Breve Historia De La Incompetencia Militar (5 page)

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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Pero la resistencia cristiana no fue suficiente: varios pueblos islámicos se unieron bajo el mando de un temible líder, Saladino, gran asesino de cristianos. Sus victorias culminaron en 1187 con la captura de Jerusalén. Misión cumplida. Una Tercera Cruzada encabezada por el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, lidió con Saladino, pero el líder islámico acabó pronto con ellos. Ricardo regresó a casa para dar rienda suelta a su frustración luchando contra los franceses, más fáciles de derrotar.

El siguiente Papa al que le picó el gusanillo de las cruzadas fue Inocencio III. Ocupó su cargo en 1198 e inmediatamente se le metió entre ceja y ceja rescatar de nuevo la Ciudad Santa de manos musulmanas. Y era consciente de que para ello iba a necesitar toda la ayuda que pudiese conseguir.

Pero en el Lejano Oriente las cosas no sólo estaban revueltas en la Jerusalén ocupada por los musulmanes. El Imperio bizantino se había hecho fuerte en Constantinopla, que era conocida por los griegos como la nueva Roma. A pesar de ser cristianos, los griegos mantenían con el Papa importantes diferencias teológicas, que, en 1054, les valieron su excomunión en masa (conocida como el Gran Cisma). Huelga decir que este hecho empañó las relaciones entre los griegos ortodoxos de oriente y los católicos romanos. Las cruzadas no resolvieron sus diferencias, aunque los griegos proporcionaron alguna ayuda en la primera.

Tras la muerte del emperador en 1180, los griegos se dieron por satisfechos con pasarse todo el tiempo luchando entre ellos. Varias familias nobles luchaban por conseguir el control de la prestigiosa y poderosa corona del emperador, considerada como una de las dos más poderosas del mundo cristiano. De la lucha emergió la familia Angelo. Isaac II gobernó como emperador de 1185 a 1195 hasta que su hermano mayor, Alejo, tal vez cansado de las aficiones de Isaac por los jocosos enanos, le sacó los ojos y lo encerró en una prisión. Alejo subió al trono y encerró al hijo adolescente de Isaac, el príncipe Alejo, en la prisión.

En 1201, el joven príncipe Alejo, con la ayuda de unos mercaderes italianos, escapó escondido en un barril. Se dirigió a Alemania con la intención de conseguir el apoyo de su cuñado, el rey de Alemania, para recuperar el polémico trono griego.

Mientras crecía el impulso para emprender una nueva Cruzada, el príncipe Alejo se paseaba por Europa en busca de alguien que lo ayudase a recuperar su trono en Constantinopla. Entretanto, a las puertas del siglo XIII, el papa Inocencio III se hacía en Roma con el cargo, resuelto a darle al nuevo siglo un buen comienzo: una guerra religiosa.

Por improbable que pudiera parecer, esas dos empresas se cruzarían con unos resultados devastadores y en absoluto pretendidos.

¿Qué sucedió?: Operación «Deuda Explosiva»

El entusiasmo por la Cruzada del papa Inocencio III no se materializó hasta noviembre de 1199. Durante un torneo de caballeros en la región francesa de Champaña, dos jóvenes nobles, populares y muy ricos, miembros de la élite real francesa juraron la causa de la cruz y se unieron a la Cruzada. Después de que el conde Teobaldo de Champaña y su primo el conde Luis de Blois declarasen sus intenciones de partir hacia Jerusalén, otros se unieron a ellos rápidamente. A algunos los inspiraba el deseo de servir a Jesús, otros seguían los pasos de algún miembro de la familia que había participado en anteriores Cruzadas, y luego estaban los que sabían que no había nada mejor que ser un caballero de regreso de una Cruzada para conquistar a las chicas guapas. Un tercer conde, el conde Balduino de Flandes, cuñado de Teobaldo, se unió a la misión a principios de 1200.

La familia de Balduino había luchado en las tres Cruzadas anteriores, por lo que el conde, que contaba veintiocho años, consideraba el hecho de partir a las cruzadas como un ritual de madurez familiar. Los tres jóvenes nobles se encargaron de reclutar y encabezar la nueva y mejorada Cruzada. Seguro que Dios estaba de su parte, puesto que el plan logró reunir a 35.000 cruzados, un ejército del mismo tamaño que el que con tanto éxito había conquistado Jerusalén en la Primera Cruzada.

El Papa amonestó al ejército para que la conquista se basase únicamente en su fe en Cristo y exhortó a los cruzados a no dejar que sus sentimientos puros se viesen empañados por la vanidad, la codicia o el orgullo. Sin embargo, tal como fueron las cosas, la mayoría de decisiones de los cruzados durante los siguientes cinco años fueron guiadas por la vanidad, la codicia o el orgullo (y algunas veces por los tres a la vez).

Durante la primavera de 1200 los tres nobles planearon con sumo cuidado la expedición. Se reunieron con anteriores cruzados convertidos en asesores de cruzados para enterarse de cuáles eran las mejores rutas para llegar a Tierra Santa, congregaron a otros nobles franceses para captarlos para la causa y debatieron la cuestión crítica de cómo se iba a afrontar el enorme coste de mantener a miles de soldados durante años hasta que la cruzada terminase.

