Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Mientras Balduino lidiaba con el problema de gobernar una ciudad que él mismo había ayudado a destruir, los otros tres emperadores aún rondaban por el país. Dos de ellos, Alejo III, el emperador que ostentaba el poder cuando los cruzados llegaron a la ciudad, y Murzuflo, el siguiente emperador que huyó, entablaron conversaciones de ex emperador a ex emperador para contemplar la posibilidad de unir fuerzas para combatir a Balduino. Alejo III también acordó unir en matrimonio con Murzuflo a una de sus bellas hijas. Sin embargo, Alejo III engañó a Murzuflo para que se reuniese con él en privado y, cuando lo consiguió, algunos hombres de Alejo capturaron a Murzuflo y le cegaron. Aquel mismo noviembre, Balduino capturó a Murzuflo, le llevó de nuevo a Constantinopla y obligó al ya ciego ex emperador a suicidarse saltando de la columna más alta de la ciudad. Por la misma época, Alejo III también fue capturado. Por ninguna razón aparente, Balduino le perdonó la vida y le envió al exilio de por vida a Italia. Y, con ello, la calma se impuso en el nuevo Imperio latino. Aunque no por mucho tiempo.
Hacia la primavera de 1205, el ejército cruzado empezó a descomponerse. Algunos partieron a Tierra Santa y la mayoría volvió a casa. Aquel verano, el hombre del Papa que viajaba con los cruzados los liberó de su juramento de llegar a Tierra Santa. La cruzada había terminado dejando el siguiente resultado, que fue de todo menos admirable:
En la primavera de 1205, Balduino, el dux adicto a las aventuras, y otros jefes cruzados como Luis de Blois, uno de los tres nobles fundadores, partieron con un pequeño ejército para sofocar una rebelión por los alrededores de la ciudad continental de Adrianópolis. El 14 de abril, un año después del saqueo de Constantinopla, los cruzados se enfrentaron con un ejército más numeroso bajo el mando del rey Juan de Bulgaria. Separados del grueso de su ejército, Balduino y algunos caballeros no lograron imponerse a un ejército muy superior en número. Luis fue abatido y Balduino, tras luchar como un salvaje, fue arrastrado hasta una prisión en los Montes Balcanes y nunca más se le volvió a ver.
El dux negociante por partida triple y el grueso del ejército sobrevivieron y regresaron a Constantinopla. El líder veneciano ciego murió de viejo en junio de 1205. Fue enterrado en Santa Sofía sin haber llegado a Tierra Santa ni regresado a Venecia.
Canalizó magníficamente las energías del espíritu de las cruzadas en beneficio de su amada Venecia, y la ciudad-estado floreció después durante siglos.
El papa Inocencio III quedó lívido cuando supo que la cruzada había terminado sin que Jerusalén hubiese entrado en su reino y, al enterarse de todo el alcance de la destrucción de Constantinopla, palideció aún más horrorizado. Sin embargo, se alegró cuando se dio cuenta de que sus católicos tenían ahora el control del Imperio griego.
No promulgó más excomuniones a causa de la gran cantidad de muertes que su propio ejército había causado.
El Imperio latino duró hasta 1261, año en que los griegos recuperaron la ciudad. Constantinopla emprendió un nuevo renacer, pero jamás recuperó su antigua gloria. En 1453 cayó ante los turcos finalizando el Imperio bizantino. Los católicos, apoyados por una serie de nuevas cruzadas hasta 1291, resistieron en Tierra Santa. Los europeos no regresaron a Jerusalén hasta 1917, cuando los británicos la invadieron.
Los griegos nunca perdonaron a los cruzados y al Papa por haber soltado a su ejército infernal sobre su ciudad y haber saqueado sus lugares sagrados. La brecha entre los católicos y los ortodoxos orientales se había hecho demasiado grande para poder ser reparada. El Gran Cisma ya era inevitable. Los dos sectores de la Iglesia cristiana nunca volverían a reunirse.
En 2001, el papa Juan Pablo II pronunció una disculpa formal por las terribles acciones que se llevaron a cabo en la Cuarta Cruzada.
La apelación a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad nos ayudan a hacer una lectura amable y vaga de las declaraciones de independencia. Pero, en el fondo, lo que realmente importa es el dinero. Y la gloriosa nueva república americana no era distinta. Poco después de nacer, su carácter fundamental ya se había formado: los asuntos financieros se antepusieron a cualquier otra cosa, incluida la continua esclavización de toda una raza, el lento holocausto de los nativos americanos y la privación del derecho a voto a la mitad de la población por razones de género.
