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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (31 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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Recién en ese momento caíamos en la cuenta de que nos sangraban los dedos. Se nos habían quebrado varias uñas. Las huellas sangrientas todavía estaban en los apoyabrazos de los sillones en donde habíamos hecho la sesión.

Aun al despedirse, Faustino nos trató de persuadir de que nos olvidáramos del tema.

No nos convenció.

La dirección estaba muy clara y no sólo en nuestras mentes. La habíamos anotado en varios papeles, en nuestros archivos. ¿Cómo no la vimos?

Era un lugar, un típico edificio de oficinas, ubicado en la calle Esmeralda al 500. Estaban la planta, el pasillo, pero había gente. Una persona de seguridad nos preguntó adónde íbamos. Le dijimos la oficina.

—Ahí no hay nadie, —contestó.

—Pero estamos seguros de que es el lugar…

—No hay nadie ahí, señores. Está deshabitada hace unos días.

—No puede ser, dejamos unos equipos fotográficos —mentimos.

El hombre nos autorizó a subir.

Llegando al piso, el pulso se nos aceleró. No hacía calor ni frío. El ascensor funcionaba bien. El de seguridad nos había dicho que la puerta estaba abierta para ventilar el ambiente.

Antes de entrar notamos ese olor penetrante, una mezcla de sahumerio y de tierra. Tuvimos que salir de ahí. Más allá de eso, nada. El más completo vacío.

Pegada al edificio había una casa de antigüedades. Algo nos llamó de inmediato la atención: una pequeña caja de madera con algunas muescas. La caja parecía resplandecer entre los demás objetos. El parecido era peligrosamente cercano al de
Hellraiser
, el libro hecho película del escritor Clive Baker. Una caja que después de abierta liberaba unas fuerzas letalmente infernales.

Le preguntamos al vendedor de qué se trataba.

—No está a la venta, me la dejó un diente por un tiempo. Dice que te da buena suerte.

Nos miramos entre nosotros. El mito parecía no querer dejarnos. Una caja era mencionada por el relato de Patricia. A nosotros mismos, aun sin poder recordar si realmente habíamos estado antes en esa habitación, se nos presentaba sumamente familiar.

—No me dijo bien —contestó el vendedor, arreglándose un moñito desteñido— es muy antigua. Es como un receptor de buena onda. Y la verdad, como viene la cosa, mal no me viene.

Investigando el tema y varios días después volvimos al negocio. La caja ya no estaba y el vendedor… había fallecido.

Un escalofrío nos recorrió el cuerpo: una caja similar fue encontrada en unas excavaciones en Egipto hace algunos años. La llamaban «colector de almas», o «el ojo de Rha». Supuestamente, el hechicero recogía almas, en lo posible de gente joven, buscando su fuerza vital para poder prolongar la vida del faraón. Seleccionaba a los jóvenes más sanos y vigorosos, principalmente esclavos. El primer y peligroso
casting
de la historia.

La Paternal

La sonrisa perfecta

«He soportado las peores torturas, pero no hay nada más terrible que un agudo y constante dolor de muelas».

Con estas palabras se habría manifestado una víctima anónima del Tercer Reich, quien, al ser liberada, rogaba por un dentista que aplacara el tormento que le provocaban, hacía ya unos días, un par de muelas cariadas.

Luego de semejante confesión, ¿cómo no querer salir corriendo, aunque sea a altas horas de la noche, en busca de alguna guardia odontológica o de algún dentista particular, cuando uno de nuestros dientes nos hace ver las estrellas? Muchas veces el dolor es tan profundo que ni siquiera nos importa quién nos atienda con tal de que lo haga lo más rápido posible.

Y esto lo sabe muy bien el protagonista del mito de este capítulo. Lo sabe y lo aprovecha al máximo.

—Es como el mito del Doctor Colombo (ver «El falso médico» en el primer tomo de esta saga) o como el cuento de que te duermen para sacarte los órganos —razona J
ULIAN
V., vecino de Paternal—. La idea es jugar con el miedo y la urgencia de la gente.

Y nuestro amigo razona muy bien.

Sin embargo, son muchos los que no encuentran en la razón «anestesia» suficiente para paliar una posibilidad tan perturbadora, la posibilidad de que exista un dentista que atienda urgencias y que, en vez de curar a sus pacientes, se ensañe con ellos causándoles dolor hasta morir. Porque el mito es ni más ni menos que ese: un dentista particular a la espera del próximo inocente que se siente en su silla, que se deje maniatar hasta quedar inmovilizado, todo con tal que le drenen la putrefacción que lo hace llorar de dolor, entregadito como una oveja mansa para que el torno agujeree, rompa, agujeree, rompa, agujeree…

Si bien puede escucharse localizar a este psicópata en el barrio de Balvanera, la mayoría cree que su infernal consultorio se alza sobre alguna de las calles de Paternal.

