Nadie sabía ni siquiera a ciencia cierta si Trent era normal o inframundano.
—¡Jesús, Rachel! —lloriqueó Francis frotándose la cara—. Me has hecho sangrar de la nariz.
Desperté de mis ensoñaciones y lo miré con sorna.
—Ya eres brujo. Cúrate con un hechizo. —Yo sabía que no podía ser tan bueno aún. Tendría que pedir uno prestado como el hechicero que solía ser y noté que eso lo irritó. Le sonreí burlona al verlo abrir la boca para arrepentirse luego. Se pellizcó la nariz y se largó.
Noté un tirón cuando Jenks aterrizó en mi pendiente. Francis se marchaba apresurado por el pasillo con la cabeza inclinada en un ángulo extraño. El borde de su chaqueta de sport se balanceaba con sus andares forzados y no pude evitar reírme cuando Jenks tarareó la sintonía de
Corrupción en Miami
.
—Menudo pánfilo —dijo el pixie cuando me volví hacia la mesa.
Volví a concentrarme en mis cosas y metí la maceta de laurel en mi caja. Me dolía la cabeza y quería irme a casa a echarme una siesta. Un último vistazo a mi mesa. Recogí las zapatillas y las eché a la caja. Puse los libros de Joyce en su silla con una nota que decía que la llamaría luego. Con que se iba a quedar con mi ordenador… pensé abriendo una ventana. En tres
clics
había logrado que fuese imposible cambiar el salvapantallas sin cargarse todo el sistema.
—Me voy a casa, Jenks —le susurré, mirando el reloj de la pared. Llevaba en la oficina solo media hora. Parecía que habían sido siglos. Eché un último vistazo alrededor de la oficina para ver únicamente cabezas gachas y espaldas. Era como si yo ya no existiese.
—¿Quién los necesita? —me dije para mí misma. Cogí mi chaqueta del respaldo de la silla y rebusqué mi cheque.
—¡Ay! —grité. Jenks me había pellizcado la oreja—. ¡Jolines, Jenks! ¡Estáte quieto!
—¡El cheque! —exclamó—. Maldita sea. Ha puesto una maldición en tu cheque.
Me quedé paralizada. Dejé caer la chaqueta en la caja y me acerqué al aparentemente inocente sobre. Con los ojos cerrados lo olí intentando percibir el aroma a secuoya. Luego tragué saliva intentando detectar el olor a azufre que dejaba la magia negra.
—No huelo nada.
Jenks soltó una carcajada ufana.
—Yo sí. Tiene que ser el cheque. Es lo único que Denon te ha dado y fíjate, Rachel: es negro.
Un mal presentimiento me recorrió. Denon no podía hablar en serio, no podía ser.
Miré alrededor y no encontré nadie que pudiese ayudarme. Preocupada saqué el jarrón de la papelera. Tenía un poco de agua del
señor Pez
. Eché una pizca de sal en el jarrón, metí el dedo para probarlo y añadí un poco más. Tras comprobar que la salinidad era igual a la del océano, eché la mezcla sobre el cheque. Si tenía un hechizo, la sal lo rompería.
Una nube de humo amarillo apareció encima del sobre.
—¡
Uff
, rayos! —exclamé asustada—. No lo respires, Jenks —dije escondiéndome bajo la mesa.
Con un chisporroteo repentino, la maldición se disolvió. El humo amarillo del sulfuro se disipó, absorbido por los conductos de ventilación. Gritos de consternación y asco se oyeron a su paso. Hubo una pequeña estampida hacia las puertas. Aun estando preparada, el hedor a huevos podridos me hizo llorar los ojos. La maldición era bastante fea y dirigida solo a mí, ya que tanto Denon como Francis habían tocado el sobre. Seguro que no le había salido barata.
Temblando, salí de debajo de la mesa y miré alrededor de la planta desierta.
