Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Gorbi intentó ponerse al nivel de los acontecimientos mientras los países de la URSS empezaban a declarar su independencia por las buenas o por las malas y abrió el gobierno a un sistema multipartidista en febrero de 1990. Los lituanos, cuyo país había sido anexado por los soviéticos mediante los protocolos secretos del Tratado de No agresión entre Hitler y Stalin en la Segunda Guerra Mundial, declararon que el 7 de noviembre, el aniversario de la Revolución bolchevique ya no sería fiesta nacional. Esto fue el equivalente de hacer un corte de mangas a los líderes soviéticos y Gorbi se lo tomó como un auténtico insulto. El 12 de enero de 1991, los soviéticos respondieron con el ataque a la torre de televisión de Vilnus, encabezado por las tropas especiales de boinas negras del Ministerio del Interior, que llevaban el jamesbondiano nombre de OMON. Trece lituanos murieron. Dmitri Yazov, el ministro soviético de Defensa y golpista incipiente, acusó a los lituanos de provocar al ejército y, por iniciativa propia, les atacó. Gorbi no hizo nada para castigar a Yazov. En marzo, los lituanos proclamaron su independencia. Lo que había empezado como un intento de Gorbi de reformar la Unión Soviética se había convertido en la desintegración del Imperio.
Gorbi continuaba trabajando en su fantástico plan de reorganización de la economía, llamado el «Plan de los 500 días», la alternativa de la economía dirigida a la creación del capitalismo. Contenía tales joyas de planificación central de fantasía como la destrucción del complejo industrial militar que resultaba ser la espina dorsal de la economía y el último refugio de los miembros del partido partidarios de la línea dura. El 15 de octubre de 1990, Gorbi recibió el Premio Nobel de la Paz. Seguro de que su plan llevaba a los partidarios de la línea dura al límite, Gorbi hizo el único movimiento que le podía mantener en el poder: retirar su apoyo al obtuso plan.
Moviéndose en difícil equilibrio entre los verdaderos reformistas como Yeltsin y los hombres del partido de la línea dura, a Gorbachov le quedaba poco margen de maniobra. Aquellos hombres eran los príncipes del mundo soviético, que avanzaban inexorablemente con los ojos puestos en el vago y triunfante pasado, que pasaban sus vacaciones en el mar Negro y disfrutaban de los dudosos frutos de los poderosos oligarcas soviéticos. Habían escalado hasta lo más alto de la gigantesca estructura criminal mediante una inacabable e insulsa retórica autocomplaciente que ofuscaba las acciones asesinas incompetentes y criminales del gobierno. Ellos no veían ninguna razón para renunciar a un mundo que les daba significado.
Los reformistas veían claramente que Gorbi era adicto a la trastornada lógica del gobierno soviético en la que todo vale para poder permanecer en el poder. La fe de Gorbi en el socialismo le condujo a seguir adelante con aquellas reformas que solamente podían terminar en el desmembramiento del Imperio. El peligro residía en la posibilidad de que en las calles corriera la sangre.
En junio de 1991, Gorbi fue informado por las autoridades norteamericanas de que había un complot para derrocarle en el que estaban implicados sus ministros más poderosos. La respuesta de Gorbi fue pegarles una bronca a los ministros que pretendían efectuar el golpe.
Él siguió adelante, al parecer desdeñando los peligros. Puso los puntos sobre las íes en el nuevo Tratado de la Unión que conduciría a la ex Unión Soviética hacia una absurda federación de repúblicas independientes con un único presidente y un ejército. De alguna forma, el desmembramiento de la Unión Soviética ya había empezado, puesto que cada república había alcanzado una cierta autonomía. Y cuando en 1990 Yeltsin se convirtió en presidente de la Federación Rusa y abandonó el Partido Comunista, se convirtió en el oponente más destacado de Gorbi. En la víspera de la firma del tratado, que los partidarios de la línea dura temían que remodelara radicalmente su mundo sin ellos en el centro, los golpistas llevaron a cabo su acción contra Gorbi.
Los golpistas lo tenían todo a su favor. Tenían en sus manos el conocimiento institucional de setenta años de expertas actuaciones de aplastamiento despiadado de toda y cada una de las oposiciones que se habían presentado con una eficiencia brutal y organizada. Era el único trabajo que sus predecesores siempre habían dominado, permaneciendo en el poder por todos los medios necesarios. Verdaderamente era el fruto del sistema. Pero la historia de asombrosa incompetencia soviética finalmente los atrapó.
Gorbi, desesperado por lograr el equilibrio, se rodeó de sus traidores. En agosto se fue de vacaciones a su lujosa villa en Crimea. Se había aislado totalmente en el momento en que estaba a punto de destruir la base de poder de los partidarios de la línea dura a los que estaba intentando persuadir para establecer la democracia.
