Brooklyn Follies (35 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Brooklyn Follies
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—No estoy seguro. Pero como a mí me gustan tanto las mujeres, puedo entender por qué una mujer puede sentirse atraída por otra.

—Eres un cerdo, Nathan. Eso te excita, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

—¿Es eso lo que haces por la noche cuando estás aquí solo? ¿Sentarte ahí a ver películas porno de lesbianas?

—Hmmm. Nunca se me ha ocurrido. Debe ser más divertido que sentarme a escribir mi estúpido libro.

—No me tomes el pelo. Estoy al borde de un ataque de nervios, y tú gastando bromas.

—Porque no es asunto nuestro, por eso.

—Nancy es mi hija…

—Y Rory mi sobrina. ¿Y qué? No nos pertenecen. Sólo las tenemos en préstamo.

—¿Qué voy a hacer, Nathan?

—Puedes hacer como si no supieras nada y dejadas en paz. O si no puedes darles tu consentimiento. No tiene por qué gustarte, pero ésas son las dos únicas cosas que puedes hacer.

—También las podría echar de casa, ¿no crees?

—Sí, supongo que sí. Y acabarías lamentándolo durante todos los días de tu vida. No vayas por ese camino, Joyce. Intenta encajar los golpes. Lleva la cabeza alta. Que no te tomen el pelo. Vota a los demócratas en todas las elecciones. Pasea en bici por el parque. Sueña con mi cuerpo inigualable y perfecto. Toma vitaminas. Bebe ocho vasos de agua al día. Apoya a los Mets. Ve mucho al cine. No te mates a trabajar. Haz un viaje conmigo a París. Ven al hospital cuando Rachel tenga el niño y coge en brazos a mi nieto. Cepíllate los dientes después de cada comida. No cruces la calle con el semáforo en rojo. Defiende al débil. Hazte valer. Recuerda lo hermosa que eres. Acuérdate de lo mucho que te quiero. Bebe un whisky con hielo todos los días. Respira profundamente. Mantén los ojos abiertos. No comas grasas. Sueña el sueño de los justos. Recuerda cuánto te quiero.

Su reacción ante la noticia correspondía más o menos a mis previsiones, aunque al menos Joyce no me hacía responsable de los actos de Rory, que era lo único que me interesaba en aquellos momentos. Lamentaba que hubiera abierto aquella puerta, sentía que se hubiese enterado de aquella manera tan horrorosa e imborrable, pero antes o después, le gustara o no, tendría que asimilar la situación. Llegó la cena, y dejamos de hablar de Nancy y Aurora durante un rato para concentrarnos en lo que comíamos. Recuerdo que aquella noche yo tenía más hambre que de costumbre, y en unos minutos me zampé los aperitivos y las gambas picantes con albahaca. Luego pusimos la tele y empezamos a ver una película titulada
Los escoltas
, una del Oeste de 1950 con Joel McCrea de protagonista. En un momento dado los vaqueros están de palique, sentados alrededor de una fogata, y el vejete de la cuadrilla (interpretado por James Whitmore, me parece) suelta una frase que me arrancó una sonora carcajada. «Me está gustando esto de envejecer», dice. «Quita las preocupaciones de la vida.» Besé a Joyce en la mejilla y musité:

—Ese imbécil no sabe lo que dice.

Y por primera vez en toda la noche hice reír a mi abatida y aún perpleja enamorada.

Diez minutos después de la carcajada de Joyce, mi vida tocaba a su fin. Estábamos sentados en el sofá, viendo la película, cuando de repente sentí un dolor en el pecho. Al principio creí que era acidez de estómago, una simple indigestión producida por la cena, pero el dolor siguió creciendo, extendiéndose por todo el tórax como si me hubieran prendido fuego a las entrañas, como si me hubiera tragado un cubo de plomo derretido, y poco después tenía un brazo dormido y tal hormigueo en la mandíbula que parecía que me habían clavado mil agujas invisibles. Había leído lo suficiente sobre ataques al corazón para saber que tenía los síntomas clásicos, y como el dolor proseguía su marcha ascendente, alcanzando cada vez mayores cotas de insoportable intensidad, di por supuesto que me había llegado la hora. Intenté levantarme, pero nada más dar dos pasos me desplomé y empecé a retorcerme en el suelo. Me agarraba el pecho con ambas manos, no podía respirar, y Joyce me tenía en sus brazos, mirándome a la cara y diciéndome que aguantara. Oí su voz a lo lejos.

—Ay, Dios mío. Ay, Dios mío, igual que Tony.

Y entonces ya no estaba allí, y la oí gritar, diciendo a alguien que enviaran una ambulancia a la calle Uno. Por increíble que parezca, no estaba asustado. El ataque me había transportado a otra dimensión, a una zona donde las cuestiones de vida y muerte carecían de importancia. Bastaba con asumir las cosas. Simplemente se aceptaba todo lo que viniera, y si aquella noche hubiera visto venir a la muerte, habría estado preparado para recibirla. Cuando los enfermeros me subieron a la ambulancia, me di cuenta de que Joyce estaba otra vez allí, frente a mí, con las mejillas llenas de lágrimas. Si no recuerdo mal, creo que logré sonreírle.

