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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (33 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Consiguió convencer a Napoleón III, el orgulloso emperador de los franceses, de que debía comprometerse en favor de la libertad y unidad de Italia. Napoleón III sólo podía obtener ventajas y ningún inconveniente de ese compromiso. Si favorecía con empeño la libertad de aquel país que no le pertenecía, perjudicaría, como mucho, a Austria, que tenía posesiones en Italia, lo cual no le desagradaba. Pero, como portador de la libertad, se convertiría al mismo tiempo en héroe de un gran pueblo europeo, y eso le agradaba. Las hábiles negociaciones de Cavour, ministro del Piamonte y Cerdeña, y las audaces razias de Garibaldi, el fiero luchador de la libertad, consiguieron alcanzar la meta de los italianos al precio de grandes sacrificios. En las dos guerras emprendidas contra Austria, en 1859 y 1866, los ejércitos austriacos obtuvieron a menudo la victoria, pero, finalmente, obligado por la fuerza de Napoleón III, el emperador Francisco José hubo de ceder sus posesiones en Italia, las comarcas de Milán y Venecia. En otros territorios se celebraron grandes plebiscitos con el resultado general de que toda la población quería pertenecer a Italia. Así, los distintos duques fueron abdicando y, en 1866, Italia estaba unida. Sólo faltaba la capital de Roma, perteneciente al papa y que Napoleón III no quería entregar a los italianos para no entrar en conflicto con aquél. Napoleón protegió la ciudad con tropas francesas y repelió varios asaltos de los voluntarios de Garibaldi.

Austria no habría acabado, quizá, por ser vencida en 1866 en su obstinada lucha contra los italianos si Cavour, con su gran inteligencia, no hubiese sabido también echarle encima por el norte un enemigo con intereses muy similares. El enemigo era Prusia; y su ministro de entonces, Bismarck.

Bismarck, un aristócrata terrateniente del norte de Alemania dotado de una fuerza de voluntad, una claridad de ideas, una imperturbabilidad y una resistencia inusitadas, que nunca perdía de vista su objetivo y que se atrevía a exponer su opinión y sus convicciones con calma incluso al rey Guillermo I de Prusia, tuvo desde el primer momento un único deseo: hacer poderosa a Prusia y, con ayuda de este país, crear un gran imperio alemán unificado a partir del complejo rompecabezas de la Confederación Alemana. Para ello nada le parecía tan necesario e importante como un ejército fuerte y poderoso. Él fue quien dijo aquella famosa frase de que las grandes cuestiones de la historia no se deciden con resoluciones sino con sangre y hierro. No estoy seguro de que siempre sea así. Pero en su caso, la historia le dio la razón. Cuando, en 1862, los diputados del pueblo prusiano no quisieron concederle, de los impuestos de la nación, las grandes sumas de dinero que necesitaba para aquel ejército, convenció al rey para que gobernara contra la constitución y la voluntad de los diputados electos. El rey temía correr la suerte de Carlos I de Inglaterra, que no había mantenido sus promesas, y la de Luis XVI de Francia. Durante un viaje en tren, dijo a Bismarck: «Preveo con absoluta claridad cómo va a terminar todo esto. Le cortarán a usted la cabeza bajo mi ventana, delante de la plaza de la Opera, y luego me la cortarán a mí». Bismarck se limitó a responder: «¿Y luego?». «Bueno, luego estaremos muertos, replicó el rey. «Sí —dijo Bismarck—, luego estaremos muertos, pero, ¿podremos tener una muerte más digna?». Y Bismarck consiguió realmente pertrechar, contra la voluntad del pueblo, un ejército grande y poderoso con muchos fusiles y cañones que pronto se acreditó en una guerra contra Dinamarca.

