¿
O sí
?, pensé de repente, deteniendo los dedos que, hasta ese momento, se deslizaban por un expositor de semillas para cultivar. Hubiera apostado cualquier cosa a que Al todavía no le había dado un cuerpo a Pierce, para evitar que pudiera interceptar una línea y se volviera más peligroso de lo que ya era. Si seguía siendo un fantasma, tal vez el hechizo podría traerlo desde siempre jamás del mismo modo que lo había hecho del más allá. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia había entre uno y otro? Y si lo hacía, Al vendría a mí.
En mi rostro se dibujó una sonrisa y el entusiasmo me invadió. Había encontrado el modo de que Al me respetara. Si le arrebataba a Pierce, Al vendría a buscarme. Estaría en una posición aventajada, ya fuera real o fingida. Faltaban poco más de veinticuatro horas para la última noche del año. Lo único que necesitaba era la receta para asegurarme de que lo realizaba correctamente. ¡Ni siquiera tendría que interceptar una maldita línea!
Emocionada, me volví hacia la puerta. Necesitaba aquel libro.
Robbie
. De pronto deseé estar en otro lugar y me puse a caminar de un lado a otro nerviosamente. Vería a Robbie aquella misma noche, y no me marcharía hasta conseguir el libro y todo lo que venía con él.
Jenks rodeó a toda velocidad un expositor, a punto de chocarse conmigo. Despedía un brillo de color cobrizo y supuse que había encontrado algo. Detrás de él, la mujer, junto a la caja registradora, alzó la vista del periódico y, atusando un mechón de sus lisos cabellos teñidos de lila, se quedó mirando las chispas de Jenks.
—Si necesita ayuda, dígamelo —dijo, y yo me pregunté si su pelo sería realmente de un liso tan envidiable o si se trataba de un hechizo.
—Gracias, lo haré —dije extendiendo la mano para que Jenks aterrizara encima. Volaba de un lado a otro como un niño con zapatos nuevos. Debía de haber encontrado algo que, en su opinión, podía ayudar a Matalina.
—Ven un momento —dijo saliendo disparado por el lugar por el que había venido.
Sonriendo a la mujer de detrás de la caja, seguí el rastro de chispas doradas que iba dejando Jenks. Mis botas golpetearon sobre los oscuros tablones de madera mientras pasaba por delante de los estantes de hierbas y lo encontraba entre un montón de maleza de desagradable aspecto, colgado en la esquina junto a unas enmarañadas ramas de
Hamamelis
.
—Esta —decidió, señalando una pelada y mugrienta ramita de color gris.
Lo miré a él y luego al tanaceto. Justo al lado había un manojo mucho más lustroso.
—¿No prefieres este? —pregunté, tocándolo.
Jenks zumbó con aspereza.
—Es de invernadero. El silvestre es mucho más potente.
—Entiendo.
Con cuidado de no romperlo, lo coloqué en una de las cestas de mimbre apiladas en un estante al final del pasillo. Una vez conseguido su propósito, Jenks por fin se acomodó sobre mi hombro. Me dirigí lentamente hacia la parte delantera, deteniéndome unos instantes sobre un saquito de semillas de diente de león y sonriendo. Todavía disponíamos de un poco de tiempo y pensé que no estaría de más aprovechar para preguntarle sobre la cera carbónica.
La forma en que la dependienta hablaba por teléfono me llamó la atención. Parecía discutir con alguien, pero en voz baja, y Jenks agitó las alas con nerviosismo.
—¿Qué está pasando? —pregunté quedamente mientras fingía mirar un expositor de barros poco comunes. ¡Joder! Eran carísimos, pero llevaban su certificado y todo.
—No estoy seguro —dijo—. De repente, parece que algo no va bien.
A pesar de lo mucho que detestaba tener que admitirlo, tenía razón. Pero seguía sin saber en qué me había equivocado con el amuleto localizador, así que me dirigí hacia el mostrador.
—Hola —dije alegremente—. He tenido algunos problemas para hacer funcionar una poción localizadora. ¿Sabe usted cómo de fresca tiene que ser la cera carbónica? Tengo un poco, pero debe de tener unos tres años. No creerá que un poco de sal húmeda podría haberlo echado a perder, ¿verdad? —La mujer se me quedó mirando, como un cervatillo sorprendido por los faros de un coche, y yo añadí—: Estoy trabajando en una misión. ¿Quiere ver mi licencia?
—Usted es Rachel Morgan, ¿no? —dijo—. Nadie más va por ahí con un pixie.
Por la forma en que lo dijo, una débil sensación de desasosiego se deslizó bajo mi piel, pero me limité a sonreír.
—Efectivamente. Este es Jenks. —Mi compañero agitó las alas con recelo a modo de saludo, y ella no dijo nada. Incómoda, añadí—: Tiene usted una tienda estupenda.
A continuación, dejé el tanaceto sobre el mostrador y ella retrocedió, con una expresión casi avergonzada.
—Lo… lo siento —balbució—. ¿Le importaría marcharse?
Alcé las cejas y me puse roja.
—¿Disculpe?
—¿Qué coño está diciendo? —susurró Jenks.
