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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (50 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Me tumbé junto a él con la cabeza sobre su hombro, escuchando el latido de su corazón y decidiendo que probablemente no había muchas maneras tan agradables como aquella de poner tu vida patas arriba. Y sin necesidad de desnudarse. Sintiendo las gélidas temperaturas de la noche, me revolví.

—¿Estás bien? —pregunté, sonriendo cuando advertí que asentía con la cabeza.

—¿Y tú? —inquirió él, con una voz que se asemejaba más a un estruendo que a un sonido real.

En ese momento agucé el oído durante unos instantes, pero no oí nada. Ni el típico aleteo de pixie, ni compañeras de piso dando golpes a las cosas.

—Jamás había estado tan bien —respondí sintiendo una paz interior que hacía mucho tiempo que no experimentaba. El pecho de Marshal empezó a dar botes y me erguí cuando me di cuenta de que se estaba riendo—. ¿Qué pasa? —quise saber, sintiéndome el objeto de sus carcajadas.

—Marshal, no sé si me acuerdo de cómo se hace —dijo tratando de imitar mi voz—. Ha pasado mucho tiempo.

Aliviada, me senté y le di un puñetazo en el hombro.

—¡Cierra el pico! —le espeté, sin importarme que se estuviera riendo de mí—. Lo decía en serio.

Marshal me retiró con cuidado de su regazo y yo me acurruqué sobre él, y ambos nos dejamos caer con la cabeza sobre el respaldo del sofá y nuestros pies entrelazados sobre el suelo.

—¿Estás segura de que tu aura está bien? —preguntó Marshal en un tono casi inaudible. A continuación se volvió para mirarme a los ojos y le sonreí.

—Sí. Ha sido… —Marshal me rodeó con sus brazos mientras yo hacía amago de levantarme y, riéndome, volví a caer sobre él.

—Genial —me susurró al oído, abrazándome con fuerza.

No iba a preocuparme por lo que pasaría después. Sinceramente, no merecía la pena.

19.

El sol se aproximaba despacio hacia el horizonte, coloreando los edificios que bordeaban la orilla del río de rojo y dorado, mientras me dirigía a Carew Tower para almorzar y verme con Edden. Si se hubiera tratado de uno de mis domingos habituales, ahora estaría a punto de volver a casa desde siempre jamás y mi tira y afloja de la semana con Al estaría teniendo lugar y, aunque me alegraba de haberme librado de él, estaba preocupada por Pierce. Pierce, Al, Ivy, Skimmer, el asesino de Kisten y Mia. Todos ellos se agolpaban en lo más profundo de mi mente, un montón de problemas que exigían ser resueltos. La mayoría de los días, la sobrecarga me hubiera tenido tensa e irascible, pero estaba vez no era así. Sonriendo, me quedé mirando el reflejo del sol en los edificios, y me puse a trastear con la radio mientras seguía al tipo que iba delante de mí por encima del puente.
Todo a su debido tiempo
, pensé, preguntándome si mi calma se debía a Marshal o a su masajista.

Faltaba una media hora para mi cita con Edden, a las seis tenía que ir a la prisión de la SI y, más tarde, a las diez, había quedado con mi madre y con Robbie para cenar. Cuando había llamado para avisar de que no podría ir a comer, había oído las quejas de fondo de mi hermano, pero no me importaba en absoluto. Antes o después, Mia daría señales de vida y me encargaría de que se llevara su merecido, pero hasta entonces, podía disfrutar de un aperitivo en Carew Tower. El masaje que me había concedido a mí misma horas antes había sido fantástico, y llevaba toda la tarde sintiendo pequeñas punzadas de culpa por haberme divertido con la excusa de que me ayudaría a recuperar el aura. La sensación de relajación todavía no me había abandonado, haciendo que resultara más sencillo decirle a Marshal que tenía razón y bla, bla, bla…

Me había dicho que me llamaría más tarde. Era una sensación muy agradable y no pensaba darle más vueltas.