A continuación, en 1866, de acuerdo con el deseo de Cavour y según sus propios planes, marchó con aquel ejército excelentemente armado y entrenado contra Austria, atacada al mismo tiempo por los italianos desde el sur. Quería expulsar al emperador de la Confederación Alemana para hacer de Prusia su país más poderoso y poder colocarse al frente de Alemania. Derrotó a los austriacos en Bohemia, junto a la localidad de Kóniggrátz, tras una cruenta batalla, y el emperador Francisco José se vio obligado a ceder. Austria abandonó la Confederación Alemana. Tras su victoria, Bismarck no pidió nada más, lo cual irritó enormemente a los generales y oficiales del ejército prusiano. Pero él no vaciló. No quería contar con la hostilidad total de los austriacos. Pero, en secreto, firmó tratados con todos los Estados alemanes para que apoyaran a Prusia en cualquier guerra. Nadie supo nada de ello.

Entonces, Napoleón III comenzó a inquietarse porque Prusia se estaba convirtiendo en una potencia militar al otro lado del Rin. El emperador de los franceses, que en 1867 acababa de perder en México una guerra completamente superflua, tenía miedo a aquel vecino tan bien armado. Los franceses llevaban mucho tiempo sin ver con buenos ojos que los alemanes fueran demasiado poderosos. El año 1879, mientras el rey Guillermo de Prusia tomaba las aguas en el balneario de Ems, Napoleón III le importunó por medio de su embajador con las exigencias más sorprendentes. Guillermo debía renunciar por escrito para sí y su familia a ciertas reivindicaciones que ni siquiera había planteado. Bismarck —sin el consentimiento del rey— forzó entonces a Napoleón III a declarar la guerra. Todos los Estados alemanes tomaron parte en ella, en contra de lo que esperaban los franceses, y pronto se vio que las tropas alemanas estaban mejor armadas y guiadas que las de Francia.

Los alemanes marcharon con rapidez sobre París, apresaron en la localidad de Sedan un gran cuerpo de ejército francés en el que se encontraba el propio Napoleón III, y sitiaron durante meses la capital, que disponía de buenas fortificaciones. La derrota de Francia obligó a retirarse a las tropas francesas que habían protegido al papa en Roma, y el rey de Italia hizo su entrada en ella. Tal era la complicación de las circunstancias en aquellas fechas. Durante el asedio de París, mientras el rey de Prusia vivía en Versalles, Bismarck convenció a los diferentes reyes y príncipes alemanes a ofrecer al monarca prusiano el título de emperador alemán. Al llegar aquí te preguntarás qué ocurrió; pues bien, el rey Guillermo prefería ser llamado «Emperador de Alemania» en vez de «Emperador alemán», y la cosa estuvo a punto de irse al garete por ese motivo. Finalmente, en el gran salón de los espejos de Versalles se fundó solemnemente el Imperio (Reich) Alemán. El recién nombrado emperador Guillermo I estaba tan enfadado por no haber obtenido el título deseado que pasó por delante de Bismarck de forma ostentosa y deliberada en presencia de todo el mundo y no dio la mano al fundador del Reich alemán. No obstante, Bismarck siguió sirviéndole, y bien.

En París había estallado durante el asedio una terrible revolución obrera, reprimida más tarde de manera aún más terrible y sanguinaria. En aquel momento murieron más personas que durante la gran Revolución francesa. Francia se sumió durante un tiempo en la impotencia, hubo de firmar la paz y se vio obligada a entregar a Alemania una porción de su territorio (Alsacia y Lorena) y a pagar una gran suma de dinero. Los franceses destituyeron por ello al emperador Napoleón III, que tan mal había dirigido el país, y fundaron una república. A partir de ese momento no quisieron saber nada más de emperadores y reyes.

Bismarck era ahora primer ministro o canciller del imperio alemán unificado, en el que gobernó con toda su superioridad. Era muy hostil a cualquier aspiración socialista, como las expuestas por Marx, pero conocía el terrible estado en que se hallaban los trabajadores. Propugnó, por tanto, la idea de que la única manera de combatir la difusión de las doctrinas marxistas consistía en aliviar la enorme miseria de los trabajadores, quitándoles así el deseo de subvertir todo el Estado. Para ello creó instituciones de apoyo a los trabajadores enfermos o accidentados que, hasta entonces, morían sin ayuda y se preocupó en general por mitigar la indigencia más extrema. Los trabajadores, sin embargo, tenían que trabajar todavía doce horas diarias. Incluidos los domingos.

