—¡Maldita sea, Al! —grité, mientras caía hacia atrás y veía, frustrada, que el demonio lo tenía cogido del cuello, con los pies balanceándose a diez centímetros del suelo.
—Este ya es mío —bramó, acercando Pierce a su cara—. Deja que te haga saltar una línea, gusano. Un año en una de mis mazmorras te enseñará a no escaparte más.
—¡No he sido yo! —acertó a decir, con el rostro morado en la tenue luz—. Ella me trajo aquí con un hechizo. Fue así como nos conocimos —explicó Pierce con dificultad—. Cuando… tenía… dieciocho… años.
Sus últimas palabras se convirtieron en un gorjeo cuando Al lo sacudió y me pregunté seriamente cuánto dolor era capaz de soportar un fantasma con un cuerpo temporal.
—¡Basta ya, Al! —grité, dejando la pistola y agarrando su brazo cubierto de terciopelo—. Ni siquiera lo habría tocado si no me hubieras ignorado y retirado tu maldita línea. ¡Solo quería hablar contigo! ¿Vas a escucharme de una vez por todas?
—Lo hago por tu propio bien —dijo el demonio, mirándome por encima de sus gafas, sin soltar a Pierce—. ¡Te matará, Rachel!
—¡Me importa una mierda! ¡Déjalo en paz y escúchame!
Pierce emitió un sonido ahogado y Al miró hacia la lejanía. Nerviosa, le solté el brazo y me retiré, situándome bajo el polvo de Jenks.
—¿No lo has rescatado para que sea tu novio? —preguntó Al, agitando los dedos que rodeaban el cuello de Pierce y que estaban cubiertos por sus ensangrentados guantes blancos.
—¡No! —exclamé, mirando a Jenks—. ¿Por qué piensa todo el mundo que somos novios?
Pierce se desplomó cuando Al le soltó. El demonio pasó elegantemente junto a su cuerpo contraído y se retiró hasta la ventana mientras el brujo emitía todo tipo de elegantes improperios con un acento arcaico. Jenks abrió mucho los ojos, impresionado.
Al me miraba con incredulidad.
—¿No sois amantes?
—No.
—Pero es el típico caramelo para Rachel —dijo Al con una expresión confundida, demasiado real para ser fingida.
Detrás de él, Pierce, que se encontraba a gatas, alzó la cabeza. Sus ojos azules brillaban con intensidad y tenía el pelo revuelto.
—¡Vete al infierno! No puedes matarme hasta que no esté vivo.
—Pero, por lo visto, puedo hacerte mucho daño —declaró Al, y Pierce volvió a hacerse un ovillo.
El cuello empezó a sudarme. De acuerdo, Al estaba allí y me estaba escuchando.
—Al —dije alzando la voz para que volviera a concentrarse en mí y dejara de atizar a Pierce—. Tenemos que hablar sobre el hecho de que te dediques a raptar gente. Tienes que dejar de hacerlo. No solo va a acarrearme algo mucho peor que la exclusión, sino que acabarás siendo conocido como el demonio que rapta en lugar del demonio que demuestra ser más listo que los estúpidos humanos e inframundanos. ¡Vamos! ¡Es tu reputación la que está en juego!
En el suelo, Pierce tomó aire y se relajó después de que Al suspendiera lo que quiera que le estuviera haciendo y se irguiera.
—Pero este no te lo puedes quedar —dijo.
—Ni tú tampoco. Deja que se vaya.
Pierce me miró a los ojos.
—Mi adorada bruja… Hay cosas que no entiendes. Si me permitieras explicarme…
Al le colocó un pie en el cuello y Pierce se atragantó. Jenks bajó de las vigas que quedaban ocultas e iluminó con su polvo el reducido espacio.
—Da lo mismo —respondí, recordando a Nick y su afirmación de que era posible engañar a los demonios. Me pregunté cómo le iría—. Todos hacemos lo que esté en nuestras manos para sobrevivir. Soy yo la que decido si involucrarme o no, y he decidido que no.