Me sentía muy elegante con los pantalones forrados de seda y la blusa de brillos que me había puesto para la señora Walker. Hasta entonces no había tenido ocasión de ponerme el largo abrigo de fieltro que me había regalado mi madre el invierno anterior, y tenía la sensación de dar una imagen muy distinguida mientras superaba el puente que llevaba a Cincinnati en dirección a Carew Tower para una reunión de negocios en el punto más alto de la ciudad. Jenks también se había puesto de tiros largos, con una camisa negra y unos pantalones amplios y vaporosos que ocultaban las capas de tela que debían aislarle del frío. Matalina estaba mejorando la confección de ropa invernal que le permitiera volar, y el pixie se encontraba en lo alto del espejo retrovisor, peleándose con la gorra negra de pescador que le había fabricado su esposa a partir de un retal del forro de mi abrigo. Su pelo rubio asomaba por debajo dándole un aspecto encantador, y me pregunté por qué no llevaba siempre sombrero.

—Rachel —dijo, como si se hubiera puesto nervioso de repente.

—¿Qué? —pregunté trasteando de nuevo con la radio mientras bajábamos del puente colocándome delante de un camión articulado para tomar el desvío de salida a una velocidad de setenta kilómetros por hora. Siguiéndome muy de cerca, había un tipo en un Firebird negro, y él continuó, pegado a mi parachoques.
Muy sensato conducir así cuando hay nieve, chaval
.

—Rachel —repitió Jenks, agitando las alas.

—Ya lo he visto.

Ambos nos dirigíamos al desvío de salida y, saludándome con el dedo corazón alzado, intentaba situarse delante de mí antes de que se redujera el carril.

—Déjale pasar, Rachel.

Sin embargo, aquel imbécil me había tocado las narices, de manera que mantuve la velocidad. El camión articulado que llevaba detrás tocó el claxon cuando nos acercamos al desvío. El tipo no iba a conseguirlo, y el muy capullo me empujó contra el bordillo.

Un montón de gravilla y sal golpearon los bajos del coche. La pared me pasó de cerca y contuve la respiración, agarrando con fuerza el volante cuando los dos carriles se redujeron a uno. Pisé con fuerza el freno, girando el volante en el último momento para colocarme detrás de él. El tipo aceleró con un rugido del motor y superó el semáforo amarillo que se encontraba al final del desvío. Con las mejillas encendidas, saludé con la mano al furibundo conductor del camión articulado que estaba detrás de mí y que lo había presenciado todo desde una distancia prudencial. Jenks despedía un polvo de color amarillo pálido mientras se ponía de pie en el espejo retrovisor, agarrándose al palo como si le fuera la vida en ello. Yo me detuve ante el semáforo en rojo y me quedé mirando cómo el Firebird, que iba una manzana por delante de mí, se detenía en el siguiente semáforo.
Capullo
.

—¿Te encuentras bien, Rachel? —preguntó Jenks.

—Sí —respondí bajando la calefacción—. ¿Por qué?

—Porque normalmente no te dedicas a sortear a otros coches a menos que vayas a más de ciento diez —dijo aterrizando en mi brazo y caminando hacia arriba para olisquearme—. ¿Estás bajo los efectos de alguna medicina humana? ¿No te habrá colado la masajista alguna aspirina?

No tan molesta como pensé que estaría, le miré y luego eché en vistazo a la parte posterior de la calle.

—No. —Marshal tenía razón. Debería ir a darme un masaje más a menudo. Era muy relajante.

Jenks torció el gesto y se sentó en el pliegue de mi codo, agitando las alas para no perder el equilibrio. El masaje había sido fantástico, y no me había dado cuenta de lo tensa que estaba hasta que el estrés desapareció. ¡Dios! Me sentía de maravilla.

—Se ha puesto verde, Rachel.

