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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (17 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Por las mismas fechas en que en Alemania se recopilaban los antiguos poemas guerreros, para volver a quemarlos enseguida por demasiado paganos, y en que los monjes realizaban en Europa tímidos intentos para volver a contar la historia bíblica en rima alemana y en verso latino (es decir, en torno al año 800), vivían en China los mayores poetas que hayan existido, quizá, jamás. Escribían a la acuarela con ágiles trazos de pincel sobre seda versos escuetos, breves y sencillos, que a pesar de su simplicidad dicen tanto que, una vez leídos, ya no se olvidan. El imperio chino estaba bien administrado y protegido. Por eso, las muchedumbres de jinetes preferían introducirse constantemente en Europa. Esta vez fueron los magiares. Al no haber ningún papa León Magno ni emperador Carlomagno que se les pudiera enfrentar, conquistaron pronto las actuales Hungría y Austria y cayeron sobre Alemania para saquear y matar.

Entonces, los diversos ducados tribales tuvieron que elegir un caudillo, a gusto o a disgusto. Y, en el año 919, eligieron a Enrique, duque de Sajonia, como rey común que, finalmente, derrotó a los magiares y los mantuvo alejados de Alemania. Su sucesor, el rey Otón, llamado Otón el Grande, no los aniquiló tal como había hecho Carlomagno con los avaros, pero los obligó a asentarse en Hungría tras una terrible derrota en el año 945. Y allí siguen viviendo todavía sus descendientes, los actuales húngaros.

La tierra que les había arrebatado Otón no la conservó, sin más, como rey para sí, sino que la concedió a un príncipe. Era una práctica habitual en aquel entonces. En el año 976, Otón II, hijo de Otón el Grande, concedió de igual modo a un noble alemán, Leopoldo, de la familia de los Babenberg, una parte de la actual Austria Inferior, la región en torno al Wachau. Aquel noble construyó una fortaleza en las tierras que el rey le había concedido y gobernó allí como un príncipe. Había dejado de ser un funcionario corriente del rey; era algo más, un señor en su tierra, mientras el rey se lo consintiese.

Los campesinos que habitaban allí no eran ya en su mayoría personas libres, como lo habían sido antes los campesinos germanos. Estaban adscritos a la tierra adjudicada por el rey o poseída por algún propietario distinguido. Las personas que la cultivaban pertenecían a la tierra como las ovejas y cabras que pastaban en ella, como los ciervos, los osos y los jabalíes que vivían en los bosques, como los ríos, los bosques, los pastos, los prados y los campos. Se les llamaba «colonos» y «siervos». No eran propiamente ciudadanos del imperio; no tenían derecho a ir a donde quisieran dentro del país ni a cultivar o dejar de cultivar sus campos. Eran lo que su nombre indicaba: personas no libres.

«Entonces, ¿eran esclavos, como en la Antigüedad?». En realidad, tampoco. Ya sabes que la esclavitud dejó de existir en nuestros países desde la imposición del cristianismo. Los no libres no eran esclavos, pues pertenecían a la tierra, y la tierra era propiedad del rey, aunque la hubiera concedido a los nobles. El noble o el príncipe no tenía, por tanto, derecho a venderlos o matarlos, como lo había tenido anteriormente el señor respecto a sus esclavos. Por lo demás, podía no obstante ordenarles lo que quisiera. Debían cultivar la tierra y trabajar para él cuando lo mandase, enviar regularmente pan y carne a su castillo para que comiera, pues el noble no trabajaba personalmente en el campo; como mucho, iba de caza cuando le apetecía. Las tierras concedidas por el rey eran en realidad suyas, pues también su hijo las heredaba de él si no había cometido algún delito contra el monarca. Y lo único que el príncipe debía al rey por la tierra concedida, llamada feudo, era ir a guerrear con sus hacendados y campesinos, cuando había guerras, que, por lo demás, eran muy frecuentes.