Decidieron que la mejor opción era navegar. La primera elección para conseguir una flota fue dirigirse al potente centro neurálgico mercante que en aquella época era Venecia, una de las mayores ciudades de Europa. Gracias a la experiencia que les había proporcionado a los venecianos el gran volumen de comercio que tenían con los musulmanes —y para el que habían requerido un permiso especial del Papa—, sus barcos se habían convertido en los mejores del Mediterráneo. Desde 1192, el veneciano Enrico Dándolo ocupaba el cargo supremo de dux; con noventa años y ciego, su dedicación a la Iglesia sólo se veía superada por su afición a ganar dinero y hacer acopio de poder para su amada ciudad. Dándolo era el hombre.

Después de varias negociaciones, en abril de 1201 los cruzados y el dux llegaron a un acuerdo: Enrico Dándolo construiría una armada, transportaría al ejército y los alimentaría durante nueve meses por el irrisorio precio de 85.000 marcos, unas dos veces la renta anual del rey de Francia. Como trato especial, sólo para esa Cruzada, los cruzados podrían pagar a plazos.

Impacientes por matar musulmanes y reconquistar Jerusalén, los cruzados firmaron el trato y se dirigieron a su casa, en Francia, ajenos a que su incapacidad para redactar contratos acababa de plantar la semilla del fracaso de su aventura. El precio estaba basado en transportar un ejército de 35.000 hombres, más 4.500 caballos, un ejército incluso mayor que el de la Primera Cruzada. Y a nadie se le ocurrió contemplar la posibilidad de que se contara finalmente con menos hombres en el momento de zarpar. El precio total debería pagarse aunque la flota viajara medio vacía, con lo que el coste por cruzado sería más elevado.

Pero estos detalles sin importancia no estaban en la mente de los cruzados cuando regresaron a casa después de realizar el pago de su depósito de 5.000 marcos al dux. Los venecianos dejaron a un lado sus negocios y convirtieron la ciudad en un inmenso astillero para fabricar barcos y cumplir con la fecha de partida de junio de 1202.

El acuerdo, como sucede con la mayoría de acuerdos famosos, contenía una cláusula secreta. La flota zarparía primero no hacia Tierra Santa, sino hacia Alejandría, en Egipto. Se trataba en efecto de un gran movimiento estratégico —puesto que si lograban derrotar a Egipto, la conquista y la toma de Jerusalén serían más fáciles—, pero no dejaba de ser algo controvertido. Tan controvertido que el dux les ocultó este detalle a los soldados cruzados. Para él, esta pequeña cláusula secreta era la clave de todo el trato. Le pagarían por navegar a Alejandría, a continuación usaría a los cruzados para hacerse con la ciudad, que le permitiría expandir más, si cabe, el poder comercial veneciano y convertir Venecia en una inmensa y rica metrópolis. El dux conseguiría así dos victorias de una sola tajada: Jerusalén para el espíritu y Alejandría para sus arcas.

Probablemente tardó varios días en borrársele la sonrisa del rostro.

En mayo de 1201, el primer desastre azotó a los cruzados: Teobaldo murió. De los tres líderes él había sido el más dinámico y el más querido. El reclutamiento cayó en picado. Para compensar la pérdida, los cruzados incorporaron como nuevo líder a Bonifacio, marqués de Montferrato, una ciudad del norte de Italia. Bonifacio, que contaba cincuenta años y provenía de una larga saga de cruzados, aceptó la oferta con gran entusiasmo.

A principios de 1202 los cruzados pusieron rumbo a Venecia. A su llegada fueron calurosamente recibidos por los venecianos, que les entregaron la factura y les mostraron su nuevo hogar, la playa del Lido, una yerma franja de arena alejada de la ciudad. El dux les quería cerca, pero no tan cerca como para que le causasen problemas. A continuación, la segunda tanda de malas noticias azotó a los cruzados. Miles de cruzados no se presentaron. Los cabecillas esperaron y esperaron, pero cuando la primavera dio paso al verano, la playa del Lido siguió sin llenarse: la multitud de cruzados nunca se materializó.

El dux, Bonifacio y los otros cabecillas hicieron un recuento y empezaron a rezar el rosario. Sólo se habían presentado 12.000 soldados, aproximadamente un tercio del número estimado. Esto significaba que el precio por cruzado iba a ser tres veces superior al que habían planeado originalmente. Todos vaciaron sus bolsillos hasta la última moneda, pero no bastaba para cubrir la inmensa cuenta del dux. Éste, por su parte, no quiso rebajar su precio. En primer lugar, porque un trato es un trato, pero principalmente porque se habían pasado un año entero construyendo aquella inmensa flota y necesitaba todo el dinero prometido para pagar sus facturas. Para ayudar a centrar la mente de sus hermanos cruzados dejó de proporcionarles comida y agua hasta que le pagasen su factura.