Pisé el acelerador dándome cuenta de que el Firebird seguía parado delante del semáforo rojo. Una sonrisa se dibujó en mi rostro. Comprobé la velocidad a la que iba, la señal y la calle. Estaba cumpliendo las normas.

—Está rojo —dijo Jenks, mientras avanzaba a toda velocidad en dirección al siguiente semáforo.

—Ya lo he visto. —Echando un vistazo detrás de mí, me cambié de carril de manera que el señor Capullo quedara a mi lado. No tenía a nadie delante y mantuve la velocidad.

—¡Está rojo! —exclamó Jenks al ver que no reducía.

Mis dedos sujetaban el volante con despreocupación y vi que el semáforo de peatones empezaba a parpadear.

—Cuando lleguemos, ya se habrá puesto verde.

—¡Rachel! —gritó Jenks y, con la suavidad de un glaseado blanco adelanté al señor Firebird dos segundos antes de que el semáforo cambiara, a una agradable velocidad de sesenta y cinco kilómetros por hora. Llegué al siguiente semáforo mientras él aceleraba el motor al máximo e intentaba alcanzarme. Doblando suavemente la esquina cuando acababa de ponerse amarillo, giré para dirigirme hacia el centro. El señor Firebird se vio obligado a parar y no pude evitar una profunda sensación de satisfacción.
Chúpate esa. Imbécil
.

—¡Joder, Rachel! —masculló Jenks—. ¿Qué demonios te pasa?

—Nada —respondí subiendo el volumen de la radio. Me sentía genial. Todo iba de maravilla.

—Tal vez Ivy podría venir a recogernos al restaurante —farfulló Jenks, y yo aparté los ojos de la carretera, confundida.

—¿Por qué?

Jenks me miró como si estuviera loca.

—Déjalo. No importa.

A continuación adelanté como un rayo a un autobús, cambiando de carril a mitad de manzana.

—¡Oye! ¿Qué tal está mi aura? —pregunté, interceptando la cercana línea de la universidad. Penetró en mi interior con un desagradable pellizco, pero, al menos, las idas y venidas de energía no hicieron que me mareara. Tenía un coche delante, y miré a ambos lados antes de cambiar de carril y pasé con el semáforo en rojo. Tenía tiempo de sobra.

—¡Deja de jugar con la línea y conduce! —exclamó Jenks—. Tu aura está mucho mejor que antes, y más densa, pero solo porque se ha comprimido, pues apenas tiene dos centímetros y medio de espesor.

—¡Vaya! Pero eso es bueno, ¿no?

Jenks asintió contrayendo sus diminutos rasgos en una expresión furibunda.

—No está mal, siempre que no sufras otro ataque. ¡Por cierto! Acabas de saltarte la entrada del aparcamiento.

—¿Ah, sí? —pregunté distraída al ver un Firebird negro acercándose a toda velocidad a un bloque de distancia—. ¡Mira! Ahí delante hay sitio —dije avistando un hueco al otro lado de la calle.

—Sí, pero cuando quieras dar la vuelta, ya te lo habrán quitado.

Entonces miré detrás de mí y esbocé una sonrisa.

—Eso ya lo veremos —dije.

Acto seguido, realicé un brusco viraje en redondo. El asfalto estaba resbaladizo y el coche giró exactamente como pensé que lo haría, encarando la dirección opuesta, mientras se deslizaba en el interior del hueco con una suave sacudida cuando los neumáticos chocaron contra el bordillo.
Perfecto
.

—¡Por Dios bendito, Rachel! —gritó Jenks—. ¿Qué demonios te pasa? ¡Yo alucino con lo que acabas de hacer! ¿Quién te crees que eres? ¿Lucas Black?

Agarrando el bolso, apagué el motor y me ajusté la bufanda. No sabía de dónde venía aquella confianza en mí misma, pero me sentía de maravilla.

—¿Vienes? —le pregunté con dulzura.