Toda Alemania estaba concedida entonces por el rey a ciertas personas distinguidas. El rey se reservaba tan sólo unas pocas propiedades. En Francia e Inglaterra ocurría lo mismo que en Alemania. El año 986 fue elegido rey en Francia un duque poderoso, Hugo Capeto; Inglaterra había sido conquistada el 1016 por un marino danés, Canuto, señor también de Noruega y de algunas zonas de Suecia, que dejó a los poderosos príncipes gobernar sobre sus feudos.

El poder de los reyes alemanes había aumentado mucho por su triunfo sobre los magiares. Otón el Grande, el vencedor de Hungría, consiguió además que los príncipes de los eslavos, los bohemios y los polacos reconocieran su soberanía feudal. Es decir, que consideraran su tierra como concedida por el rey alemán y le siguieran a la guerra cuando se lo solicitara.

Otón el Grande, convertido en un soberano tan poderoso, marchó a Italia, donde se había producido un terrible desorden y habían estallado guerras violentas bajo los longobardos. Otón declaró también a Italia feudo alemán y lo concedió a un príncipe longobardo. El papa se mostró agradecido a Otón por refrenar un tanto a los nobles longobardos con su poderío y lo coronó emperador romano el año 962, tal como había sido coronado Carlomagno en el 800.

De ese modo, los reyes alemanes fueron de nuevo emperadores romanos y, por tanto, protectores de la cristiandad. Les pertenecía la tierra que araban los labradores desde Italia hasta el Mar del Norte, y desde el Rin hasta más allá del Elba, donde los campesinos eslavos eran «siervos» de nobles alemanes. A menudo el emperador concedía estas tierras no sólo a los príncipes, sino también a sacerdotes, obispos y arzobispos, que habían dejado de ser ya meros funcionarios de la iglesia y gobernaban como los nobles sobre extensos territorios y marchaban a la guerra a la cabeza de sus siervos campesinos.

Al principio, todo esto le pareció muy bien al papa. Además se llevaba de maravilla con los emperadores alemanes que lo protegían y defendían y eran hombres muy piadosos.

Pero la situación cambió pronto. El papa no quería permitir que el emperador pudiese decidir cuál de sus sacerdotes debía ser obispo de la región de Maguncia o Tréveris, de Colonia o Passau. El papa decía: «Se trata de cargos clericales y debo asignarlos yo, que soy el clérigo de más categoría». Pero, en realidad, no eran únicamente cargos clericales. El arzobispo de Colonia era pastor de almas y, al mismo tiempo, príncipe y señor de aquellas tierras. Y correspondía al emperador decidir quién debía ser príncipe y señor de sus territorios. Si lo piensas y consideras con atención, te darás cuenta de que ambos, tanto el emperador como el papa, tenían, desde su punto de vista, toda la razón. Al conceder tierras a los sacerdotes, se había caído en un atolladero, pues el señor supremo de todos los sacerdotes era el papa; y el de todas las tierras, el emperador. Aquello tenía que provocar inevitablemente un conflicto que estalló muy pronto y que se denomina lucha de las investiduras.

El año 1073 fue elegido papa en Roma un monje especialmente piadoso y diligente, que durante toda su vida anterior se había preocupado por la pureza y el poder de la iglesia. Se llamaba Hildebrando y, como papa, llevó el nombre de Gregorio VII.

En aquel tiempo era rey de Alemania un franco. Se llamaba Enrique IV. Al llegar aquí debes saber que el papa no se consideraba sólo el sacerdote supremo, sino también el soberano de todos los cristianos de la Tierra impuesto por Dios. Y así se sentía también, ni más ni menos, el emperador alemán, sucesor de los antiguos emperadores romanos y de Carlomagno, por su condición de protector y mandatario supremo de todo el mundo cristiano. Es cierto que Enrique IV no había sido coronado aún emperador, pero creía tener derecho a ello como rey alemán. ¿Quién de los dos cedería?