—Lo siento, Rachel —susurró Jenks.
El rostro de Al mostraba una sonrisa burlona.
—Dali te negó su ayuda, ¿eh?
—No se la pedí.
—¿Ah, no? —inquirió, levantando el pie del cuello de Pierce.
Me encogí de hombros, aunque resultaba difícil ver en la oscuridad.
—¿Para qué molestarlo si podía hablar directamente contigo, de discípula a maestro? —Ladeando la cadera, me aseguré de que pudiera ver mi silueta a través de la oscuridad menos densa de la ventana—. La única discípula. En cinco mil años. Y soy tuya, no de Dali.
Preocupado, Jenks empezó a despedir una cantidad de polvo aún mayor, iluminando un pequeño espacio. Al emitió un ligero sonido, como si estuviera pensando.
—No serías capaz —declaró confiadamente, pero la duda estaba ahí.
El corazón me latía con fuerza, y le lancé una mirada burlona. No creí que pudiera verla, pero mi postura era lo suficientemente clara. Detrás de Al, Pierce abrió un ojo, y encontró los míos de inmediato. A pesar de su indefensión, todavía mostraban un atisbo de desafío. Tenía una fuerza fuera de lo común, pero necesitaba mi ayuda. ¡Maldición! Era el clásico cebo para Rachel.
—Te lo arrebaté solo para llamar tu atención —dije—. Ahora que la he conseguido, esto es lo que quiero.
—¡Maldita sea mi estampa! —gritó Al, alzando los brazos al cielo—. ¡Lo sabía! ¡Otra lista no!
Sorprendido, Jenks dejó escapar un estallido de luz y, bajo la nueva iluminación, alcé el dedo índice.
—Número uno —dije—. No volverás a cortar la comunicación cuando intento ponerme en contacto contigo. No te llamo a menos que sea importante, de manera que tendrás que responder, ¿de acuerdo?
Al bajó la vista del techo.
—¿De veras no quieres acostarte con él? ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
Me sonrojé y levanté otro dedo.
—Dos. Quiero que me muestres un mínimo de respeto. Dejarás de hacerles daño a las personas que están conmigo y no volverás a raptar a nadie.
—Respeto —resopló Al—. ¡Lástima! El respeto hay que ganárselo y, que yo sepa, tú no has hecho nada para merecértelo.
Detrás de él, Pierce hizo amago de alejarse, pero antes de que pudiera ponerse en pie, Al echó la pierna hacia atrás y el brujo acabó de nuevo por los suelos.
—¿Disculpa? —exclamé—. ¿Crees que todavía tengo que ganarme tu respeto? ¿Qué me dices de no haberte invocado a pesar de que quería hablar contigo? ¿O de conocer todos los nombres de invocación de tus amigos y no haberlos utilizado? ¿O de no haber trabajado con ellos para que consiguieran sus propios familiares? Podría desvincularme de ti y recurrir a cualquiera de ellos. En cualquier momento.
La amenaza de abandonarlo no tenía ningún fundamento, pero haberle arrebatado a Pierce, sin utilizar ninguna línea luminosa y con unos recursos muy limitados, había logrado que me prestara atención. No quería otro maestro. Tal vez debía decírselo.
La luz proveniente del último estallido de Jenks se había desvanecido y no lograba ver el rostro de Al, aunque tenía claro que no se había movido.
—Tres —dije quedamente—. Quiero seguir siendo tu discípula e imagino que tú deseas lo mismo, ¿verdad? No me obligues a esto, Al. Si lo haces, te dejaré, y no quiero hacerlo.
Pierce parecía dividido, y Al adoptó una expresión imposible de interpretar.
Inspirando profundamente, me concentré en Al, que había estado escuchando atentamente.
—¿Y bien? ¿Qué va a pasar? ¿Vas a portarte bien, o seguirás haciendo tropelías?