Mientras el ejército se consumía lentamente y las deserciones empezaban a minar sus ya escasas tropas, Bonifacio y los demás rebuscaron ahora en sus calcetines y le entregaron prácticamente todas sus pertenencias de valor al dux. Éste contó su botín y les comunicó que aún les faltaban 35.000 marcos. El ejército se tambaleó acercándose a la disolución total. Ni siquiera tenían comida suficiente para emprender el humillante regreso a Francia, donde el resumen de su experiencia sería el equivalente al de una camiseta barata de playa proclamando «fui a una Cruzada y sólo llegué hasta Venecia».

Entonces, el dux propuso una forma de saldar su aplastante deuda. Les encargó una misión: debían zarpar y recapturar la ciudad de Zara (ahora conocida como Zadar, en Croacia), que había escapado del control de Venecia en 1181. Los cruzados tendrían que pasar convenientemente por alto el hecho de que Zara era una ciudad católica y que además formaba parte de Hungría, país que apoyaba firmemente a los Cruzados. El ataque suponía posponer la Cruzada a Jerusalén para poder librar antes una guerra contra cristianos a fin de que los venecianos pudiesen expandir su pequeño imperio mercante. Era una jugada al puro estilo del dux.

Al principio, los cruzados se resistieron, así que el dux, sabedor de que a veces hay que unirse al enemigo para vencerle, prestó el juramento cruzado en la Iglesia de San Marcos y los impresionables cruzados se dejaron influenciar. Ya no era simplemente un contratista ávido de dinero, sino una parte del equipo que estaba a bordo para conseguir la gran victoria.

Aquel mismo octubre, la inmensa flota zarpó de la costa veneciana con el dux negociante al frente. Era el ciego encabezando al desesperado.

Pronto llegó a oídos del Papa la noticia de que los cruzados iban a apoderarse de Zara y no le hizo precisamente feliz.

Los asaltos costeros a ciudades cristianas violaban claramente el espíritu de «hacer las cruzadas» tal como la palabra papal lo había definido. Pero el emisario del Papa, arraigado en el ejército y consciente de que las dos únicas opciones viables eran o bien aplastar Zara o bien regresar a casa con las orejas gachas, les dio a los cruzados el visto bueno. Quien tenía la última palabra, sin embargo, era el Papa, y decidió jugar la gran baza. Escribió una cáustica carta declarando que todos los que atacasen Zara serían excomulgados de la Iglesia, lo que significaba la condenación eterna. Para siempre jamás. Llegados a aquel punto, los cruzados estaban predestinados a las hogueras del infierno junto con los cristianos griegos, los musulmanes y todos los infieles que se arrastraban por la tierra en su desdichada existencia.

El 11 de noviembre de 1202, la flota cruzada alcanzó Zara, justo cuando la carta del Papa llegaba a manos de los cabecillas con la orden de no atacar. Las reacciones ante la misiva fueron diversas. Algunos, encabezados por el dux negociante, estaban a favor de atacar la ciudad; otros se echaron atrás ante la idea de atacar a compañeros cristianos desafiando al Papa y las hogueras del infierno. El dux argumentaba que aunque la orden del Papa era importante, no lo era tanto como el contrato que los cruzados habían contraído con él. Finalmente acabaron convenciéndose a sí mismos de que el camino a Jerusalén pasaba por Zara, especialmente cuando se consideraba la alternativa de volver a casa cubiertos de vergüenza. La carta del Papa se guardó en un cajón y el ejército, que pronto iba a ser excomulgado, nunca supo de su existencia. De modo que los cruzados atacaron. Ya se habían convertido en el ejército del dux.

Dos semanas después, Zara cayó y el ejército irrumpió en la ciudad para recoger su botín. Pero las arcas estaban vacías.

Después de contar todas y cada una de las monedas, los cruzados se encontraron con que no tenían suficiente dinero siquiera para sufragar el resto de su viaje. Lo único que ganaron con el ataque a Zara fue un billete de ida a las abrasadoras orillas de Hades.

Cuando los cruzados se establecieron en Zara, después de cometer un masivo acto sacrílego que levantó la cólera del Papa y no les sirvió para reunir el dinero que debía conducirlos a Jerusalén, los embajadores del príncipe Alejo se presentaron en la ciudad. El príncipe errante, que aún rondaba por los senderos de Europa en busca de alguien que lo llevase a su patria, demostró de pronto tener una agudeza que hasta entonces no había manifestado: se presentó ante los cruzados con una tentadora solución a su problema de la deuda, así como a su entonces más problemática situación con el Papa, que les reservaba una estancia en el noveno círculo del infierno, apropiado a los traidores de la fe. El príncipe Alejo se ofreció a financiar el resto de la Cruzada y a proporcionar tropas adicionales. Y, por encima de todo, prometió acabar con el cisma entre los romanos y los griegos reconociendo al Papa como la máxima autoridad del mundo cristiano. Lo único que debían hacer los cruzados era escoltarle hasta Constantinopla y entronarle a él, el príncipe Alejo, como emperador. Entonces les sería mucho más fácil penetrar en Jerusalén y cumplir su destino de cruzados, y el Papa obtendría además uno de los máximos objetivos de su carrera. El príncipe Alejo les había hecho una oferta que no podían rechazar.

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