—No te me mueras, cariño —me dijo—. Por favor, Nathan, no te me mueras.

Luego se cerraron las puertas, y un momento después nos alejábamos de allí.

I
NSPIRACIÓN

No me morí. Y al final, lo que tuve ni siquiera fue un ataque al corazón. Aquel dolor insufrible se debía a una inflamación de esófago, pero nadie lo sabía en aquellos momentos, y pasé el resto de la noche y casi todo el día siguiente diciendo adiós a la vida.

La ambulancia me condujo al Hospital Metodista de la Séptima Avenida, y como todas las camas estaban ocupadas, me pusieron en uno de esos pequeños cubículos reservados para pacientes cardíacos en la sala de urgencias de la planta baja. Una tenue cortina verde me separaba del mostrador de recepción (cuando las enfermeras se acordaban de echarla), y salvo una breve excursión a la unidad de rayos X al fondo del pasillo, durante todo el tiempo que me tuvieron allí no hice nada aparte de estar tumbado en una estrecha cama. Con el corazón conectado a un monitor, la aguja del gota a gota clavada en el brazo y los tubos de oxígeno metidos en la nariz, no tenía más remedio que estar echado de espaldas. Me sacaban sangre cada cuatro horas. En caso de que se hubiera producido una trombosis coronaria, se habrían desprendido algunos fragmentos de tejido lesionado que estarían circulando por el torrente sanguíneo, lo que acabaría reflejándose en los análisis. Una enfermera me explicó que hasta pasadas veinticuatro horas no lo sabrían con certeza. Entretanto, debía quedarme allí tumbado y esperar a que todo concluyera, a solas con el miedo y la malsana imaginación mientras mi sangre contaba poco a poco la historia de lo que me había pasado o dejado de pasar.

Continuamente traían camillas con nuevos pacientes, que uno tras otro pasaban frente a mí con ataques epilépticos y oclusiones intestinales, cuchilladas y sobredosis de heroína, brazos rotos y cabezas ensangrentadas. Se oían voces que llamaban, teléfonos que sonaban, carros de comida que traqueteaban por el pasillo. Todo eso sucedía a dos pasos de la punta de mis pies, aunque por la impresión que me causaba bien podía estar ocurriendo en otro planeta. No creo haber estado nunca más indiferente hacia lo que me rodeaba que aquella noche, más encerrado en mí mismo, más ausente. Nada parecía real aparte de mi propio cuerpo, y mientras estaba allí tumbado, inmerso en aquella disociación, me puse a imaginar obsesivamente los circuitos de venas y arterias que se entrecruzaban en mi pecho, la tupida red interior de sangre y grumos. Estaba a solas conmigo mismo, escarbando en mi interior con una especie de conmocionada desesperación, pero también me encontraba muy lejos, flotando por encima de la cama, por encima del techo, por encima del tejado del hospital. Sé que no tiene sentido, pero mi estancia en aquel recinto, encajonado entre los pitidos de aquellos aparatos y los cables prendidos a la piel, fue lo más parecido a no estar en ninguna parte, a encontrarme a la vez dentro y fuera de mí mismo.

Eso es lo que ocurre cuando uno va a parar al hospital. Te desnudan, te ponen uno de esos camisones humillantes, y de repente dejas de ser quien eres. Te conviertes en la persona que habita tu cuerpo, y en adelante no eres más que la suma de todas las insuficiencias de ese cuerpo. Verse reducido de ese modo equivale a perder todo el derecho a la intimidad. Cuando vienen los médicos y las enfermeras y se ponen a hacer preguntas, hay que contestar. Quieren mantenerte con vida, y sólo alguien que no quiera vivir les dará respuestas engañosas. Si por casualidad te encuentras en un pequeño cubículo, y a menos de un metro a la derecha hay otra persona que es interrogada por un médico o una enfermera, no puedes dejar de oír sus respuestas. No es que quieras saber necesariamente todo lo que se dice, pero te encuentras en una posición en la que resulta imposible no enterarse. Así es como conocí a Ornar Hassim-Alí, de cincuenta y tres años, empleado en una empresa de alquiler de coches con conductor, oriundo de Egipto, con esposa, cuatro hijos y seis nietos. Entró en el cubículo poco después de la una de la madrugada tras haber sentido dolores en el pecho mientras cruzaba el puente de Brooklyn haciendo un servicio. En cuestión de minutos, supe que tomaba pastillas para la tensión, que seguía fumando un paquete diario pero que intentaba dejarlo, que sufría de hemorroides y le daba algún que otro mareo, y que vivía en Estados Unidos desde 1980. Cuando se marchó el médico, Ornar Hassim-Alí y yo hablamos durante casi una hora. No importaba que fuéramos desconocidos. Cuando alguien cree que va a morir, habla con el primero que quiera escucharlo.