La Rebelión del Whisky fue una lucha sin orden ni concierto, desorganizada y escasamente armada, que emprendieron hombres de la frontera de Pensilvania occidental contra lo que ellos consideraban unos impuestos injustos, la misma filosofía en la que Estados Unidos de América había basado su lucha contra la corona británica hacía apenas unas décadas. La mayoría de rebeldes formaban parte del grupo de americanos blancos que reivindicaban necesitar sólo de una dádiva del gobierno para mantenerse en el límite de la nueva nación: la libertad.
Para estas fuertes almas, libertad significaba libertad de impuestos; en una nación cuya meta principal era hacer dinero, un estado libre de impuestos era la mayor bendición que se le podía otorgar a un ciudadano. Pero Alexander Hamilton tenía otras ideas. El secretario del Tesoro, que estaba muy ocupado tratando de sentar los cimientos financieros del nuevo país, opinaba que era necesario diversificar la base de los impuestos para no depender de lo que se gravaba a las importaciones británicas. De este modo, nació su impuesto del whisky, un impuesto especial. Era el primer impuesto del país que se aplicaba a los productos de elaboración autóctona, y llevó a los hombres de la frontera a la rebelión.
Pasaron tres años de agitaciones antes de que un prudente George Washington sucumbiese a las súplicas de Hamilton y permitiese que un ejército, planeado, diseñado y encabezado por el mismo Hamilton se adentrara en Pensilvania occidental para aplastar la resistencia a su esquema de financiación basado en impuestos especiales diversificados.
Alexander Hamilton:
Neoyorquino por antonomasia, ambicioso, no nativo, de mentalidad mercantil, capaz de realizar multitud de tareas con suma eficiencia y enemigo del pionero Thomas Jefferson.
La verdad desnuda: Puesto que había nacido en St. Croix, no podía ser presidente. Pero podía ser rey.
Méritos: Fue jefe del Estado Mayor durante la guerra de la Independencia, uno de los fundadores del Banco de Nueva York, primer secretario del Tesoro y redactor clave de The Federalist Papers.
A favor: Su genio fiscal de largo alcance inició la ruta financiera de la economía moderna de Estados Unidos.
En contra: Su genio fiscal de largo alcance no podía entender por qué unos pobres hombres de la frontera no querían pagar un impuesto sobre el whisky elaborado en el país.
George Washington:
Especulador de terrenos de Pensilvania occidental, propietario de esclavos, primer presidente de la República, pésimo hombre de negocios, padre del país.
La verdad desnuda: Inició la gran tradición americana de los presidentes americanos que se retiran para ganar dinero a manos llenas.
Méritos: Su experiencia previa de hacer la guerra contra gente blanca le mostró las dificultades políticas que entrañaba pretender un alto número de bajas enemigas.
A favor: Perdonó generosamente a dos rebeldes finalmente condenados por rebelión.
En contra: Dejó suelto al «general» Hamilton por el mundo.
En 1790, los habitantes de Pensilvania occidental se enfrentaban a una desalentadora existencia. Las bifurcaciones del río Ohio, formadas por los ríos Allegheny y Monongahela, hoy día el enclave de la ciudad de Pittsburgh, se extendían por el borde irregular de la frontera americana. El principal problema de los colonos era que las bandas de maleantes formadas por nativos americanos se ocultaban en el bosque y solían aparecer de improviso para matarlos. La tierra, aún escasamente colonizada, estaba defendida por milicias locales, que ocasionalmente se adentraban en la maleza y trataban de atacar a los esquivos nativos americanos, sin demasiado éxito. Los intentos del gobierno para repeler a los nativos americanos alternando operaciones militares de limpieza étnica con injustas negociaciones no habían funcionado demasiado bien hasta el momento.
La vida era muy dura y el whisky ayudaba.
Estos valientes provincianos, la génesis del icono de «Daniel Boone», recibían ataques por todos los frentes, desde Pensilvania hasta Georgia. No sólo tenían que preocuparse por los nativos americanos y las acciones hostiles de los ejércitos británico, español y francés, sino que también sufrían de la constante desatención y la falta de inversión de su propio gobierno. Y mientras, ellos se deslomaban para cultivar una tierra en beneficio de unos terratenientes ausentes, como su propio presidente.
Los colonos, que carecían de las ventajas de tener un gobierno y vivían en las embarradas orillas de los grandes ríos tratando de abrirse camino por el nuevo imperio americano entre un mar de bosques, estaban aislados. Según el censo de 1790, Pittsburgh era una aldea de 376 ciudadanos.
Para poder llegar a final de mes, muchos de los pequeños granjeros destilaban whisky con los sobrantes de maíz y lo empleaban para consumo propio o como moneda de cambio. Los trueques eran una forma de vida para aquellos duros colonos.
El whisky destilado en casa era un fantástico producto en una economía fronteriza: interesaba a casi todo el mundo y era fácil de almacenar y transportar.