D
OMINGO
J. (almacén): «Eso es lo que dicen, que el dentista asesino atiende acá, en el barrio. Y con los tiempos que corren, no me parecería nada raro. Además, para mí, todo el que estudia para dentista está medio pirucho. Hay que tener ganas de escarbar bocas ajenas, de meter mano en la podredumbre de otro».

L
ARRY
J. (cuidador de perros): «Yo cuido los perros del barrio pero no soy del barrio. Mi viejo sí es de Paternal. Él decía que el dentista ese atendió un tiempo en una de las cortadas. No me acuerdo si era Granada o Bella Vista. Pero mando el tipo se mudó le perdió el rastro».

Le preguntamos a Larry acerca de la posibilidad de entrevistar a su padre. Nos dijo que no había problema, que si nos apurábamos lo encontraríamos en su casa todavía. Nos dio la dirección y hacia ella fuimos. Larry tuvo razón, su padre nos recibió con una sonrisa en cuanto supo lo que buscábamos. Eso sí, nos atendió en la puerta.

—Yo nunca lo vi, pero son esas cosas que se saben. El dentista loco atendía en una de las cortadas del barrio. Y les soy sincero: yo tampoco me acuerdo en cuál de ellas. De lo que sí me acuerdo es que al guacho no lo agarraban nunca porque tenía un contacto en la policía, o en el municipio, alguien
grosso
. Igual llegó un momento en el que no pudieron taparlo más y lo obligaron a dejar el barrio. Ahí le perdí el tren.

Tobías, el padre de Larry, no tenía mucho más para contarnos, aunque el último dato que nos dio terminó siendo de gran valor.

—Dicen que «el loco de la motosierra» quedó así, medio boludo, después de escapar de lo del dentista. «El loco de la motosierra», sí, como el de la película, pero tranquilos que este es inofensivo. Le dicen así porque camina haciendo un mido muy particular con la boca, y a alguno se le ocurrió que el mido se parecía a una motosierra. Igualmente en el barrio tienen mil apodos. Yo lo conozco por ese. Si tienen suerte lo van a encontrar caminando por Paternal. No sé dónde vive, pero siempre se lo ve ir y venir de Parque Chas para acá, y de acá para Parque Chas. Por ahí, ¿quién sabe?, tenga una casita en ese barrio retorcido. Para mí, por la pinta del tipo, debe de cirujear por toda la zona. Igualmente no pienso seguirlo a Parque Chas para averiguarlo. Ustedes saben que es bien jodido meterse en ese laberinto de calles locas.

Bien que lo sabíamos.

Le dimos las gracias a Tobías y seguimos desandando las calles menos locas de Paternal, que bien podría cambiar su nombre al de Maternal, amén a la gran cantidad de mujeres en la dulce espera que nos cruzamos durante nuestro rastrillaje. Muchas de ellas nos dieron su testimonio, así como dueños de puestos de diarios, empleados de diferentes comercios y vecinos varios.

Estábamos ante un mito urbano clásico: nadie había estado frente a la presencia de aquel dentista psicópata, pero un amigo de un amigo sí. Y esto basta para que posea un alto grado de adherentes, de personas que creen en él, como también basta para que el boca en boca teja su urdimbre implacable. Lentamente los rumores suman detalles, arman al protagonista del mito.

La clase de rostro del asesino y la música que escucha durante sus «faenas» fueron dos de los aspectos en los que coincidió la mayoría. Muchos dijeron que «tiene la cara de un santo, apenas lo ves te entregás, en ese momento de dolor desesperante sentís que él es el enviado del Cielo para calmar tus penas». Con respecto a los compases que inundan su consultorio, se asegura que son definitivamente de música clásica. Hasta algunos se animaron a nombrar una pieza específica. «El demente escucha, una y otra vez,
O Fortuna
antes de la carnicería, durante y después». Los testimonios se refieren al famoso fragmento de la colección de cantos antiguos conocida como
Carmina Burana
llevados a escena por el compositor alemán Carl Orff.

El boca en boca, además, le puso nombre a nuestro monstruo: Doctor Juan Enrique Sarrasqueta, lo cual sugeriría o una bien informada elite de narradores porteños o, de existir, un asesino con la necesidad de homenajear a sus «colegas».

¿Y por qué decimos esto?

