tacna, azotados por el calor y faltos de agua.

Pero cuando por fin se reunieron con su ejército en las afueras de la ciudad, Sotomayor murió de pronto de un ataque al corazón.

El ejército aliado de 9.000 hombres, bajo el mando directo del nuevo dictador boliviano Campero, defendió Tacna desde una meseta al norte de la ciudad, manteniendo una fuerte posición defensiva. Antes de atacar, los chilenos reconocieron el terreno y se retiraron para preparar su ofensiva. Sin embargo, los aliados malinterpretaron esa retirada como una señal de debilidad, y decidieron preparar un ataque sorpresa para acabar con el enemigo antes del amanecer. Los soldados aliados, sin embargo, se perdieron de nuevo en la oscuridad y regresaron a duras penas a sus posiciones justo a tiempo de repeler el repentino ataque chileno al despuntar del 26 de mayo. Habían conseguido dominar a los chilenos hasta que un oficial peruano se convenció de que aquella tregua temporal del enemigo para rearmarse era en realidad una retirada y decidió posicionar su unidad expuesta en las laderas. Un rápido contraataque chileno acabó con ellos en un suspiro y este error garrafal se convirtió en otra devastadora derrota.

Dos mil chilenos habían resultado muertos y heridos, una cuarta parte de sus fuerzas, pero la oposición aliada había sido aplastada. Campero encabezó la larga marcha a casa con mil bolivianos. Avanzaron penosamente a través del abrasador desierto y las heladas montañas, donde se enteró de que había sido elegido formalmente presidente de su asediada y derrotada nación. En esa larga travesía, murieron montones de sus hombres, y los que sobrevivieron tuvieron que soportar la humillación de ser desarmados al llegar a su propia frontera: el gobierno quería evitar que se amotinasen cuando les dijera que no les pagaría por haber perdido la guerra. Los bolivianos habían abandonado de forma ignominiosa la guerra que ellos mismos habían empezado y ahora dejaban que los peruanos siguiesen la lucha por ellos. El almirante Montero y sus combatientes regresaron a Lima sumidos en la derrota. Los bolivianos estaban acabados y nunca más se volvió a saber de ellos.

Los chilenos, a continuación, se centraron en la ciudad peruana de Arica, la salida al Pacífico de La Paz gracias al ferrocarril que unía ambas ciudades. Los defensores instalaron grandes cañones para proteger la ciudad de una invasión naval y se apostaron en el lado terrestre para contrarrestar el inevitable ataque de los chilenos que avanzaban desde Tacna. Los defensores peruanos plantaron modernas minas terrestres alrededor de toda la ciudad, pero consiguieron el no intencionado resultado de aprisionar a las tropas peruanas, que temían patrullar por los campos de minas. Cuando los chilenos lo capturaron, el orgulloso diseñador de las defensas, desprovisto de cualquier sentido de la lealtad, no tuvo ningún reparo en revelar alegremente las ubicaciones exactas de las minas. Todo un día de bombardeos por parte de la flota chilena marcó el inicio del ataque. Dos días después, ante la negativa de los peruanos a rendirse, los chilenos retiraron fácilmente las minas e irrumpieron en las trincheras desde tierra. Los peruanos resultaron diezmados y su inevitable rendición llegó antes de que el rocío de la mañana se hubiese secado.

Chile había llegado a lo más alto. Había conquistado toda la costa boliviana junto con la región de nitratos de Perú y, por supuesto, había acaparado el mercado del guano.

Llegados a ese punto, el paso que debían dar Bolivia y Perú lógicamente era rendirse. La lógica, sin embargo, no era un recurso natural que abundase en estos dos países. Mientras Bolivia contemplaba la situación con decreciente interés desde su distante y privilegiada posición montañosa, los peruanos escapaban penosamente batallando mano a mano con el enemigo.

Los chilenos estaban desesperados: querían acabar de una vez con el asunto y regresar a su estimada extracción de guano. Su armada bloqueaba la costa peruana para acabar con la poca vida económica que quedaba en Perú. Después de fracasar en su intento de comprar en Europa algunos barcos para cambiar el rumbo de la guerra, el presidente peruano Pierola finalmente aceptó celebrar una conferencia de paz. Los chilenos pidieron quedarse con los territorios de nitrato conquistados y requerían a los aliados que les pagasen por el privilegio de haber sido aplastados. En contrapartida cederían una parte de la costa peruana a Bolivia como premio de consolación. En esencia, Perú debía estar dispuesto a perder dinero, territorio y prestigio. Tal vez aún creyendo que seguía siendo tan importante y poderoso como en los días que había sido la sede del Imperio español en el nuevo mundo, Perú rechazó el acuerdo. Su esfuerzo perdedor continuaría.

Los chilenos, que andaban peligrosamente cortos de victorias, planearon entonces un avance hacia Lima, la capital peruana. 42.000 chilenos desembarcaron en la costa y avanzaron hacia las selladas defensas en las afueras de la ciudad. A los defensores no les quedó más remedio que tratar de conseguir hombres incluso de debajo de las piedras, y formaron diez divisiones de tropas agrupadas por los oficios que tenían de civiles. De este modo los vendedores, decoradores, peluqueros, economistas, maestros y otros hombres con trabajos igualmente pacíficos tuvieron sus propias divisiones y su parte de la defensa de la ciudad. Incluso algunos nativos del Altiplano con dardos, cerbatanas y flechas envenenadas arrimaron el hombro. Cuando quien defiende tu capital son peluqueros y tipos con cerbatanas, tienes que empezar a plantearte que tal vez no quede esperanza alguna en el campo de batalla.