El demonio se agachó lentamente y, agarrando a Pierce por la pechera, lo levantó.
—Lo siento, pelagatos —dijo, subiéndole la cremallera de los pantalones y arreglándole el cuello con unos movimientos tan rápidos que dejó a Pierce estupefacto y desaliñado—. Ha sido un terrible malentendido.
Le dio una palmadita en la espalda haciendo que se tambaleara. Con la cara como un tomate, Pierce recuperó el equilibrio y empujó a Al para que le quitara las manos de encima. Rígido por el orgullo, nos dio la espalda y, tras recolocarse la ropa y pasarse la mano por el pelo, nos miró de nuevo. Sin embargo, yo lo evité.
Durante el rápido intercambio, Jenks se había acercado a mí y, suspendido en el aire, se quedó mirándolos con desconfianza. Aun así, yo no me sentía satisfecha y me quedé allí de pie, de espaldas a los ventanales.
—Entonces, ¿accedes a no raptar, abofetear, matar o asustar a la gente que está conmigo? Quiero oírlo.
—Este no cuenta —dijo Al—. No es retroactivo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Esto se está convirtiendo en una adicción! —exclamé, pero al ver que había conseguido llevarlo hasta ese punto, y que Pierce y él parecían tener un acuerdo, asentí con la cabeza—. Dilo —insistí.
Pierce se estaba alejando de Al, pero al demonio no le pasó desapercibida la jugada y tiró de él con fuerza.
—Accedo a no raptar, hacer daño, ni asustar a la gente que está contigo y tampoco utilizaré nuestra relación para causar problemas. Eres peor que mi madre, Rachel.
—Y que la mía —farfulló Jenks.
—Gracias —respondí formalmente. En mi interior estaba temblando. Lo había conseguido. ¡Maldita sea! ¡Lo había conseguido! Y no me había costado ni mi alma, ni una marca, ni nada. ¡
Aleluya
! ¡
Se me puede enseñar
!
Al apartó a Pierce de un empujón y se acercó a mí. Me puse tensa y después me relajé y aparté la pistola. Podía percibir el olor a ámbar quemado que despedía, y Jenks retrocedió en el aire, con la espada en ristre, como si estuviera a punto de lanzarla. Me quedé inmóvil, aturdida, y Al se me aproximó sigilosamente; juntos nos quedamos mirando a Pierce, nervioso por el examen riguroso al que lo estábamos sometiendo.
—Si le das un cuerpo —dijo como quien no quiere la cosa—, lo mataré.
Miré a Al. Su mirada había perdido la extrañeza, y aquello me asustó.
—Desconozco el hechizo —respondí de manera insulsa.
Al apretó la mandíbula y luego la relajó.
—Antes o después intentará matarte, Rachel. Deja que te ahorre la molestia de pagarle con la misma moneda.
Cansada, empecé a recoger mis cosas. La botella vacía, el crisol, la aguja usada… Las manos me temblaban, y cerré los puños.
—Pierce no me va a matar.
—¡Y tanto que sí! —respondieron Al y Jenks, a coro.
—Cuéntale lo que eres, bruja piruja —añadió Al después de echar una mirada recelosa al pixie—. Verás lo que pasa.
Pierce se había pasado casi un año en la iglesia. Me parecía bastante improbable que no supiera lo que era. Tan solo habían pasado unos minutos de la medianoche, pero estaba lista para volver a casa.
—¿Por qué no te marchas antes de que alguien te reconozca? —dije mientras Jenks aterrizaba en mi hombro. La adrenalina había desaparecido, y empezaba a tener frío con mi vestidito negro de cóctel. Miré a mi alrededor, pero, a excepción de las dos botellas de poción que seguían en la repisa, no había nada que me perteneciera sino Pierce, que estaba de pie, estoicamente, junto a la ventana, intentando no parecer ingenuo mientras observaba las calles de Cincinnati llenas de gente celebrando el Año Nuevo—. Ya tengo suficiente con que me hayan excluido. Gracias a ti —concluí.
