Buenos Aires es leyenda 2 (6 page)

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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

BOOK: Buenos Aires es leyenda 2
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El hombre se quedó en silencio por un instante y observó la lamparita que colgaba sobre nosotros, como si temiera que aquélla también estallara. Luego bajó la vista y nos acercó el plato con bizcochitos. Estaban húmedos, como si los hubieran mojado.

—¿Aquella fue la última vez que estuvo en esa casa? —preguntamos.

—Fui una vez más. Andaba corto de plata y no pude decir que no. Mientras trabajaba con una térmica me saltó una chispa. Justo en el ojo. Fue demasiado. No aparecí más. Todavía tengo la marca de aquel chispazo de mierda.

Don Pablo se entreabrió el ojo derecho con el pulgar y el índice. En la esclerótica (parte blanca del globo ocular) tenía una marca roja, en forma de cruz, como si le hubieran apoyado un pequeño crucifijo al rojo vivo. Aunque bien podría tratarse de un simple derrame.

—El loco me dejó su marca —sentenció—. Me la dejó acá —se señaló el ojo—, y acá —se señaló la cabeza—. No puedo sacármelo del bocho.

Otro mate. Otra succión llevada al límite, hasta arrancarle a la bombilla aquel sonido de fritura. Otra trompeta apocalíptica. Si la anterior había marcado la aparición del demonio, la rotura de las cadenas que lo mantenían oculto; ésta debería anunciar su deceso, su destino último, su fin. Y así fue.

—Hace como veinte años que el inválido murió —dijo don Pablo—. Son pocos los que se acuerdan de él en el barrio. Y encima esos pocos empezaron a decir pavadas, que el loco todavía anda suelto, que va por ahí moviendo cosas con la mente. Lo convirtieron en una especie de mito. Pero yo sé que murió: tuvo un derrame cerebral. Vi cuando lo sacaban de la casa. Tenía los ojos reventados.

Antes de irnos le preguntamos si recordaba la ubicación de aquella casa. Nos dijo que la encontraríamos sobre la calle Remedios de Escalada, antes de llegar a Mercedes.

—Está abandonada —nos comentó—, pero aún guarda una marca del demonio que la habitó. Delante de la fachada hay una canilla en una posición imposible: el grifo mira hacia abajo y la boca hacia arriba, al revés que cualquiera que hayan visto. El tipo doblaba el metal como si fuera papel.

Nos dijo también que no recordaba el nombre del sujeto:

—Quizás hubo un tiempo en el que sí lo sabía, pero él se encargó de borrármelo de la memoria.

Sin saber si esto último lo había dicho en serio o en chiste, dejamos a don Pablo con sus bizcochitos húmedos y su mate amargo.

Las palabras del hombre nos habían dado la impresión de ser honestas, palabras que reflejaban una verdad: la verdad en la que creía don Pablo, pues los acontecimientos de su relato podían ser explicados sin tener que recurrir a la presencia de poderes mentales.

Como bien dijo él mismo, la «misteriosa» oscilación de las luces pudo haber estado relacionada con problemas en la tensión eléctrica. Y los chispazos, bueno… ¿a qué electricista no le saltó alguna vez una chispa en el ojo? Tal vez don Pablo le adjudicaba a un simple hombre postrado la responsabilidad de ciertos caprichos eléctricos que se le iban de las manos. Mejor hablar de poderes psíquicos antes que reconocer la propia falta de capacidad. Tal vez.

Remedios de Escalada, casi Mercedes. La casa abandonada. No era una casa muy vieja. Entre la reja cuadriculada y el frente, había un pequeño jardín. Lo dominaban largos pastos que hacía tiempo nadie cortaba. Allí, contra la pared de la izquierda, apenas asomando sobre los yuyos, estaba la canilla. Al revés, mirando al cielo.

Su existencia no probaba nada. Podríamos encontrar muchas explicaciones para la posición que había adoptado.

Pero ahí estaba.

Y como si se tratara de agua, la voz de don Pablo parecía brotar de su interior:

El tipo doblaba el metal como si fuera papel.

Decidimos volver al torrente sanguíneo de Floresta, a las personas que van y vienen por sus calles, por sus arterias. Aunque viendo la cantidad de flores y plantas que, en honor a su nombre, visten el barrio desde aceras, balcones y terrazas, deberíamos pensar en el conjunto de los que caminan por su asfalto ya no como una corriente de sangre, sino como un flujo de clorofila, haciendo de Floresta no una criatura de carne, sino una planta, un vegetal enorme cuyas raíces se entierran en un pasado oscuro, recóndito, profundo.

Esta vez nos fue mejor que al comienzo de la investigación. Aunque nuevamente nos costó dar con gente que hubiera escuchado algo con respecto al mito que perseguíamos; cuando aparecieron, sus testimonios valieron la pena:

P
ABLO
. G.: «Dicen que sigue suelto por el barrio, que cuando te pasa eso de que dejás una cosa en un lugar y aparece en otro, fue el loco que la movió con la mente. Dicen que así se divierte».

