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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (8 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Yo lo miré con los ojos muy abiertos.

—¿Te refieres a magia?
Quizás, tal y como sospecha Ivy, sean inframundanos
.

Matt negó con la cabeza y pareció indispuesto.

—No. Más bien cosas como encontrarte a tu perro muerto. Pero su mujer es aún más rara. No se la ve mucho. Se pasa la mayor parte del día dentro de casa con su hija. Mi madre habló con ella una vez, y no le dejó tocar a la niña.

—¿En serio? —pregunté esperando que me contara más cosas.

—Y la pequeña es tan rara como ellos —añadió echando un vistazo a su amigo—. Tiene unos extraños ojos azules que te siguen por todas partes. No dice ni una palabra, casi como si fuera sorda. Su madre nunca la deja en el suelo. La señora Tilson es la que lleva los pantalones en esa casa. No tengo ninguna duda.

—Lo dices porque… —lo alenté, y Matt inclinó la cabeza.

—El año pasado, alguien les metió un petardo en la cisterna del inodoro del servicio de atrás y lo llenó todo de porquería. Tilson se puso a gritar que iba a matar a alguien. Yo tenía que ir a cortarles el césped al día siguiente y, aunque estaba muerto de miedo, mi padre me obligó. Ese tío está pirado. Estaba convencido de que yo sabía quién le voló la taza del váter y me arrinconó contra la valla. ¡Dios! Creí que me iba a matar. Pero, entonces, salió su mujer y se puso más suave que un guante. Incluso se disculpó. Es más baja que tú, pero le bastó llamarlo por su nombre para que se comportara como un perrito faldero.

Guiñé los ojos, mientras las ideas se agolpaban en mi mente. El señor Tilson era un maníaco homicida que vivía resentido, mientras que su señora llevaba las riendas de la relación. Y la niña tenía algo raro. Tal vez se trataba de vampiros vivos.

—¿Cuántos años tiene la niña? —pregunté para que siguiera hablando. Aquel chico era una mina de oro.

Matt se quedó pensativo.

—No sé. Uno, quizás. Mi madre dice que se acabará convirtiendo en una mocosa malcriada, y que la señora Tilson no debería esperar cinco años a tener otro, como parece que es su intención. Por lo visto, lo hace por razones médicas. Según le contó a mi madre, le gustaría tener cinco o seis.

—¿Cinco o seis? —exclamé, sinceramente sorprendida. Es posible que los Tilson fueran hombres lobo y que la mujer perteneciera a una manada dominante. Pero ¿qué motivos podían tener para espaciarlos más de cinco años?—. Eso es mucho tiempo.

—Y tanto —convino el chaval en tono de burla—. Yo no pienso tener hijos, pero si alguna vez los tuviera, preferiría que fueran seguidos. Lo mejor es zanjarlo cuanto antes. No quiero encontrarme con sesenta años y seguir cambiando pañales.

Me encogí de hombros. Robbie y yo nos llevábamos ocho años, y no me parecía que tuviera nada malo. Había participado en mi educación tanto como mis padres, y no tenía ninguna queja al respecto. Pero mi madre era una bruja, de manera que cambiar pañales a la edad de sesenta años era lo más normal del mundo. Aquello apuntaba cada vez más a que la agresión a Glenn tenía que ver con inframundanos.

—Gracias —dije. De repente, sentí la necesidad de entrar en la casa. Jenks debía de estar congelándose—. Ahora tengo que irme, pero te estoy muy agradecida. Tus palabras han sido de gran utilidad.

Al ver la expresión de decepción de su rostro, añadí con una sonrisa:

—¡Oye! Cuando llegue la primavera, podría necesitar a alguien que me corte el césped. —Entonces vacilé unos segundos—. Si no te parece demasiado extraño, claro está. Mi número está en la tarjeta.

A él se le iluminó la cara.