La joven dependienta, de no más de dieciocho años, buscó a tientas el teléfono y lo sujetó en el aire, como si quisiera amenazarme.
—Le estoy pidiendo que se marche —dijo con firmeza—. Si no lo hace, llamaré a la SI.
Soltando un montón de chispas, Jenks se situó entre nosotras.
—¿Por qué? ¡No hemos hecho nada!
—Escuche —dije intentando evitar un incidente—, ¿le importaría cobrarnos esto primero?
Le acerqué la cesta con un codazo y ella la cogió. Mi presión sanguínea se normalizó, pero solo durante tres segundos, hasta que situó la cesta fuera de mi alcance, detrás de ella.
—No voy a venderle nada —dijo apartando la vista para indicarme que se sentía incómoda—. Puedo negarme a atender a un cliente si lo considero oportuno, y usted tiene que irse.
Yo la miré de hito en hito, sin entender nada, y Jenks se quedó descolocado. Justo entonces mi mirada recayó sobre el periódico, en el que se relataban los disturbios del día anterior en el centro comercial. En esta ocasión el titular era diferente: «Magia negra en el Circle. Tres hospitalizados». Y de pronto lo entendí todo.
Tambaleándome, apoyé la mano en el mostrador para no perder el equilibrio. La universidad rechazando mi cheque. El hospital negándome la posibilidad de tratarme en la planta de los brujos. Cormel diciéndome que había tenido que hablar en mi favor. Tom invitándome a recurrir a él si necesitaba hablar. ¡Me estaban echando la culpa de los disturbios! Me acusaban públicamente y lo llamaban magia negra.
—¿Me están excluyendo? —exclamé, y la mujer se puso roja. Mis ojos se dirigieron al periódico, y luego de vuelta a ella—. ¿Quiénes? ¿Por qué? —Sin embargo el porqué era bastante obvio.
Con la barbilla levantada, y sin rastro de vergüenza una vez que yo ya lo había descubierto, respondió:
—Todo el mundo.
—¿Todo el mundo? —grité.
—Así es —dijo—. No puede comprar nada aquí. Será mejor que se vaya.
Me aparté del mostrador con los brazos caídos. ¿
Me han excluido
? Alguien debía haberme visto con Al en el jardín y presenciado cómo se llevaba a Pierce. ¿Habría sido Tom? ¡Maldito cabrón! ¿Había hecho que me excluyeran para tener más posibilidades de capturar a Mia?
—Rachel —dijo Jenks cerca de mi oído pero sonando distante—, ¿a qué se refiere? ¿Marcharnos? ¿Por qué tenemos que marcharnos?
Estupefacta, me humedecí los labios e intenté aclararme las ideas.
—Me han excluido —dije, y luego me quedé mirando el tanaceto. Podría haber estado en la luna. No podía cogerlo, ni nada de lo que había en la tienda. Ni en la de al lado. Ni en ninguna otra. Sentí ganas de vomitar y sacudí la cabeza con incredulidad.
—Esto no es justo —le dije a la dependienta—. Nunca le he hecho daño a nadie. Solo he ayudado a la gente. La única que sale malherida soy yo. ¡
Oh, Dios mío
! ¿
Qué le voy a decir a Marshal
?
Si vuelve a hablar conmigo, podrían excluirlo también. Y perder su trabajo
.
Mi marca demoníaca parecía pesarme tanto en el pie como en la muñeca, y me bajé las mangas. Con las mejillas enrojecidas, la dependienta tiró el tanaceto a la basura porque yo lo había tocado.
—¡Fuera de aquí! —me ordenó.
Sentía como si me faltase el aire, y Jenks no estaba mucho mejor, aunque al menos reunió las fuerzas para dedicarle unas últimas palabras a la chica.
—Escucha, pedazo de mierda con patas —dijo apuntándole con el dedo mientras despedía un montón de chispas rojas que formaban un charco sobre el mostrador—. Rachel no es una bruja negra. Los periódicos publican un montón de basura. Fue la banshee la que empezó la pelea y Rachel necesita estas cosas para ayudar a la AFI a capturarla.
La joven no dijo nada y me llevé una mano al estómago. ¡Oh, Dios! No quería vomitar allí. Me habían excluido. No era una sentencia de muerte, como habría ocurrido doscientos años antes, pero era una forma de constatar que mi comportamiento era reprobable. Que nadie me ayudaría si lo necesitaba. Y que era una mala persona.
Aturdida, me así con más fuerza al mostrador.
—¡Vámonos! —susurré yendo hacia la puerta.
Jenks chasqueó las alas con violencia.
—Pero ¡necesitas estas cosas, Rachel!
Sacudí la cabeza.
—No va a vendérnoslas —dije tragando saliva—. Nadie lo hará.
—¿Y qué me dices de Matalina? —preguntó, con la voz helada por el pánico.
Me quedé sin aliento y regresé de nuevo al mostrador.
—Por favor —le supliqué mientras las alas de Jenks hacían que el pelo me hiciera cosquillas en el cuello—. Su esposa está enferma y el tanaceto podría ayudarla. Déjenos comprar solo una cosa y no volveremos jamás. No es para mí.