Finalmente, los golpistas tomaron la decisión de librarse de Gorbi cuando se reunieron en una casa segura del KGB en una escena más parecida a un picnic de borrachos que a una guarida de arteros conspiradores. Ya se habían reunido muchas otras veces para quejarse de sus problemas con Gorbi, pero esta vez, puesto que el Tratado de la Unión se iba a firmar al día siguiente, había llegado el momento de actuar y para muchos de ellos de empezar a beber. Acordaron «ocuparse» de Gorbi, pero igual que la planificación central del glorioso futuro comunista, que jamás requirió mucho trabajo, todo lo demás resultó vago y confuso.
El golpe de Estado, siguiendo la tradición oficial soviética, empezó con una mentira. La Agencia oficial de Noticias Soviética TASS informó la mañana del 19 de agosto que Gorbachov había dimitido a causa de una enfermedad no revelada y que un comité de «Estado de emergencia» había asumido el poder. De hecho, Gorbi había sido confinado en su lujosa dacha con bastante facilidad, puesto que uno de los golpistas, Boldin, era su jefe del Estado Mayor. Otro golpista le dijo, según Gorbi, «haremos todo el trabajo sucio por ti», esperando tal vez que Gorbi consintiese y se uniese a ellos en derrocarse a sí mismo. Éste le dijo que se fuera al infierno.
Los partidarios de la línea dura finalmente actuaron pero nadie pensó en neutralizar a Boris Yeltsin. Tal vez los golpistas se confundieron, porque Yeltsin parecía ser enemigo de Gorbi y Gorbi era su enemigo. No se dieron cuenta de que el enemigo de tu enemigo también puede ser tu enemigo. Tampoco se dieron cuenta de cuántos enemigos realmente tenían. Durante las horas del anuncio de que Gorbi había sido sustituido, Yeltsin eludió un débil intento de atraparle y salió rumbo a la «Casa Blanca» rusa, la sede del poder de la República Rusa, donde se subió encima de un carro de combate y denunció audazmente el golpe. Después, desapareció en el interior del edificio para organizar la defensa.
En la misma calle, en el Kremlin, el vicepresidente Yanayev tuvo que ser coaccionado por el resto del comité de emergencia para que firmase el decreto de emergencia que le daba poder. Era un consumado bebedor y parecía borracho aquella mañana, lo que tal vez explica su sorprendente resistencia a sancionar un decreto que le daba poderes totales con una simple firma, una oportunidad por la que muchos dictadores darían un rincón de su Imperio.
En la Casa Blanca rusa, a primera hora de la mañana, se crearon las primeras cadenas humanas cuando los manifestantes unieron sus manos y se enfrentaron a una columna de pequeños blindados que bajaban traqueteando por una de las avenidas principales. La gente unió sus brazos y bloquearon su paso. Los blindados se detuvieron, obviamente esperando órdenes, las escotillas se abrieron y los jóvenes rostros de los conductores aparecieron. Enseguida los enardecidos ciudadanos se pusieron a discutir acaloradamente con los conductores, que parecían indolentes y poco inclinados a discutir o a atacar.
Una columna de carros de combate de la guardia de élite Taman avanzó por la tarde. Había sido enviada para atacar la Casa Blanca, pero estaba comandada por un general que sentía más simpatías por Gorbi que por los golpistas, y que hizo dar media vuelta a las torretas de los vehículos para posicionarlas en defensa de la Casa Blanca. Los carros de combate se movieron en medio de un ruido ensordecedor, levantando el asfalto, soltando humo por el escape y tambaleándose como enormes elefantes. Sus conductores, que vestían cascos forrados de piel que les conferían un aspecto de futbolistas americanos de los años veinte, charlaban y fumaban mientras la gente entraba pausadamente en el edificio.
Lentamente, se fueron formando barricadas. Un hombre trajeado llevaba un maletín en una mano y en la otra una larga y delgada vara de metal para añadirla a la barricada. Fue un esfuerzo moderado y constante. La gente se quedó mirando a los blindados, a la espera de que se movieran: pero no lo hicieron. A medida que avanzaba la tarde más gente se acercó paseando, aunque durante la mayor parte del día la multitud apostada en las barricadas alrededor de la Casa Blanca sumaba menos de unas mil personas. Unos pocos soldados decididos podrían haber tomado la plaza en quince minutos. Sin embargo, era una visión fantástica, docenas de carros de combate aparentemente contenidos por unos pocos cientos de personas.
El resto de la ciudad no parecía estar prestando atención. Mucha gente estaba apática, como si los golpes de Estado sucediesen cada verano. La vida seguía como siempre. En el Kremlin, donde el partido aún mandaba, las limusinas iban y venían. Los guardias ceremoniales estaban firmes ante la tumba de Lenin igual que lo habían estado durante sesenta y siete años. Era un día como otro cualquiera en la URSS.