El demonio esbozó una bonita sonrisa y, mirándome por encima de los cristales ahumados de sus gafas, dijo:
—¿Marcharme? ¡Pero si hace una noche maravillosa!
Sin perder la sonrisa, caminó hasta la ventana y agarró mis botellas para pociones. Yo extendí la mano para que me las entregara cuando las levantó y las acercó a la luz, guiñando los ojos.
—¿Has preparado más de una poción de sustancia? —preguntó. Al ver que no decía nada, destapó una de ellas y olfateó el contenido—. ¡Bonita presentación! —murmuró, justo antes de metérsela en uno de los bolsillos de la chaqueta.
—¡Eh! ¡Eso es mío! —protesté, despertando de golpe de mi complacencia. Jenks despegó de mi hombro, pero Pierce me lanzó una mirada de desprecio, como si pensara que debería haberlo sabido y que estaba comportándome como una imbécil.
Al me ignoró mientras yo permanecía allí de pie, con los brazos cruzados y expresión malhumorada, enfundada en un vestido que quitaba el hipo bajo el restaurante más prestigioso de Cincinnati.
—Ni hablar. Son mías —dijo finalmente—. Eres mi discípula y puedo reclamar todo lo que prepares.
Di un respingo al descubrir que tenía a Pierce justo detrás. Él me miró con expresión sentida e, intentando cogerme las manos, dijo:
—Rachel, me gustaría que habláramos. Mi corazón se muere por tener unas palabras contigo.
—Sí, ya me imagino —respondí secamente, retirando las manos—. ¿Por qué no te largas? A ver si Al se decide a seguirte, necesito que me dejéis en paz de una maldita vez.
—Admito que todo esto te pueda parecer muy sospechoso —reconoció—, y cualquiera en tu situación estaría enfurecido, pero tú misma has tenido que tratar con las criaturas demoníacas en más de una ocasión. Dispongo de tiempo hasta el amanecer para convencerte de mi honorabilidad. —En ese momento miró a Al—. Accediste a no raptar a nadie. Tengo hasta la salida del sol.
Al realizó un gesto grandilocuente.
—¡Si no hay más remedio! Pero no pienso dejarte a solas con ella.
Alcé las cejas, e incluso Jenks emitió un pequeño gañido.
—¡No tan deprisa, chicos! Tengo planes para esta noche, y no incluyen a un demonio y un fantasma.
—¡Así es! —intervino Jenks lanzándose desde mi hombro y quedándose suspendido en el aire para iluminar la zona—. Tenemos una reserva en El Almacén.
Seguidamente se acercó a la ventana y miró hacia la calle, sin dejar de volar y despidiendo una gran cantidad de polvo luminoso.
—Suena divertido —dijo Al, frotándose sus manos enguantadas—. ¡Pierce! ¡Llama al ascensor!
—¡De ninguna manera! —grité—. ¡Pierce! ¿Te importaría marcharte? Ya hablaré contigo la semana que viene.
El brujo apretó la mandíbula mientras se agachaba para esquivar el intento de Al de empujarle hacia la salida e, irguiéndose, declaró:
—No me largaré hasta que no se me conceda la posibilidad de resolver esta cuestión. Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto.
Suspiré, reclinándome sobre los fríos ventanales, apoyada en la estrecha repisa. Solo me faltaba tener que llevarme aquel circo de gira.
—De acuerdo —dije con acritud, cruzando los tobillos—. Soy toda oídos.
Al empezó a hacer pucheros y supuse que se debía a que no podía marcharse a hacer diabluras a menos que Pierce «me matase», aunque lo más probable era que intentara evitar que el brujo me contara algo que no quería que supiera.
Al verme dispuesta a escucharle, Pierce inspiró hondo a pesar de que, en realidad, no lo necesitaba. A continuación, espiró y dejó caer los brazos, y su expresivo rostro se suavizó en un gesto persuasivo.