Dormí muy poco aquella noche —un par de cabezadas de diez o quince minutos—, pero más o menos una hora antes de amanecer me quedé profundamente dormido. A las ocho vino una enfermera a tomarme la temperatura, y al mirar a la derecha vi que la cama de mi compañero de cubículo estaba vacía. Le pregunté qué le había pasado a Hassim-Alí, pero no supo darme una respuesta. Acababa de empezar su turno, me dijo, y no sabía nada de aquel señor.

Cada cuatro horas, los análisis de sangre daban negativo. Por la mañana vinieron a verme Joyce, Tom y Honey, y Aurora y Nancy; pero a ninguno se le permitió quedarse más de unos minutos. A primera hora de la tarde, también apareció Rachel. Todos empezaban haciéndome la misma pregunta —
¿Qué tal me encontraba?
—, y yo contestaba siempre lo mismo: Bien, muy bien, estupendamente, no os preocupéis por mí. Para entonces el dolor había desaparecido y empezaba a sentirme más optimista sobre las posibilidades de salir de allí por mi propio pie. Dije: No he superado un cáncer para morirme de un infarto como un gilipollas. Era una declaración absurda, pero a medida que pasaban las horas y los análisis de sangre seguían dando negativo, me aferré a ello como prueba lógica de que los dioses habían decidido perdonarme, de que el ataque de la víspera no había sido más que una demostración de su poder para decidir mi destino. Sí, podía morirme en cualquier momento; y desde luego había tenido la seguridad de que iba a morirme cuando estaba en los brazos de Joyce, tirado en el suelo de la sala de estar. Si había algo que aprender de aquel roce con la muerte era que mi vida, en el sentido más estricto de la expresión, ya no era mía. Sólo tenía que recordar el dolor que me había desgarrado las entrañas durante el terrible cerco de fuego para comprender que cada aliento que me llenaba los pulmones era un regalo de aquellos dioses caprichosos, que en lo sucesivo cada latido de mi corazón me sería concedido por un arbitrario acto de gracia.

Hacia las diez y media, la cama vacía fue ocupada por Rodney Grant, de treinta y nueve años, maestro albañil especialista en tejados que se había desmayado mientras subía una escalera aquella misma mañana. Sus compañeros habían llamado a una ambulancia y allí estaba, con su brevísimo camisón de hospital, un negro corpulento y musculoso, con cara de niño y aspecto de estar verdaderamente muerto de miedo. Tras su entrevista con el médico, se volvió hacia mí y me dijo que se moría de ganas de fumar un cigarrillo. ¿Creía yo que le pasaría algo si iba al servicio y se fumaba un pitillo? No lo sabrá hasta que lo intente, le dije, y para allá se fue, desconectándose del monitor y empujando por el pasillo su gota a gota. Cuando volvió unos minutos después, me sonrió y dijo:

—Misión cumplida.

A las dos de la tarde, una enfermera abrió la cortina y le informó de que lo iban a trasladar a la unidad cardiovascular. Como nunca se había desmayado ni le habían diagnosticado nada más preocupante que una varicela y una leve alergia al polen, el joven estaba confuso.

—Parece bastante grave, señor Grant —le anunció la enfermera—. Sé que ya se encuentra mejor, pero el doctor necesita hacerle algunas pruebas.

Le deseé suerte cuando se fue, y entonces volví a quedarme solo en el cubículo. Pensé en Omar Hassim-Alí, tratando de recordar los nombres de sus hijos, y me pregunté si a él también lo habrían trasladado a la planta de arriba. Era una suposición lógica, pero mientras miraba el colchón vacío a mi derecha, no podía dejar de pensar que se había muerto. No tenía la más mínima prueba que confirmara aquella hipótesis, pero ahora que habían conducido a Rodney Grant a su incierto futuro, la cama vacía parecía habitada por una misteriosa fuerza destructiva que borraba del mapa a los hombres que depositaban en ella, conduciéndolos a un reino de oscuridad y olvido. La cama vacía significaba muerte, ya fuera real o figurada, y mientras sopesaba las implicaciones de ese pensamiento, empezó a apoderarse de mí otra idea que poco a poco fue prevaleciendo sobre todo lo demás. En cuanto vi adónde me conducía, comprendí que se me acababa de ocurrir la idea más importante que había tenido jamás, una idea lo bastante grande como para tenerme ocupado todas las horas de todos los días que me quedaran de vida.

Yo no era nadie. Rodney Grant no era nadie. Omar Hassim-Alí, nadie. Javier Rodríguez —el carpintero jubilado de setenta años que ocupó la cama hacia las cuatro— no era nadie. Tarde o temprano moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, sólo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muerto. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el
New York Times
. No escribirían libros sobre nosotros. Ése es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar?

En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de una bolera, un cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos, y unas cuantas impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias que contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos, se distorsiona cada vez más la verdad, y cuando a esas personas les llega su turno de morir, la mayoría de las historias desaparece con ellas.

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