Aquella tarde hacia las 17.00 horas, desesperados por volver a dar vida a la sublevación estancada, los golpistas hicieron su debut por televisión en una conferencia de prensa. En ella no estaba presente Valentín Pavlov porque se encontraba demasiado borracho para mostrarse en público y se quedó en la cama durante casi todo el golpe. Normalmente, suele ser un error realizar una conferencia de prensa en pleno golpe de Estado. Un golpe bien hecho se comunica mediante la violencia, como un latigazo y con despiadada eficiencia. Presentar vagas explicaciones ante pesados periodistas es función de funcionarios electos y no de revolucionarios. El hecho de soportar preguntas en lugar de disparar a los que las hacían puso de manifiesto su inherente debilidad.
Resultaba obvio a todo el mundo que los golpistas parecían inquietos, indecisos y un poco ridículos cuando se sentaron alrededor de la mesa, con las manos temblando nerviosamente, eludiendo las preguntas de los periodistas. En un momento determinado, a Starodubstev, presidente de la Unión de Campesinos, le preguntaron por qué estaba implicado. «Me invitaron, así que vine», respondió. No es preciso decir que aquella tonta divagación no consiguió meter miedo a nadie.
Cuando la noche cayó sobre Moscú, una fresca llovizna envolvió la ciudad y el humor en la Casa Blanca se animó. Las barricadas aumentaron a medida que los manifestantes empujaron tranvías y los atravesaron en las avenidas. Una nerviosa emoción crepitaba en el ambiente. La gente sabía que estaba viviendo un importante acontecimiento, cuyo resultado era incierto. La multitud ya alcanzaba los miles de personas. Unas gigantescas banderas tricolor ondeaban en el aire. Era el arranque de una rebelión política largamente reprimida. Un grupo de anarquistas vestidos de negro, envueltos en sus banderas, dormían apoyados contra el edificio. En la televisión estatal aquella noche un extenso reportaje dio a conocer el discurso pronunciado por Yeltsin desde lo alto de un carro de combate y el creciente movimiento de resistencia en la Casa Blanca. Un ambiente de carnaval flotaba entre la multitud; era un enloquecido circo de democracia.
Cuando se hizo de noche, empezó a temerse un ataque nocturno. La matanza en China de los manifestantes de la plaza de Tiananmen, que había tenido lugar sólo unos pocos días antes, aún estaba fresca en la mente de la gente. Hacia medianoche, por las calles laterales, largas hileras de blindados esperaban en la oscuridad, con los soldados dando vueltas nerviosamente. Si se ordenaba el ataque, éste sería arrollador.
Los golpistas dieron órdenes de atacar la Casa Blanca, pero éstas fueron rechazadas de plano o demoradas por los generales, que se enfrentaban a una dura elección. Sabían que el régimen de Gorbi ya no protegería de forma automática a los hombres que hiciesen el trabajo sucio. Ya no era posible matar cumpliendo órdenes sin sufrir las consecuencias. Algunos estaban resentidos por lo de Afganistán. El ejército había seguido las órdenes brutales de los políticos durante una década y al final la derrota había arruinado la reputación del ejército en su propio país. Algunos soldados habían dicho a sus oficiales que se negarían a atacar a rusos en Rusia. Atacar georgianos en Tiblisi o a otras minorías lejos del centro del poder ruso era una cosa, pero derramar sangre rusa en Moscú era otra muy distinta. El general Lebed, que había liderado los ataques mortales en Tiblisi, sabía que la primera noche había miles de manifestantes alrededor de la Casa Blanca y que un ataque podía suponer la matanza de cientos o quizá, miles de personas. Militarmente sería una operación fácil, pero la sangre correría por las calles y las consecuencias podían ser catastróficas.
Divididos, borrachos y, por sorprendente que parezca, inseguros sobre cómo terminar el golpe, el cuadro de aspirantes a asesinos empezó a parecer un ciervo atrapado por los faros de un coche. Les faltaba la certeza brutal y la posibilidad de disparar a la nuca de los disidentes como había sucedido millones de veces en los buenos tiempos. En aquella época, los medios de comunicación clave, gestionados por el gobierno, como Pravda y Gostelradio, habrían sido silenciados sin dudar por sus momificados líderes, que compartían el mismo deprimente futuro que las anquilosadas instituciones del estado soviético.
Pero los nuevos medios de comunicación que habían aparecido durante la perestroika, servicio de noticias Interfax, emisoras de radio y TV por satélite siguieron operando sin interrupción. Se colgaron carteles en las estaciones de metro invitando a los ciudadanos a ir a la Casa Blanca para ayudar a una nueva república y, sorprendentemente, no fueron eliminados. Enseguida corrió la voz. A medida que la gente fue yendo a la Casa Blanca, aquello se convirtió en una gran fiesta. Los golpistas habían supuesto que el gigantesco aparato del estado se plegaría, como tantas veces había sucedido en el pasado, a la voluntad de los que tenían los resortes del poder en sus manos.