R
ODOLFO
N.: «Una vez un tipo en un bar me dijo que si veía una casa con un tronco en la puerta, y el tronco estaba marcado con dos rayas de pintura blanca, que ni se me ocurra pasar por adelante, que ésa es la casa del hombre con poderes mentales, que me puede dejar ciego si quiere. Después me comentaron la misma pavada pero con una casa que tenía una canilla de la que salía sangre. Se dicen muchas de esas cosas, pero no te las podés tomar en serio».

F
ERNANDO
B.: «Mi viejo cuenta que cierta noche, cuando él era chico, el tipo ése mató a una persona. Dice que el trastornado se paró frente a una casa, y con sus poderes hizo que la enredadera que subía por la pared se metiera por una ventana y estrangulara al que vivía ahí. Pero ojo, porque mi viejo tiene mucha imaginación, y suele inventarse la mayor parte de las historias que cuenta».

Parecía una bola de nieve creciendo a medida que rodaba: aunque contados con los dedos de la mano, cada testimonio relacionado con la leyenda urbana dotaba a nuestro «mentalista» de facultades cada vez más poderosas y dañinas; de mover objetos a causar ceguera, y luego directamente al asesinato.

A pesar de nuestro asombro, aún no habíamos llegado al final, la bola de nieve seguiría rodando, creciendo y creciendo. Los rumores que recorren Floresta no son los primeros en reflejar una historia relacionada con la telequinesis
[11]
en nuestro país.

El 25 de febrero de 2004 una piedra rompió un vidrio en la casa de la familia Venier, ubicada en la calle Guillermo Marconi 1821, en Río Tercero, provincia de Córdoba. Aquello fue sólo el comienzo de una tormenta de piedras que se desató sobre la vivienda durante los meses siguientes. ¿Quién o quiénes lanzaban los proyectiles, y por qué? El grupo de policías (cuyos miembros sumaban dieciséis, según algunas crónicas) que se apostaron tanto en las inmediaciones como en el interior de la casa, no lograron identificar ningún autor del hecho; hasta hubo oficiales que quedaron desconcertados por las imposibles trayectorias que trazaban las piedras en el aire.

Así fue como a la falta de una respuesta ordinaria se optó por una extraordinaria. La responsabilidad recayó sobre Andrés, el hijo adolescente de Mónica Hernandorena y Oscar Venier, quien habría desarrollado la facultad de mover objetos con la mente. Y a pesar del «yo no soy» de Andrés, los psicólogos señalaron que el joven podía llegar a producir el fenómeno sin tener conciencia de él.

De esta manera se le otorgaba a la historia, ya con síntomas de leyenda urbana, una coraza que la hacía prácticamente indestructible, un círculo vicioso del que no había escapatoria: si Andrés aceptaba su fabulosa condición, la historia quedaba sustentada; si de lo contrario, como era el caso, la negaba, entonces se dice que es posible que Andrés no sea consciente de lo que hace, y la historia vuelve a sustentarse. Esta clase de mutación narrativa en donde la historia siempre gana, es muy común en el universo de los mitos, y volveremos a ella en nuestro apéndice: «Breve guía para identificar un mito urbano».

Con respecto al caso de los Venier, se habló de fraude, de confusión, de delirio y, por supuesto, se siguió hablando de telequinesis; pero jamás fue aclarado de manera concluyente. Y así debe ocurrir con todo mito que se precie: sobrevive en el limbo de la incertidumbre, sea una historia de Río Tercero o una de Floresta.

Retornemos pues a esta última, a Floresta, a los rumores que nos habían llevado a explorar sus calles coloridas.

Fernando B., el muchacho que nos había relatado lo del asesinato con la enredadera (historia que, nos aseguró, le había contado su padre) nos terminó dando un dato más:

—Deben ir a lo del Eber. Tiene un quiosquito en Aranguren, yendo hacia la estación. Él siempre dice que no vende nada, que va a cerrar el boliche, pero nunca lo cierra. El Eber y mi viejo se criaron juntos. El tipo es mil veces más versero que mi viejo. Como decimos en el barrio: siempre tiene una de cowboy para contarte. Si vos viste un choque de autos, él vio cómo un helicóptero se pegó de frente contra un avión, y cómo la hélice del helicóptero salió despedida y le cortó la cabeza a un delfín que saltaba justo para hacer una acrobacia, a un mimo que hacía un show cerca de Mundo Marino, y a un caniche. Es una mentira andando, el Eber. Pero miente como él solo: no podés dejar de escucharlo. Seguro que la historia de la enredadera se la contó él a mi viejo, y debe tener guardadas muchas más de ese loquito poderoso.

Antes de ir a buscar «al Eber», visitamos la biblioteca Hilario Ascasubi. Acechado por pasajes y cortadas, el pequeño recinto ofrece una cálida atmósfera para la lectura. Allí hurgamos en viejas crónicas del barrio, así como en obras dedicadas enteramente a su territorio y a su gente.

Nada. Ninguna historia, ningún comentario, ninguna nota al pie que pudiera referirse a alguien con poderes mentales.