—¡Oh, sí! Sería genial —respondió. Entonces miró a la casa y concluyó—: No creo que mi padre me deje volver a cortar el de ellos.

—Pues llámame. ¿Qué te parece en abril? —sugerí. Él asintió—. Gracias de corazón, Matt. Me has ayudado mucho.

—De nada.

Tras dedicarle una última sonrisa, me marché y, cuando miré por encima de mi hombro, vi que estaba susurrándole algo a su amigo y que ambos observaban mi número de teléfono con los ojos muy abiertos.

—¿Te encuentras bien, Jenks? —pregunté, mientras me alejaba de las luces y regresaba al garaje. ¡Joder! Ivy iba a flipar cuando supiera lo que acababa de averiguar.

—Sí —respondió agarrándose con más fuerza a mi pelo—, pero preferiría que fueras más despacio. A menos que quieras que vomite en tu pelo.

Inmediatamente, aminoré la marcha y di un traspié al subir el bordillo sin mirar para no tener que inclinar la cabeza. Jenks soltó un taco, pero el pulso se me aceleró cuando alcé la vista. Mi inquietud no se debía al hecho de haber estado a punto de caer, sino a la persona que estaba de pie junto a mi coche, observándolo detenidamente.

Se trataba de Tom Bansen. No podía ser otro. El mismo que había hecho todo lo que estaba en su mano para que Al me matara.

—¡Joder! ¡Es Tom! —dije. Y, echando a correr hacia él, le grité—: ¡Aléjate de mi coche!

—¡El muy hijo de puta! —exclamó Jenks— ¿Qué coño está haciendo aquí?

—No tengo ni idea —respondí aminorando el paso conforme me aproximaba—, pero será mejor que te estés calladito. Si te descubre, solo tiene que quitarme el gorro de un tirón para dejar viuda a Matalina.

Jenks se quedó en silencio mientras Tom permanecía inmóvil, con las manos en los bolsillos, observando mi coche como considerando algo. El enfado dio paso al nerviosismo, y me detuve prudencialmente a un metro y medio de distancia, soltando vaharadas bajo la luz de la farola y mirándolo como al gusano que era. Había oído decir que lo habían echado de la SI, probablemente por haber sido tan estúpido como para que lo pillaran invocando demonios para cargarse a alguien. Sin embargo, dado que era yo la persona de la que quería deshacerse, la SI no había tomado ninguna otra medida.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté. No estaba precisamente ansiosa por tener que defenderme, pero tampoco me hacía ninguna gracia que estuviera fisgoneando mi coche.

Él se quedó de pie sobre la acera, de la que habían retirado la nieve, y cuando me miró, me di cuenta de que sus ojos azules se habían vuelto mucho más duros. Llevaba una parka y un sombrero, y se notaba que tenía frío, hasta el punto de que la temperatura casi había anulado el característico olor a secuoya que despedíamos todos los brujos. Tiempo atrás me había parecido atractivo, aunque de un modo inocente, casi como una escolar (y todavía me lo parecía), pero el hecho de que invocara a Al para que me secuestrara o me matara hacía tiempo que había conseguido que la atracción se transformara en repugnancia.

—Intentando ganarme la vida —respondió con un leve rubor en sus mejillas—. Me han excluido. Gracias a ti.

Me quedé mirándolo boquiabierta y di un paso atrás. No estaba sorprendida, pero tampoco estaba dispuesta a cargar con las culpas.

—No fui yo la que se dedicó a raptar chicas para entregárselas a un demonio a cambio de maldiciones —dije—. Tal vez deberías replantearte tu forma de entender las cosas, Sherlock.

Él esbozó una sonrisa nada agradable. Mientras se daba la vuelta como si fuera a marcharse, añadió:

—Si quieres hablar, estaré por aquí. —Yo estaba echando chispas, sin poder dar crédito a su invitación—. Bonito coche —concluyó mientras se marchaba con las manos metidas en sus enormes bolsillos.