El príncipe Bismarck, con sus cejas espesas y su rostro firme y decidido, fue pronto uno de los hombres más conocidos de Europa, y sus propios enemigos lo consideraban un gran estadista. Cuando las naciones europeas comenzaron a querer repartirse el mundo, que ya se había hecho pequeño, se reunieron en Berlín el año 1878, y Bismarck dirigió sus deliberaciones. El siguiente emperador, Guillermo II, que pensaba sobre muchos asuntos de manera diferente que su canciller, no pudo llevarse bien con él a la larga y lo destituyó. Bismarck vivió aún algunos años como un hombre retirado en la finca de sus antepasados y, desde allí, previno a los nuevos dirigentes del gobierno alemán para que no actuaran de manera irreflexiva.

EL REPARTO DEL MUNDO

Pronto llegaremos a la época en que mis padres eran jóvenes y pudieron contarme, por tanto, detalles más precisos: cómo se introdujo cada vez en más hogares primero el gas, luego la luz eléctrica y más tarde el teléfono; cómo aparecieron en las ciudades tranvías eléctricos y, después, incluso automóviles; cómo fueron creciendo enormemente los suburbios donde vivían los trabajadores, y cómo unas fábricas con imponentes máquinas daban empleo a miles de obreros, es decir, cómo tenían un rendimiento para el que en épocas anteriores se habrían necesitado quizá cientos de miles de artesanos.

¿Qué ocurría con todas aquellas telas, zapatos, conservas o, por ejemplo, pucheros producidos diariamente a trenes en aquellas inmensas fábricas? En parte se podían vender, por supuesto, en el propio país. La gente que tenía trabajo pudo permitirse comprar pronto más trajes o zapatos que un artesano de tiempos anteriores. Todo era incomparablemente más barato, aunque no tan resistente. Así, la gente se veía obligada a adquirir a menudo nuevos artículos. En cualquier caso, su sueldo no era, naturalmente, lo bastante alto como para permitirles comprar todo cuanto era producido por las nuevas máquinas gigantes. Pero si aquellos trenes de tela o cuero no llegaran a venderse, no tendría sentido que la fábrica produjera nuevos artículos cada día. Tendría que cerrar. Y si cerraba y los trabajadores se quedaban en paro, no podrían comprar nada más y aún se venderían menos mercancías. Este tipo de situaciones se denomina crisis económica. Para evitarlas, era importante que todos los países lograran vender la mayor cantidad posible de mercancías producidas por las numerosas fábricas. Y si eso no se conseguía en el propio país, había que intentarlo en el extranjero, aunque no en Europa, pues en ella había fábricas casi por todas partes. Era necesario marchar a países que no las tuvieran, donde todavía había personas sin vestido ni calzado.

Por ejemplo, África. Así fue como, de pronto, comenzó entre todos los pueblos una auténtica competencia por disputarse regiones atrasadas; y las menos civilizadas les resultaron las más convenientes. No las necesitaban sólo para poder vender allí sus mercancías, sino también porque en ellas había muchas cosas que faltaban en su propio país, como algodón para los fabricantes de telas, o petróleo para la producción de gasolina. Pero, cuantas más «materias primas» podían traerse a Europa desde las colonias, tanto más podían producir a su vez las fábricas y con tanto mayor ahínco volvían a buscar regiones donde quisieran comprar sus mercancías masivas.

Quien no encontraba trabajo en su propio país, podía emigrar ahora a aquellas tierras lejanas. En resumen, la posesión de colonias era importante para los pueblos europeos. Pero a nadie le preocupaba nada en absoluto la voluntad de las poblaciones indígenas. Ya puedes imaginar que a veces, cuando se les ocurría disparar con arcos y flechas sobre las tropas invasoras, eran terriblemente maltratadas.