Él se quedó mirándome fijamente y separó los dedos del espejo retrovisor.

—Pues claro.

Las alas de Jenks estaban frías cuando se acurrucó entre mi cuello y la bufanda, y después de echarle un último vistazo, salí del coche. Una vez fuera, inspiré profundamente, llenándome los pulmones de un aire frío impregnado del olor a asfalto mojado y a gases de los tubos de escape, perfumando la noche que estaba por venir. Hacía un frío que pelaba y, sintiéndome segura con mi mejor abrigo y mis botas, saludé con la mano al señor Firebird antes de encaminarme hacia Carew Tower.

Chapoteando con las botas en la mezcla de nieve y barro, guiñé los ojos por la luz mientras me ajustaba las gafas de sol. La luminosa fachada de una tienda de hechizos llamó mi atención y me pregunté de cuánto tiempo disponíamos antes de la cita.

—¿Jenks? —inquirí reduciendo el paso—. ¿Qué hora es?

—Las tres y media —dijo con voz amortiguada por el tejido en el que se escondía—. Todavía es pronto.

Jenks era mejor que un reloj y mis pensamientos se concentraron en mi próximo encuentro con la banshee. Marshal y yo no habíamos encontrado nada en mis libros para reparar mi aura después de unirnos, y eso que nos habíamos puesto a mirarlos muy en serio. Pero tal vez el propietario de una tienda de hechizos tuviera algo que «estimulara los ritmos digestivos y del sueño». Además, quería que le echaran un vistazo al amuleto localizador defectuoso. Tal vez había utilizado un tipo equivocado de cera carbónica.

—¿Te gustaría que nos pasáramos por una tienda de hechizos? —pregunté a Jenks—. Tal vez tengan semillas de helecho.

—¡Y tanto! —exclamó Jenks con tanto entusiasmo que sentí un pellizco de culpa. Era tan fastidiosamente independiente que nunca se le habría ocurrido pedirnos que lo lleváramos de compras—. Si no tienen, me llevaré un poco de tanaceto —añadió acariciándome el cuello con las alas—. A Matalina le encanta la infusión de tanaceto. Le ayuda a conservar la movilidad de las alas.

Me dirigí a la pequeña puerta delantera, recordando a su renqueante esposa. El pobre Jenks tenía el corazón roto y no había nada que pudiera hacer por él. Ni siquiera tomarle de la mano. ¿Llevarlo a una tienda de hechizos era lo mejor que podía ofrecerle? No era suficiente. Ni muchísimo menos.

—Ya casi hemos llegado —dije y, tras soltarme una serie de improperios por mi preocupación, tiré de la puerta de cristal y entré.

Apenas escuché el tintineo de la campana y percibí el olor a café con canela, me relajé. El zumbido del detector de hechizos consistía en una suave alarma que reaccionaba a mi amuleto detector de hechizos malignos. Me quité el sombrero y Jenks voló desde mi bufanda hasta un estante cercano y estiró sus alas.

—¡Qué sitio tan agradable! —dijo, y yo sonreí cuando echó a perder su imagen de tipo duro al quedarse de pie sobre un montón de pétalos de rosa y utilizar la palabra «agradable».

Me desenrollé la bufanda y me quité las gafas de sol, recorriendo los estantes con la mirada. Me gustaban las tiendas de hechizos terrestres, y aquella era una de las mejores, y estaba situada en pleno centro de Cincinnati. Había estado allí varias veces, y la dependienta me había parecido muy servicial y la selección más que adecuada; con alguna que otra sorpresa y algún que otro artículo especialmente caro que no tenía en mi jardín. Yo prefería comprar en la tienda en lugar de solicitar que me lo enviaran por correo. Con un poco de suerte, encontraría el crisol rojo y blanco de piedra. Fruncí el ceño por la preocupación al pensar en Pierce con Al, pero no podía hacer el hechizo mientras estuviera atrapado en siempre jamás.

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