—¡Eh! —grité, a punto de echar a correr tras él, pero entonces pensé en Jenks y en el hecho de que lo hubieran excluido y desistí. Balanceándome sobre los talones, solté un sonoro suspiro. ¿
El departamento de la Ética y la Moral había decidido excluirlo
? ¡Maldición! Jamás pensé que llegaran tan lejos. Había estado invocando demonios, pero aquello no era motivo para excluir a alguien. El motivo debía ser el rapto de aquella chica para realizar magia negra. La exclusión era algo tan grave como la propia palabra indicaba. Tom estaba metido en un buen lío, y conseguir que el departamento de la Ética y la Moral reconsiderara una decisión era como sobrevivir a la amenaza de muerte de la SI. Estaba completamente solo, y si algún brujo se asociaba con él, correría la misma suerte.

Intentar ganarme la vida
, pensé sin quitarle ojo. Probablemente había empezado a trabajar por su cuenta, dado que la SI ya no le encargaría ninguna misión, ni siquiera de extranjis.
Y, por lo visto, no le va muy bien
, me dije a mí misma al ver que se subía a un destartalado Chevy del 64.

Una vez se hubo marchado, me dirigí hacia la casa de los Tilson, pero me detuve en seco cuando me asaltó un presentimiento repentino. Tras revolver en mi bolso, saqué el llavero y el amuleto para detectar magia letal que colgaba de él. Aquel objeto me había salvado la vida en un par de ocasiones, y Tom tenía motivos de sobra para querer acabar conmigo.

—Rachel… —se quejó Jenks cuando empecé a caminar lentamente alrededor del coche.

—¿Quieres saltar por los aires reducido a un montón de pedacitos más pequeños que el polvo de hadas? —farfullé.

El pixie volvió a tirarme del pelo.

—¡Pero si Tom no es más que un pardillo! —protestó.

Aun así, terminé el recorrido y respiré aliviada cuando comprobé que el amuleto seguía mostrando un agradable y lozano color verde. Tom no había hechizado mi coche, pero a pesar de todo, mientras volvía hacia la casa acordonada y cruzaba la calle, me quedó una sensación de desasosiego. Y no se debía al hecho de tener un nuevo competidor en el mundo de los investigadores independientes. Tiempo atrás, mi deportivo había pertenecido a un agente de la SI al que habían matado colocándole una bomba en el coche. Obviamente, no se trataba del mismo vehículo, pero el caso es que se lo habían cargado.

Y yo podría acabar de la misma manera sin apenas darme cuenta
. Tom no había dejado un hechizo en mi coche, pero no tenía nada de malo pedirle a Glenn que mandara a uno de sus perros para olfatearlo. Acompañada por el sonido de los tacones de mis botas, llegué hasta la puerta del garaje y entré. Jenks soltó un fuerte suspiro, pero aunque quedara como una cobarde paranoica, estaba decidida a pedirle a Glenn que me llevara a casa en su coche.

Había dejado de comportarme como una estúpida inconsciente en temas tan escabrosos como aquel.

4.

Cerca de las escaleras que conducían al interior de la casa, había varios juguetes de plástico de gran tamaño y colores vivos. A juzgar por su aspecto, habían utilizado el trineo infantil, pero el resto eran objetos para el verano todavía sin estrenar. Por lo visto, habían sido unas Navidades muy fructíferas.

En aquel momento inspiré profundamente para intentar captar el aroma de los inframundanos, pero solo percibí el olor a polvo y a cemento seco, y sentí un escalofrío.

Me quedé mirando las cajas, recordando algo que me había dicho mi padre en una ocasión, cuando intentaba librarme de ordenar el garaje. La gente guardaba en el garaje un montón de cosas que ya no quiere, pero de las que no puede deshacerse. A veces, cosas peligrosas. Demasiado para guardarlas dentro de casa, pero también para tirarlas y arriesgarse a que alguien las encuentre. Y el señor y la señora Tilson tenían el garaje hasta los topes.