Al entablarse la lucha entre ambos, se produjo una increíble conmoción. Muchos eran favorables al rey Enrique IV; y otros muchos también al papa Gregorio VII. En la actualidad se conocen todavía 155 escritos polémicos redactados entonces por los partidarios y adversarios del rey, a favor y en contra. Tantos fueron los que tomaron parte en esta lucha. En algunos de esos escritos polémicos se describe al rey Enrique como una persona malvada e iracunda; en otros se califica al papa duro de corazón o despótico.

Me parece que no vamos a creer a ninguno de los dos. Pensaremos que ambos tenían razón desde su punto de vista y, por eso, no consideraremos tan importante si el rey Enrique fue o no poco amable con su mujer (lo decían los enemigos del rey), y si el papa Gregorio no había sido elegido en realidad con todas las formalidades habituales (lo decían los adversarios del papa). A estas alturas nos es ya imposible viajar al pasado e indagar cómo fueron en realidad las cosas y si en alguno de esos escritos se calumnió al papa o al emperador. Probablemente se calumnió a ambos, pues, cuando la gente polemiza, suele ser casi siempre injusta. Lo que aquí quiero mostrarte es lo difícil de llegar a saber, después de más de 900 años, qué sucedió en realidad.

El rey Enrique no lo tenía fácil: los nobles a quienes había concedido tierras (es decir, los príncipes alemanes) estaban en su contra. No querían que el rey adquiriera demasiado poder, pues en tal caso podría darles órdenes. El papa Gregorio inició las hostilidades al excluir al rey de la iglesia, es decir, al prohibir a cualquier sacerdote celebrar la misa para él. Esto se conocía con el nombre de excomunión. Entonces, los príncipes declararon que no querían saber nada con un rey excomulgado y que elegirían a otro para el cargo. Enrique, por tanto, se vio obligado ante todo a procurar que el papa retirara aquella terrible excomunión. Para él era lo más importante. Si no lo conseguía, se había acabado su realeza. Así pues, viajó solo y sin ejército a Italia para negociar con el papa y pedirle que levantara la excomunión.

Era invierno, y los príncipes alemanes que querían impedir al rey Enrique reconciliarse con el papa habían ocupado carreteras y caminos. Así, el rey, acompañado de su esposa, tuvo que dar un gran rodeo y atravesó en medio del frío helado del invierno el puerto de Mont Genis, el mismo probablemente por donde había entrado Aníbal en Italia en otros tiempos.

El papa se hallaba de camino hacia Alemania para tratar con los enemigos del rey. Al oír que Enrique se acercaba, huyó a una fortaleza del norte de Italia llamada Canossa. Creía que el rey aparecería con un ejército. Al verlo venir solo para obtener la absolución de la excomunión, se sorprendió y alegró. Hay quien dice que el rey apareció con ropas de penitente, vestido con un hábito de tela basta, y que el papa le hizo esperar así durante tres días en el patio del castillo, descalzo en el duro frío de invierno, en medio de la nieve, hasta que se compadeció y levantó la excomunión eclesiástica. Algunos contemporáneos describen cómo el rey pidió al papa entre gemidos la gracia que éste, finalmente, le concedió compadecido.

Hoy, cuando se quiere decir de alguien que se humilla y se ve obligado a pedir clemencia a un adversario, se sigue hablando de «viaje a Canossa». Pero ahora voy a mostrarte cómo contaba la misma historia un amigo del rey: «Cuando Enrique se dio cuenta de su mala situación, concibió en secreto un plan astuto. De pronto e inesperadamente viajó al encuentro del papa. De ese modo obtuvo de un golpe dos ventajas: fue absuelto de la excomunión y, al presentarse en persona, impidió que el papa se reuniera con sus enemigos, lo que habría sido peligroso para él».

De ese modo, los amigos del papa consideraron la marcha a Canossa como un éxito extraordinario del papa; y los partidarios del rey, como una gran ventaja para su señor.