El gobierno de Washington y su frenético secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, decidieron que una de las mejores formas de conseguir unir al joven país era aplicar impuestos federales. Para poner en marcha las cosas, Hamilton ideó un trato demoledor. En julio de 1790 el gobierno federal acordó que «asumiría» la deuda que cada estado había acumulado para poder ganar la guerra de la Independencia. Este trato se denominó el trato de asunción federal de las deudas. Para cerrar el trato, Hamilton tenía que regalar a los poderosos virginianos la sede permanente del gobierno, sacrificando su objetivo personal de hacer de la ciudad de Nueva York la nueva capital permanente del país. Por otra parte, consiguió que muchos de sus amigos banqueros se hiciesen muy ricos. Cuando ayudas a empezar a un recién estrenado país, algunas veces el dinero simplemente aparece.
La asunción federal de las deudas de guerra de los estados proporcionó grandes beneficios a los hombres de negocios de Nueva York. Habían comprado las deudas del Estado a ciudadanos particulares y ex soldados a los que, durante la guerra de la Independencia, en lugar de dinero en efectivo, se les había entregado un documento en el que se les prometía que se les pagaría la deuda. Cuando acabó el trato de asunción de la deuda, los bonos de pronto se hicieron canjeables por su valor nominal y los especuladores cosecharon unos beneficios espectaculares. Virginia tenía la capital. Nueva York tenía el efectivo.
Hamilton, que era el autor del trato de asunción, naturalmente se convirtió en sospechoso de haber maquinado este plan para enriquecer a su circunscripción natural, los mercantilistas simpatizantes tory de la ciudad de Nueva York. A finales de 1790, poco después de que el gobierno federal se hubiese reubicado en Filadelfia (la capital temporal elegida para aplacar la cólera de los poderosos habitantes de Pensilvania, que ya apostaban por que la cenagosa nueva capital nunca sería construida), Hamilton presentó su plan de financiación para cubrir al nuevo gobierno y la deuda recién asumida.
Hamilton estaba ansioso por diversificar la base imponible más allá de los derechos de importación que pagaban los bienes británicos, y propuso la aplicación de un impuesto interior sobre el whisky. Pero cuando la noticia de este impuesto «interno» llegó a oídos de los hombres de la frontera, fue como si les dieran un puñetazo en sus pecosas narices.
Washington se sumó a la idea de su secretario del Tesoro. Ambos estaban de acuerdo en que grabar con impuestos los licores era un fantástico recurso para reforzar al gobierno federal, especialmente cuando los gobiernos estatales aún no habían caído en la cuenta de que podían aprovecharse de aquel botín. En marzo de 1791 la moción de financiación de Hamilton fue aprobada. Su pandilla de alegres capitalistas había ganado. O al menos eso parecía.
Cuando los colonos de la frontera se enteraron de que el nuevo impuesto se había aprobado pusieron el grito en el cielo y clamaron: «¡No hay impuestos sin representación!», un grito que había unido al nuevo país durante siete largos años de guerra. ¿Qué motivos había para abandonar esa idea, ahora que se había ganado la guerra? A los ciudadanos de la frontera no se les ocurría ninguno, y no iba a ser un financiero ávido de poder de Nueva York como Hamilton quien iba a convencerles de lo contrario, fuera o no Padre Fundador. El impuesto fue obviado abierta y ampliamente a lo largo de toda la frontera: era como si no existiera. La resistencia al impuesto en Pensilvania occidental brotó como un arroyo en primavera.
En respuesta a la ley que amenazaba su forma de vida, unos quinientos hombres de Pensilvania occidental con profundos vínculos con las milicias locales se unieron y se denominaron a sí mismos la Mingo Creek Association, en honor a la iglesia donde celebraban sus reuniones. La asociación se convirtió en el eje de la resistencia organizada al impuesto.
No mucho después de que se celebrase su primera reunión, un recaudador de impuestos se presentó en la zona. Un grupo de ciudadanos que no estaban de acuerdo con el empeño que ponía en realizar su trabajo lo cubrieron de brea y plumas como castigo. El valiente recaudador reconoció a dos de sus asaltantes e intentó que les arrestasen por su ataque. El jefe de policía federal, que había acudido para cumplir las órdenes de arresto, estaba demasiado asustado para proceder. El general John Neville, inspector de impuestos de la región, le aconsejó que contratara a algún pastor analfabeto para realizar el trabajo.
Pero la muchedumbre, ataviada con los atuendos típicos de estos casos (rostro negro, vestidos de mujeres y ropajes indios) agarraron al pobre pastor, lo embadurnaron con brea y lo cubrieron de plumas. Se trataba de darles a los recaudadores de impuestos una cordial bienvenida a las filas de los masivamente privados del derecho a voto y activamente perseguidos.