—¡Vamos, Rachel! —se quejó Jenks—. ¡Me estoy helando!

Tras echar un último vistazo a las cajas, subí los escalones de hormigón escuchando el lejano zumbido de una aspiradora. A continuación, abrí la puerta pintada con colores alegres y entré en una cocina amueblada al estilo de los años setenta; saludé con la cabeza al agente que estaba sentado a la mesa con una carpeta con sujetapapeles. A través de la ventana de encima del fregadero se divisaba el jardín delantero y la furgoneta de los informativos. Junto a la mesa cuadrada había una trona rosa y amarilla y, justo encima, una caja de fundas de zapatos desechables. Con un suspiro, me quité los guantes y los metí en los bolsillos de mi abrigo.

En un rincón, cuidadosamente resguardado, había un cesto lleno de peluches, y casi me pareció escuchar la alegre y contagiosa risa de un bebé. En el interior del fregadero había un bol lleno de utensilios con restos de masa de galletas, y en la encimera había una docena de ellas que llevaban ocho horas enfriándose. Alguien había colocado una etiqueta en el asa del horno en la que se leía la fecha y la hora en la que un agente llamado Mark Butte lo había apagado. Era evidente que los Tilson se habían marchado de forma precipitada.

La cocina era una curiosa mezcla de calidez y frialdad y, visto que habían encendido la calefacción para contrarrestar el continuo abrir y cerrar de la puerta, me bajé la cremallera del abrigo. Mi primera impresión de la casa era igual de incongruente. Tenía todo lo necesario para parecer un hogar y, sin embargo, transmitía la sensación de estar… vacía.

En la habitación contigua se escuchaba el parloteo de los agentes trabajando, y cuando me agaché para ponerme un protector azul en una de las botas, Jenks pegó un grito desde debajo de mi gorro.

—¡Joder! —exclamó recorriendo la cocina en apenas tres segundos, pegándole un susto de muerte al agente sentando a la mesa—. Aquí huele a potito verde de bebé. ¡Eh, Edden! —exclamó alzando la voz—. ¿Dónde te has metido?

Después abandonó la estancia como una exhalación, batiendo las alas hasta convertirlas en una especie de borrón grisáceo.

Desde el interior de la casa se oyó una exclamación, lo que probablemente indicaba que Jenks había sobresaltado a otro agente de la AFI. En ese momento oí que alguien se acercaba con paso firme y me erguí. Me había comprado las botas en La Cripta de Verónica, y cubrirlas con una funda de papel azul debía estar penado por ley.

De repente, la figura achaparrada de Edden apareció bajo el arco que conducía al resto de la casa. Jenks estaba en su hombro, y enseguida me di cuenta de que tenía el aspecto del capitán de la AFI que podía hacer algo por ayudar a Glenn. Saludó con la cabeza al agente sentado a la mesa y me sonrió brevemente, aunque sus ojos no decían lo mismo. Lo más probable es que no debiera estar allí, pero nadie le iba a negar la posibilidad de supervisar la investigación del asalto a su hijo.

—Rachel —me saludó, y agité tímidamente uno de los pies cubiertos por el protector.

—Hola, Edden. ¿Puedo entrar? —dije, sin la más mínima intención de que sonara sarcástico.

Él frunció el ceño, pero antes de que comenzara a meterse con mis pésimas técnicas de investigación, me acordé de Tom.

—¿Puedo pedirte un favor? —pregunté dubitativa.

—¿Además del de dejarte entrar aquí? —me reprochó tan secamente que estuve tentada de contarle lo de la seda de araña de la embarcación de Kisten que habían pasado por alto. No obstante, preferí morderme la lengua, consciente de que se enterarían al día siguiente, después de que Ivy tuviera ocasión de echar un vistazo.

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