—¿Ya no hay peligro? —pregunté tosiendo. Mi pendiente se balanceó cuando Jenks asintió aparatosamente con la cabeza—. Gracias, Jenks.
Con el estómago revuelto, metí mi cheque empapado en la caja y salí rodeando los cubículos vacíos. Parecía que Denon iba en serio con lo de su amenaza de muerte. Mi vida era absolutamente maravillosa.
—Raaaaacheel —canturreaba una vocecita irritante que se dejaba oír claramente por encima del traqueteo y el rugido del motor diesel del autobús. La voz de Jenks, que chirriaba en mi oído interno, era peor que si arañasen una pizarra y mi mano tembló con el impulso de aplastarlo. Aunque nunca lo rozaría. El pequeño soplagaitas era demasiado rápido.
—No estoy dormida —dije antes de que lo hiciese de nuevo—. Solo estoy descansando la vista.
—Pues descansando la vista estás a punto de pasarte tu parada, guapetona —dijo con retintín, usando el piropo del taxista de la noche anterior. Levanté un párpado para mirarlo.
—No me llames así. —El autobús dobló una esquina y me agarré con fuerza a la caja que llevaba en el regazo—. Aún quedan dos manzanas —dije entre dientes. Se me habían pasado las náuseas, pero seguía doliéndome la cabeza y además, ya sabía que quedaban dos manzanas por el sonido del entrenamiento de la Liga Infantil de Béisbol en el parque de más abajo de mi apartamento. Habría otro entrenamiento después del anochecer para las criaturas nocturnas.
Oí un revoloteo de alas cuando Jenks pasó de mi pendiente a la caja.
—¡Por el amor de Campanilla! ¿Esto es todo lo que te pagan? —exclamó.
Abrí los ojos de golpe.
—¡Deja mis cosas! —dije arrebatándole el cheque húmedo y metiéndolo en el bolsillo de mi chaqueta. Jenks hizo una mueca y yo hice un gesto con la mano como si aplastase un bicho. Captó la indirecta y llevándose sus pantalones de payaso fuera de mi alcance se posó en el respaldo del asiento de delante.
—¿No tienes nada mejor que hacer? Como por ejemplo ayudar a tu familia a mudarse.
Jenks tuvo un ataque de risa.
—¿Ayudarles a mudarse? Ni hablar. Además, debería ir a olfatear tu casa y asegurarme de que todo está en orden antes de que saltes por los aires por usar el baño —dijo justo antes de emitir una risa histérica. Varias personas se volvieron hacia mí. Yo me encogí de hombros como diciendo «pixies».
—Gracias —dije sarcásticamente. Un pixie de guardaespaldas. Denon se moriría de risa si se enteraba. Estaba en deuda con Jenks por descubrir la maldición en mi cheque, pero la SI no habría tenido tiempo de tramar nada más. Imaginaba que tendría unos días antes de que se pusieran manos a la obra. Más bien sería cuestión de tener cuidado de que no me matase ningún hechizo en la calle.
Me puse de pie cuando el autobús se detuvo. Bajé trabajosamente los escalones y aterricé en la acera bajo el sol de media tarde. Jenks continuó haciendo molestos círculos a mi alrededor. Era peor que un mosquito.
—Bonito sitio —dijo con sarcasmo mientras esperaba a que hubiese un hueco en el tráfico para cruzar hasta mi edificio. Le di la razón en silencio. Vivía en una zona residencial de Cincinnati que hacía veinte años había sido un buen barrio. El edificio de cuatro plantas tenía la fachada de ladrillo y originariamente fue construido para universitarios de clase alta. Hacía años que sus tiempos de fiestas pasaron y ahora se reducía a esto.
Los buzones negros en la entrada estaban estropeados y desconchados, algunos habían sido evidentemente forzados. Mi correo lo guardaba la casera. Sospechaba que era ella la que forzaba los buzones para curiosear el correo de sus inquilinos a sus anchas. Había un estrecho trocito de césped y dos desangelados arbustos a cada lado de la escalera. El año pasado planté las semillas de aquilea que venían con la revista
Hechizos
, pero el
señor Dinky
, el chihuahua de la casera, las había desenterrado escarbando por todo el jardín. Había dejado hoyos por todas partes, dándole el aspecto de un campo de batallas en miniatura.