Ella negó con la cabeza. El miedo había desaparecido, arrastrado por la confianza que había adquirido en cuanto se dio cuenta de que no iba a causarle problemas.
—Hay lugares para brujas como usted —dijo con acritud—. Le sugiero que los encuentre.
Se refería al mercado negro, pero no era de fiar, y no tenía ninguna intención de buscarlo. ¡Maldición! ¡Me habían excluido! Ningún brujo me vendería nada o estaría dispuesto a comerciar conmigo. Estaba sola. Sola. La exclusión era una tradición que se remontaba a la época de los peregrinos, y tenía una efectividad del cien por cien. El brujo en cuestión no podía cultivar, adquirir productos ni ¡hacer nada! Y una vez excluido, raras veces se revocaba la condena.
Ella alzó la barbilla.
—Márchese o me veré obligada a denunciarla a la SI por acoso.
—Vamos, Rachel —dijo Jenks—. Probablemente encontremos un poco de tanaceto bajo la nieve. Si no te importa recogerlo por mí.
—El suelo está húmedo —dije, desconcertada—. Podría estar enmohecido.
—No importa. Seguro que es mejor que la mierda que venden aquí —sentenció haciéndole un corte de mangas a la dependienta mientras se dirigía hacia la puerta volando de espaldas a ella.
Sintiéndome como en un sueño, lo seguí. Tampoco me dejarían consultar los libros de la biblioteca. ¡Aquello no era justo!
Ni siquiera noté el momento en que Jenks se había acurrucado entre mi bufanda y mi cuello. No recordaba haber abierto la puerta, ni el alegre tintineo de la campanilla. Tampoco recordaba haber caminado hasta el coche ni haber esperado a que se redujera el tráfico antes de bajar de la acera. Sin embargo, de repente me vi de pie junto a la puerta de mi descapotable, con las llaves en la mano y los ojos guiñados por el reflejo del sol sobre la pintura roja.
Parpadeé, me quedé en silencio. Con movimientos lentos y pausados, introduje la llave en la cerradura y lo abrí. Después permanecí quieta durante unos instantes, con el brazo sobre el techo de lona, intentando entender lo que estaba sucediendo. El sol brillaba con la misma intensidad, el viento seguía siendo igual de vivificante, pero todo había cambiado. En mi interior, algo se había roto. ¿La confianza en mis congéneres, quizás? ¿La convicción de que era una buena persona a pesar de la mancha negra de mi alma?
Tenía una cita en veinte minutos, pero tenía que sentarme un rato, y no sabía si en la cafetería de la primera planta del rascacielos me atenderían. La noticia de una exclusión corría como la pólvora. Lentamente, entré y cerré la puerta. Fuera, un camión pasó como un trueno por encima del lugar en el que había estado un momento antes.
Me habían excluido. No era una bruja negra, pero como si lo fuera.
Con una novedosa y desconocida sensación de vulnerabilidad, me detuve ante la puerta de cristal de doble hoja de Carew Tower, me ajusté el sombrero ante el turbio reflejo y di un respingo cuando el portero se inclinó hacia delante y la abrió para que pudiera pasar. Una cálida ráfaga de aire revolvió mi pelo negro y él sonrió, tocándose ligeramente la gorra a modo de saludo cuando entré con pequeños pasos dándole las gracias en un susurro.
Él me respondió alegremente y me obligué a erguirme. ¿Y qué si me habían excluido? Edden no lo sabría, ni tampoco la señora Walker, a no ser que se lo dijera yo misma. Si entraba comportándome como una posible presa, me destrozaría con sus fauces y luego escupiría uno a uno todos los pedacitos.
En ese momento apreté la mandíbula.
—Ese estúpido departamento de la Ética y la Moral no se entera de nada —farfullé decidida a luchar hasta llegar a la Corte Suprema si era necesario, pero la realidad era que a nadie le importaría.
El restaurante situado en la última planta del rascacielos tenía su propio ascensor, exclusivo, y pude sentir los ojos del portero sobre mí cuando taconeaba en dirección a él, obligándome a adoptar una postura segura. El ascensor, por su parte, también tenía una especie de portero, le dije quién era y le di el nombre de Edden mientras comprobaba las reservas en su ordenador.
Me recoloqué el bolso en el hombro y leí el cartel de los eventos del restaurante mientras esperaba. Por lo visto alguien había reservado todo el local para una fiesta privada al día siguiente.
Mi débil seguridad se tambaleó una vez más al recordar a Pierce. Me habían excluido, el asesino de mi exnovio campaba a sus anchas, dudaba de mi capacidad para preparar algo tan complejo como un amuleto localizador, Al se estaba aprovechando de nuestra relación… Tenía que empezar a solucionar las cosas.
Jenks se revolvió, pegándome un buen susto cuando salió contoneándose y se sentó en mi hombro.
—Tus pulsaciones han descendido de golpe —dijo con cautela—. ¿Estás baja de azúcar?
Negué con la cabeza, sonriendo tímidamente al portero cuando soltó el teléfono y pulsó el botón para abrir el ascensor.