Los chilenos dieron una paliza a los peluqueros peruanos, hicieron caso omiso de las heridas causadas por los dardos y coronaron su victoria saqueando y matando a todos los rezagados que se les ponían por delante. Pierola ordenó a sus soldados que entregasen sus armas y se fueran a casa. Lima ya era una ciudad abierta de par en par. Cuando los chilenos entraron para apoderarse del botín el 16 de enero de 1881, Pierola se llevó su gobierno a las colinas, convirtiéndose en el segundo líder peruano en escapar de la guerra.

Escapó tan deprisa que ni siquiera tuvo tiempo de llevarse los documentos de Estado o asaltar el Tesoro para disponer de dinero para el viaje. ¿Un dictador sudamericano huyendo sin llevarse el dinero? Pues sí. La élite peruana, a pesar de su total y absoluta incompetencia desde el inicio de aquella guerra desastrosa, estaba determinada a no entregar su ilegítimo señorío sobre los restos del Imperio español.

Los chilenos ocuparon Lima e instalaron a un abogado llamado Francisco García Calderón como nuevo presidente del Perú, esperando que éste correspondiera a su gentileza rindiéndose. Los chilenos permitieron que Calderón reuniese un pequeño ejército para protegerse de algunos de sus ciudadanos más furiosos y pronto descubrieron que su abogado no era la marioneta manipulable que parecía. Infectado con la ilógica de su cargo, Calderón encontró la forma de firmar una rendición total cuando los diplomáticos de Estados Unidos insistieron en que Chile no podía quedarse con ningún territorio conquistado a menos que los perdedores se negasen a pagar las indemnizaciones de guerra.

Mientras, Pierola continuaba su resistencia desde las colinas. En abril de 1881, se le unió el recientemente herido general Andrés Cáceres, uno de sus generales más capaces. El dúo planeó mantener una guerra de guerrillas de baja intensidad, con la esperanza de que los chilenos se cansarían y les ofrecerían la paz para guardar las apariencias. Para luchar en su nueva guerra, Cáceres reunió a dieciséis de sus mejores camaradas.

Los chilenos, desesperados, enviaron una división a las montañas para cazar a los rebeldes. A medida que ascendían dificultosamente por los Andes, el astuto Cáceres, cuyas fuerzas ya llegaban a los cien hombres, iba esquivando fácilmente a sus pretendidos captores. Nunca conseguían siquiera acercársele. Los peruanos, que odiaban la ocupación, acudieron en masa a Cáceres y aumentaron el ejército de la montaña en miles de personas.

Frustrados por la negativa de Calderón a firmar el tratado de paz, los conquistadores le encerraron en la cárcel. Así como viene, se va. El encarcelamiento convirtió a Calderón en un mártir peruano. De camino a la cárcel nombró nuevo presidente al almirante Montero. Perú alardeaba ahora de tener a dos gobernantes ilegítimos. Cáceres traicionó astutamente a Pierola y, tras abandonarlo, le dio su apoyo a Montero. El ya tambaleante Pierola emprendió el muy trillado camino del exilio a Europa.

A pesar del avance de las victorias chilenas, la guerra aún no quería terminar. Cáceres abordó a los chilenos e incluso los venció en algunas ocasiones. La ocupación estaba empezando a dividir a Chile. Los políticos chilenos se peleaban furiosamente para hacerse cargo de la ocupación. Unos estaban a favor de seguir el curso de los acontecimientos hasta que una única y estable dictadura fuera establecida en Perú. Otros, en cambio, querían abandonar la zona y simplemente quedarse con las tierras de guano.

Del torbellino de ese espeso caos surgió otro aspirante peruano, el general Miguel Iglesias, un excomandante del ejército que en aquel momento hizo un llamamiento de paz bajo cualquier condición. Chile había encontrado a su hombre. Aquel mismo diciembre fue elegido «Presidente Regenerador» por los representantes del norte de Perú, que ya tenía su tercer aspirante al título. Los chilenos, en agradecimiento, le entregaron dinero y armas para que sobreviviese lo suficiente para firmar los artículos de la rendición.

Para poder reforzar el gobierno de Iglesias en Perú, los chilenos tenían que quitar a Cáceres de en medio. Iniciaron la ofensiva en abril de 1883 y aplastaron a su ejército tres meses después. Pero el astuto, traidor y aparentemente infatigable líder escapó cabalgando en su herida montura.

Other books

The Third Rule Of Ten: A Tenzing Norbu Mystery by Hendricks, Gay, Lindsay, Tinker
Reykjavik Nights by Arnaldur Indridason
This Old Souse by Mary Daheim
Red Demon by Deidre Knight
Forty-Four Caliber Justice by Donald L. Robertson
Cat and Mouse by Gunter Grass
The Clone Apocalypse by Kent, Steven L.
Small-Town Girl by Jessica Keller