—Y yo que creía que mi casa era cutre —susurró Jenks al verme esquivar un escalón con la madera podrida.
Mis llaves tintinearon al abrir la puerta mientras hacía equilibrios con la caja sobre una sola mano. Una vocecita en mi cabeza me había estado repitiendo lo mismo durante años. El olor a fritanga me golpeó en la cara al entrar en el vestíbulo y tuve que arrugar la nariz. La moqueta verde para exterior e interior subía por la escalera, raída y deshilachada. La señora Baker había vuelto a desenroscar la bombilla de las escaleras otra vez, pero afortunada mente el sol que se colaba por la ventana del descansillo y se reflejaba en el papel pintado con rosas de la pared era suficiente para orientarme.
—Mira —dijo Jenks cuando subíamos—, esa mancha del techo tiene la forma de una pizza.
Miré hacia arriba. Tenía razón. La verdad es que no la había visto antes.
—¿Y ese agujero de la pared? —dijo al llegar a la primera planta—. Tiene justo el tamaño de la cabeza de alguien. Tío, si las paredes hablasen…
Descubrí que aún era capaz de sonreír.
Espera a que entres en mi apartamento
. Había una marca en el suelo del salón donde alguien había carbonizado la chimenea. Se me heló la sonrisa cuando llegamos a la segunda planta. Todas mis cosas estaban en el pasillo.
—¿Pero qué coño pasa? —mascullé. Consternada dejé la caja en el suelo y grité hacia la puerta de la señora Talbu—: ¡Ya he pagado el alquiler!
—Oye, Rachel —dijo Jenks desde el techo—, ¿dónde está tu gato?
Cada vez más furiosa, me quedé mirando mis muebles. Parecían abultar más allí revueltos en el pasillo sobre la horrible moqueta sintética.
—¿Dónde coño se ha metido?
—¡Rachel! —gritó Jenks—. ¿Dónde está tu gato?
—Yo no tengo gato —le solté. Estaba muy pesadito.
—Creía que todas las brujas tenían gato.
Con los labios apretados caminé hasta el fondo del pasillo.
—El
señor Dinky
estornuda con los gatos.
Jenks voló hasta mi oreja.
—¿Quién es el
señor Dinky
?
—Él —contesté señalando a la enorme foto enmarcada de un chihuahua blanco que colgaba frente a la puerta de mi casera. El feo chucho de ojos saltones llevaba uno de esos lacitos que los padres les ponen a sus bebés para que se sepa que son niñas. Aporreé la puerta.
—¡Señora Talbu! ¿Señora Talbu?
Se oyeron los ahogados ladridos del
señor Dinky
y los arañazos de sus uñas contra la puerta, seguidos por los chillidos de la casera intentando que el perro se callase. El
señor Dinky
redobló sus esfuerzos, escarbando en el suelo para salir.
—¡Señora Talbu! —volví a gritar—. ¿Por qué están mis cosas en el pasillo?
—Se ha debido de correr la voz, guapetona —dijo Jenks desde el techo—. Eres una manzana podrida.
—¡Te he dicho que no me llames así! —le espeté golpeando la puerta.
Oí un portazo en el interior y los ladridos del
señor Dinky
sonaron más lejos y más frenéticos.
—Vete —dijo una débil y aguda voz—. Ya no puedes seguir viviendo aquí.
Me dolía la mano y me la masajeé.
—¿Cree que ya no voy a poder pagar mi alquiler? —dije, sin importarme que toda la planta me oyese—. Tengo dinero, señora Talbu. No puede echarme. Tengo el alquiler del mes que viene aquí mismo. —Saqué el cheque mojado y lo agité frente a la puerta.