Este caso te demuestra lo atentos que debemos estar cuando queremos enjuiciar a dos potencias en conflicto. Pero la lucha no concluyó con el viaje a Canossa; ni siquiera con la muerte del rey Enrique, que había obtenido entretanto la dignidad imperial, ni con la del papa Gregorio. Es cierto que Enrique logró aún la deposición de Gregorio, pero la voluntad de aquel gran papa se fue imponiendo poco a poco. Los obispos fueron elegidos por la iglesia, y al emperador sólo se le permitió decir si estaba de acuerdo con la elección. El señor de la cristiandad fue el papa, y no el emperador. 

Recordarás que los marinos nórdicos, los normandos, habían conquistado una franja de la costa francesa que aún se sigue llamando Normandía por su nombre. Aquella gente se acostumbró enseguida a hablar francés, como sus vecinos, pero no perdió el gusto por las navegaciones arriesgadas, por los desplazamientos y las conquistas. Algunos de ellos llegaron hasta Sicilia, donde lucharon contra los árabes, conquistaron, además, Italia meridional y, desde allí —guiados por su gran caudillo Roberto Guiscardo— defendieron al papa Gregorio VII contra los ataques de Enrique IV. Otros cruzaron el estrecho brazo de mar entre Francia e Inglaterra y, bajo su rey Guillermo, llamado desde entonces «Guillermo el Conquistador», vencieron al monarca inglés (un sucesor indígena del rey danés Canuto). Corría el año 1066, y casi todos los ingleses conocen esta fecha, pues fue la última vez en que un ejército enemigo pudo poner pie en Inglaterra.

Guillermo hizo que sus funcionarios le prepararan una lista detallada de todas las aldeas y fincas agrícolas y entregó muchas de ellas en feudo a sus compañeros de lucha. De ese modo, los nobles ingleses fueron normandos; y como aquellos normandos hablaban francés, pues provenían de Normandía, la lengua inglesa sigue siendo aún hoy una mezcla de antiguas palabras germánicas y romances.

CABALLEROS CABALLERESCOS

Seguro que has oído hablar de los antiguos caballeros de la época caballeresca. Quizá hayas leído incluso libros donde aparecen a menudo corazas y escuderos, cimeras y nobles corceles, vistosos escudos de armas y ciudades fortificadas, torneos y justas en que las mujeres otorgaban el galardón, viajes azarosos y damiselas abandonadas en el castillo, trovadores ambulantes y cabalgadas a Tierra Santa. Y lo más hermoso del asunto es que todo eso existió realmente. Nada de aquel esplendor romántico es invención. El mundo tuvo en otros tiempos un aspecto muy vistoso y aventurero, y a la gente le gustaba participar en los extraños juegos de la caballería, que a veces iban muy en serio.

Pero, ¿cuándo hubo caballeros, y cómo fue en realidad todo aquello?

Caballero significaba, propiamente, jinete, y la caballería comenzó también con el hecho de montar a caballo. La persona que podía permitirse mantener un corcel de combate para ir con él a la guerra era un caballero. Quien no podía permitírselo, tenía que marchar a pie, y no lo era. Así pues, las personas distinguidas a quienes el rey había concedido tierras en feudo eran caballeros. Los siervos campesinos debían suministrarles el pienso para el caballo. Pero los funcionarios de esas personas distinguidas, los administradores de sus fincas a quienes el príncipe había cedido a su vez una parte de la tierra obtenida en feudo, eran lo bastante ricos como para mantener una hermosa cabalgadura, aunque, por lo demás, no fueran muy poderosos. Cuando el rey llamaba a su señor a la guerra, tenían que acompañarle con sus caballos. Por eso eran también ellos caballeros. Los únicos que no tenían la condición de tales eran los campesinos y los sirvientes pobres, los siervos y los vasallos, que combatían a pie en la guerra.

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