Fernando estuvo en lo cierto: no podíamos dejar de escuchar al quiosquero. El hombre sabía cómo empezar una historia, fuera verdadera o falsa.

—Lo que les voy a mostrar no lo van a poder creer —nos había dicho, atrapándonos definitivamente.

Queríamos saber qué era eso tan especial que atesoraba Eber en su casa. Hacia ella íbamos.

En el camino nos demostró que el muchacho también había acertado en eso de que tenía mucho para decir acerca de nuestro hombre de leyenda, de nuestro prodigio. La bola de nieve volvía a girar, a crecer.

—A ese Pablo no lo conozco —nos dijo Eber luego de comentarle nuestra entrevista con el ex electricista—, pero yo les puedo asegurar que Zeus está vivito y coleando. No sufrió ningún derrame, todo lo contrario, él se los provoca a los demás.

«Zeus», al fin un nombre para nuestra criatura. Eber nos dijo que así lo llamaban algunos, pero que su verdadero nombre había sido borrado por el mismo Zeus de todas las mentes que alguna vez lo supieron.

Aquí teníamos un punto de contacto con la versión de don Pablo, algo así nos había dicho entre un mate y otro.

La gente suele ponerle nombre a aquello que no lo tiene. Podemos decir que es una mutación que favorece a que la historia en cuestión sobreviva en la jungla urbana: nos resulta más fácil recordar un nombre como Zeus que una jerigonza como «el hombre que tiene poderes mentales».

Ahora bien, el nombre podría haberlo inventado el propio Eber, vistiendo así a su historia con más elegancia, haciéndola más atractiva.

El quiosquero continuaba hablando mientras cruzábamos una plaza. Su hogar se encontraba trasponiendo los límites de Floresta.

—Y como la de la enredadera hay un montón de historias. Zeus es poderoso. Y cuando digo poderoso quiero decir p-o-d-e-r-o-s-o; otra que apagar y prender lucecitas. Escúchenme bien: el tipo, si quiere, puede cambiar la realidad. Por ejemplo, puede hacer desaparecer ese árbol —Eber, sin dejar de caminar, nos señaló un pino de la plaza que ya estábamos dejando.

La bola de nieve comenzaba a tener dimensiones monumentales.

—¿Cambia la realidad haciendo desaparecer cosas? —preguntamos.

—Sí, porque también las hace desaparecer de la mente de cada uno. Si ese árbol se esfuma por la voluntad de Zeus, será como si nunca hubiera existido. Es ése el punto culminante de su poder: modifica la realidad a su gusto. Y nadie puede hacer nada, porque no notamos los cambios, porque nuestra mente cambia con ellos.

Nuestras caras debieron expresar muy bien lo que pensábamos de esta última revelación, porque Eber dijo inmediatamente:

—Yo tampoco podía creerlo, resultaba demasiado terrible para ser… real.

El quiosquero sacó unas llaves del bolsillo, señal de que estábamos llegando a destino. Y así fue: a la mitad de aquella cuadra, la tercera desde la plaza, nos detuvimos. Eber metió la llave en una gran puerta de vidrios amarillos y rejas negras.

La casa resultó más chica de lo que prometía aquel pórtico. De una cosa no cabían dudas: era la casa de un quiosquero. Había golosinas por todas partes: arriba de la mesa, de las sillas, arriba del televisor. Había cajas de alfajores desparramadas por el suelo.

Apartando con el pie unos alfajores que se habían salido de su caja, Eber nos abrió paso a un cuarto. Era un dormitorio pequeño. Arriba de la cama había más golosinas.

El quiosquero se subió a un banquito, y del estante superior de un ropero extrajo un recipiente tubular de plástico.

—Yo tampoco podía creerlo —repitió—, hasta que vi esto.

Sacó entonces lo que había dentro del tubo. Era una tela enrollada. Eber la desplegó. Era un mapa, un mapa de la Capital Federal.

—Mírenlo con atención —nos dijo apoyando el mapa sobre la cama luego de despejarla de golosinas.

Y así lo hicimos.

Era un mapa de buen tamaño, como de esos que se cuelgan en las aulas escolares. Parecía tener todos los detalles que uno espera hallar en un buen mapa: calles, avenidas, pasajes, espacios verdes, red de subtes, de trenes… sin embargo había algo extraño, algo en la totalidad de la trama urbana, algo que estaba mal, que nos decía que aquella figura, aquel universo porteño, no era exactamente igual al que tantas veces habíamos visto en infinidad de otros mapas.

Pero ese algo se nos escabullía. Sabíamos que se encontraba ahí, delante de nosotros, pero no podíamos identificarlo.

Entonces Eber nos iluminó con una sola palabra:

—Floresta —dijo, y sólo eso bastó para que lo descubriéramos.

No estaba. Floresta, sus calles, sus plazas, el barrio entero, no aparecía en el mapa. En el Buenos Aires que se mostraba en aquel lienzo, los barrios se ubicaban desviándose levemente de la realidad, de manera tal que cubrían el «agujero» dejado por Floresta.

¿Quién haría un mapa así? ¿Para qué?

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