—He cambiado la cerradura —dijo la señora Talbu con voz temblorosa—. Vete antes de que acaben contigo.
Me quedé mirando a la puerta, boquiabierta. ¿Cómo se había enterado de la amenaza de la SI? Y lo de la voz de anciana era puro teatro. Bien que chillaba a través de la pared cuando consideraba que yo tenía la música demasiado alta.
—No puede desahuciarme —dije desesperada—. Tengo derechos.
—Las brujas muertas no tienen derechos —dijo Jenks desde la lámpara.
—¡Maldita sea, señora Talbu! —le grité a la puerta—. ¡Todavía no estoy muerta!
No obtuve respuesta. Me quedé allí de pie, pensando. No tenía muchos recursos y ella lo sabía. Supuse que podía quedarme en mi nueva oficina hasta que encontrase algo. Volver a casa de mi madre no era una opción y no había hablado con mi hermano desde que entré en la SI.
—¿Qué pasa con mi fianza? —pregunté. Tras la puerta siguió el silencio. Me estaba cabreando mucho. Una llama lenta y firme me ardía dentro y me duraría días—. Señora Talbu —dije pausadamente—, si no me devuelve el resto de mi alquiler de este mes y mi fianza voy a sentarme delante de su puerta. —Hice una pausa para escuchar—. Me voy a quedar aquí sentada hasta que me manden una maldición. Probablemente explotaré aquí mismo, dejando una enorme mancha de sangre en su moqueta que no podrá limpiar y tendrá que ver esa gran mancha de sangre todos los días, ¿me oye, señora Talbu? —continué amenazando despacio—. Trocitos de mí se quedarán pegados al techo de su pasillo.
Se oyó un lamento ahogado.
—¡Ay, Dios mío, Dinky! —dijo trémula la señora Talbu—. ¿Dónde estará mi chequera?
Miré a Jenks y le dediqué una sonrisa amarga. El me respondió levantando los pulgares.
Un garabateo seguido por un momento de silencio y luego el característico sonido del papel al rasgarse. Me preguntaba por qué seguía haciendo el teatrillo de la ancianita. Todo el mundo sabía que era más dura que una boñiga de dinosaurio petrificada y que probablemente nos enterraría a todos. Ni la muerte la quería.
—Voy a hacer correr la voz acerca de ti, golfa —dijo la señora Talbu desde el otro lado de la puerta—. No vas a encontrar ningún sitio para alquilar en toda la ciudad.
Jenks bajó en picado al ver aparecer un papel bajo la puerta. Tras sobrevolarlo un instante, dio su visto bueno. Lo recogí y leí la cantidad.
—¿Qué pasa con mi fianza? —pregunté—. ¿Quiere entrar conmigo en el apartamento para revisarlo y asegurarse de que no hay agujeros en las paredes ni runas bajo la moqueta?
La oí maldecir entre dientes y luego más garabateos; después apareció otro papel bajo la puerta.
—Sal de mi edificio —gritó la señora Talbu— antes de que te eche al señor Dinky encima.
—Yo también te quiero, vieja rata. —Saqué mi llave del llavero y la tiré, enfadada pero satisfecha por haber conseguido el segundo cheque.
Volví junto a mis cosas, deteniéndome en seco al percibir el olor a azufre que despedían. Noté una fuerte tensión en los hombros al ver toda mi vida amontonada contra la pared. Todo estaba maldito. No podía tocar nada. Que Dios se apiadase de mí, ¡estaba amenazada de muerte por la SI!
—No puedo bañarlo todo en sal —me lamenté, oyendo una puerta cerrarse.
—Conozco a un tío que tiene un almacén —dijo Jenks en un tono compasivo poco habitual en él—. Si se lo pido puede llevárselo todo y guardártelo. Ya disolverás la maldición más adelante —continuó sin mucho convencimiento mirando mis discos tirados sin contemplaciones dentro de mi caldero de cobre para hechizos.