En este reparto del mundo, los ingleses fueron quienes mayores ventajas obtuvieron. Hacía algunos cientos de años que tenían posesiones en la India, Australia y Norteamérica, además de colonias en África, donde ejercían una gran influencia, sobre todo en Egipto. También los franceses habían procurado hacerse anteriormente con posesiones propias. Les pertenecía, por ejemplo, una gran parte de la antigua Indochina y varias zonas de África, de las que, sin embargo, el desierto del Sahara era más grande que apetecible. Los rusos no poseían ninguna colonia ultramarina, pero eran dueños de un gigantesco imperio propio y, todavía, de pocas fábricas. Pretendían extenderse por toda Asia hasta el mar del otro lado para comerciar desde allí. Pero, de pronto, en aquel punto, aparecieron los alumnos aplicados de los europeos, los japoneses, y dijeron: ¡Alto! En una espantosa guerra entre Rusia y Japón, que estalló en el año 1905, el imperio de los zares perdió contra el nuevo y pequeño Japón y hubo de retirarse un trecho. Pero los japoneses construyeron más y más fábricas y quisieron hacerse a su vez con países extranjeros para realizar allí sus ventas e instalar de algún modo a los numerosos habitantes de su pequeño imperio insular.

Finalmente, como es natural, les llegó el turno en el reparto a los nuevos Estados: Italia y Alemania. En su situación de desmembramiento no habían tenido anteriormente posibilidad de conquistar territorios coloniales. Ahora querían recuperar el tiempo perdido durante siglos. Italia obtuvo una estrecha franja de terreno en África después de muchas luchas. Alemania era más poderosa y tenía más fábricas y quiso más. Bismarck, en efecto, consiguió para Alemania algunas extensiones mayores, sobre todo en África y en varias islas del océano Pacífico.

Pero lo esencial de toda esta cuestión es que ningún país llega a tener bastante. Cuantas más colonias posee, más fábricas construye; y cuantas más y mejores fábricas construye, cuanto mayor es su producción, tantas más colonias necesitará. No es un asunto de ambición de poder o ansia de dominio. Las necesitará realmente. Pero el mundo ya estaba repartido. Para conseguir nuevas colonias o, simplemente, para no permitir que algún vecino más poderoso se las arrebate, el país en cuestión tendrá que luchar o, por lo menos, amenazar con entrar en guerra. Así, todos los Estados equiparon grandes armadas y flotas y no dejaron de decir a cada momento: «¡Atrévete a atacarme!». Los demás países, que habían sido poderosos durante siglos, consideraban aquello un derecho indiscutible. Pero, ahora que el Reich alemán, con sus excelentes fábricas, comenzó a participar en este juego, construyó una gran flota de guerra e intentó aumentar su influencia en Asia y África, los demás se lo tomaron muy a mal. Durante mucho tiempo se esperó un tremendo choque, y los Estados organizaron, por tanto, ejércitos cada vez más numerosos y armaron acorazados cada vez mayores.

Al final, la guerra no estalló donde se había esperado durante años, es decir, a raíz de algún conflicto en África o Asia, sino a causa de un país, Austria, que era el único gran imperio de Europa absolutamente desprovisto de colonias. Austria, el imperio ancestral, con su mezcla de pueblos, no tenía ninguna ambición de conquistar países en regiones remotas del mundo. Pero necesitaba personas que compraran las mercancías de sus fábricas. Así pues, intentó conseguir, como lo había hecho desde las guerras contra los turcos, nuevos territorios en el este recién liberados de Turquía y que todavía no disponían de fábricas. Pero los pequeños pueblos que acababan de liberarse en la zona oriental, por ejemplo los serbios, temían al gran imperio y no querían permitir que se expandiera todavía más. En la primavera de 1914, durante un viaje a Bosnia —una de esas regiones recientemente adquiridas—, el sucesor al trono austriaco fue asesinado allí, en la capital de Sarajevo, por un serbio.

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