Veamos, se puede decir que hace unos mantos años hubo otro famoso odontólogo asesino llamado Juan Enrique. Nos referimos a John Henry «Doc» Holliday (1851-1887), pistolero norteamericano, del entorno del mítico Wyatt Earp, que, antes de dedicarse al juego y a las armas, recibió de manos de las autoridades del Colegio de Pennsylvania el grado de doctor en cirugía dental.

A pesar de haber estado involucrado en muchas escaramuzas (es muy recordada su participación en el tiroteo de O. K. Corral), no encontró la muerte en ninguna de ellas, sino que fue la tuberculosis quien se lo llevó a la corta edad de 36 años.

Ahora vayamos al supuesto apellido del «tornocida de Paternal». Esta vez no debemos ir tan lejos.

Ciudad de La Plata. 15 de noviembre de 1992. Otro dentista se hizo famoso, y no exactamente por sus habilidades odontológicas.

«Andá a podar la parra, conchita», le habría dicho despectivamente Gladys McDonald a su esposo, el dentista Ricardo Barreda, llamándolo por el apodo que menos le gustaba a este. La respuesta del hombre llegó un minuto más tarde de la manera más espeluznante: armado con una escopeta mató a su esposa, a su suegra y a sus dos hijas. Eran las 9:15.

¿La marca de la escopeta? Era una
Víctor Sarrasqueta
.

Volvemos a preguntamos: ¿estamos ante un asesino real que con su seudónimo quiso rendirles homenaje a Doc Holliday y a Barreda, o se trata de la misma gente que cuenta la historia e incorpora elementos, como el sugerente nombre de Juan Enrique Sarrasqueta, para hacerla más atractiva?

Si la respuesta correcta es la segunda, debemos decir que la gente no se detiene con hallarle un nombre odontológico al malo de la historia. También le brinda un móvil. Es así que pueden escucharse tres versiones que intentan explicar por qué el dentista del mito hace lo que hace.

La primera es simple: es un psicópata. Mata por matar, por el primitivo placer que experimenta observando la agonía de sus pacientes.

Testimonios como el siguiente apoyarían esta corriente.

G
USTAVO
M. (estudiante): «Dicen que a una de las víctimas se la encontró decapitada, y que los forenses, luego de estudiar el colapso de la carne, de las arterias, del hueso en el lugar del corte, aseguraron que el hecho solo podía haberse consumado con un único instrumento. El torno. ¿Se imaginan la sangre fría, la locura, la paciencia que hay que tener para decapitara un cristiano mediante el solo uso del torno?».

La segunda vertiente habla de una búsqueda…

V
ICTORIA
V. (negocio de calzado): «Me contaron que el loco ese busca el diente perfecto o algo así, que te arranca todos porque recién los puede analizar cuando están fuera de la boca».

¿Qué entenderá este homicida por «diente perfecto»? Algunos dicen que se fija en ciertas medidas de la pieza dental, otros aseguran que lo que estudia es la calidad del esmalte. Aunque también pueden ser ambas cosas.

Y la tercera línea de rumores hace hincapié en un hobby, un hobby convertido en obsesión…

G
UILLERMINA
V.: «Colecciona dientes. Te los arranca y después se fija en todo: el tipo de raíz, el brillo del esmalte, si está cariado o no, etc. El tipo los tiene clasificados en una carpeta especial, una carpeta con compartimentos plásticos. Esto lo sé porque me lo contó la madre de una amiga que tuve. Ella le hacía la limpieza del consultorio al dentista ese y un día vio la carpeta. Ah, y cierta vez me confesó algo que nunca entendí muy bien; me dijo que lo había escuchado hablar, al dentista, de que quería hacer una especie de Frankenstein de dientes».

¿Qué? ¿Cómo? ¿Un Frankenstein? ¿Un «nuevo hombre» hecho solo de piezas dentales de diferentes personas? Parece no tener techo la imaginación del porteño… o la del dentista.

Penúltimo día en el barrio. Eran las doce del mediodía, pero parecían las doce de la noche: el cielo negro sostenía a duras penas una tormenta que se adivinaba épica.

Un rayo se incrustó en la tierra y por el estruendo que lo acompañó no podía haber caído muy lejos de donde estábamos.

Quizá fuera la sugestión «dental» que nos dominaba, pero imaginamos a aquel rayo como un gigantesco torno perforando la superficie del mundo, como si este último se tratara de una simple muela. ¿Y qué éramos nosotros, entonces, solitarios peatones bajo la amenaza de un diluvio? Los microbios. Las caries.

Cayó otro rayo. Y otro. El agua parecía revolverse dentro de las nubes. Y entonces nos llegó el sonido de lo que pensamos sería el estruendo de un cuarto rayo que no habíamos llegado a ver. Pero no, el sonido se alargó, se arrastró… como el encendido de una motosierra.

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