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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (9 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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Aldana pareció creerle. Hizo lo que él le pidió. La descripción fue perfecta, estaba en la misma esquina donde él estaba. ¿Pero cómo?

—Una abuela —dijo Nicolás—. ¿Tenés cerca tuyo a una señora mayor, a una abuela, con maíz para palomas en la mano?

—No. No hay nadie. Estoy sola… y está empezando a lloviznar, me estoy mojando. Por eso nos fuimos temprano de la «25 de agosto», porque vimos que se venía la tormenta.

Aldana agregó algo más, pero Nicolás la escuchó como entrecortada, no pudo entenderla. Miró la pantalla de su celular. Todavía le quedaba batería, la había cargado a la mañana. Y tenía buena señal. Sería la tormenta… ¿pero qué tormenta, si estaba bajo un sol radiante? Lo único que llovía era el maíz que, en su reanudada tarea, la anciana lanzaba a las aves.

Entonces recordó algo. El número interminable de Aldana, los dieciséis dígitos de su celular. No supo por qué, pero se le ocurrió que en aquello podía estar la clave, la explicación a aquel misterio.

—El número de tu celular es raro, es muy largo —Nicolás tuvo que repetir su observación unas tres veces, para que Aldana la escuchara. La estaba perdiendo.

—No, el raro es el tuyo —la voz de Aldana llegaba muy baja—. Te lo quise decir desde un comienzo y me olvidé. Son pocos números y, además, no había conocido… —la voz de la muchacha se perdió en la rítmica estática de fondo, ¿las gotas de lluvia golpeando el móvil?

—No entendí lo último que me dijiste —le dijo Nicolás.

—Que no había conocido ningún número de celular que, como el tuyo, empezara con 1548. Pensé que todos empezaban con… —volvió a perderla.

—¡Hola! —gritó Nicolás. Nada.

—¡Hola!

Nada. Solo estática.

Fue entonces cuando un hilo de voz casi inaudible le llegó desde el otro lado.

—Dios mío, creo que lo entiendo —alcanzó a escuchar Nicolás—. ¿Pero cómo es posible? ¿Cómo? —¿estaba llorando Aldana?—. Espero que me sigas escuchando. Respondeme esta pregunta: ¿quién es nuestro presidente?

Nicolás dudó por un momento, intentando comprender.

—Kirchner —respondió luego sin titubear.

—¿Quién?

—¡Kirchner! —gritó. Pero ya no obtuvo respuesta. Ni Aldana. Ni estática. Nada. La había perdido.

Intentó volver a llamarla. Una máquina con voz de mujer le anunció que el número marcado era inexistente. Insistió. La misma máquina diciendo el mismo mensaje, mensaje que escucharía durante toda aquella semana, y durante la siguiente, y la siguiente, siempre que marcara aquellos números malditos.

Aunque no pudiera comunicarse, la voz de Aldana continuaba en su mente:

«Dios mío, creo que lo entiendo».

¿Y él? ¿Él entendía algo de lo que había pasado?

La clave, sospechaba, tenía que estar en la última pregunta que le había hecho Aldana, en la perplejidad de ella después de que él se la respondiera.

Aquella reacción, aquel contundente «¿Quién?» le había llegado debilitado, como desde el fondo de un pozo, pero aun así había podido apreciar sus matices. Aquel «¿Quién?» no era el de alguien que había escuchado mal, no, aquel «¿Quién?» tenía un tono especial, un tono que solo podía identificarse con el de un asombro extraordinario, un tono que solo podía surgir de alguien que jamás había escuchado el apellido del actual presidente, como si ese alguien habitara… un Universo diferente, un Universo donde Argentina estaba presidida por otro mandatario, un Universo donde los celulares tenían dieciséis números, donde las calles Heredia y 14 de Julio se cruzaban…

¡Eso era lo que había entendido Aldana! ¡Que ella y él pertenecían a Universos diferentes!

Dicen que Nicolás buscó durante meses a su «amor imposible»: si las dos plazas, la «25 de agosto» y la «Malaver», existían en ambos Universos, ¿por qué no podría pasar lo mismo con Aldana? La Aldana que habitara su Universo no lo reconocería a Nicolás, pero él le explicaría…

¿Y él cómo haría para reconocerla, si jamás la había visto?

Nicolás estaba seguro de que, llegado el momento, sabría quién era su Aldana. La descubriría por su voz, por sus pausas, por su manera de decir las cosas.

A pesar de las esperanzas de Nicolás, el final de esta historia sabemos que no fue el más feliz. A los testimonios que ya citamos, en los que, recordemos, hasta se hace referencia a un posible suicidio del muchacho, podemos sumarles otros, algunos asegurando que Nicolás se convirtió en linyera y que aún hoy andaría por las calles de Villa Ortúzar buscando a su Aldana, o incluso aquellos que dicen que murió de tristeza en la mesa de un bar sobre Álvarez Thomas.

Quizá nunca sepamos cuánto de verdad permanece en la historia de Nicolás y Aldana, tal vez nunca conozcamos el destino final de su protagonista masculino; pero lo que sí es una certeza es que «el mito del picnic», como lo llamó Sebastián J., está instalado en el barrio, y en consecuencia también se instaló la creencia de que Villa Ortúzar es un lugar favorable para recibir, en nuestros celulares, mensajes o llamados de procedencia misteriosa.

Lo que podemos decir a favor de este mito es que la ciencia aún no descarta la existencia de Universos paralelos, realidades alternativas en donde la corriente de los hechos, guiada por la relación causa-efecto, ha tomado otros caminos.

Juan Maldacena, físico teórico argentino reconocido internacionalmente, afirmó en una entrevista concedida en julio de 2007 al diario
El País
de España que según las últimas teorías «… hay muchos Universos posibles, un número muy grande, y podrían estar todos coexistiendo, pero vivimos en uno de ellos y no sabemos en cuál…».

Ahora bien, la comunicación entre Universos, si es que hay más de uno, como asegura Maldacena, es un terreno, por ahora, explorado solo en obras de ficción.
Los propios Dioses
y
El fin de la eternidad
, dos de las mejores novelas del mítico científico-escritor Isaac Asimov, son buenos ejemplos.

Antes de que nos sumergiéramos en la leyenda urbana de Nicolás y Aldana, habíamos adelantado que la misma nos sugeriría un origen diferente para la mayoría de las comunicaciones imposibles que reflejamos en esta investigación.

P
ABLO
G. estaba convencido de que aquellos insólitos mensajes de texto que abrieron este capítulo se los había enviado su hermana fallecida. Pero ¿no pudieron haber llegado desde un Universo paralelo en el que Magalí aún estuviera viva, en el que hubiera llegado a la casa de su madre sin un rasguño, como habían acordado?

¿No pudo haber pasado algo similar en el caso de Kathe S.? «¿Yo muerto? Yo no he muerto», habría dicho su padre. ¿Y si el hombre se había comunicado con su hija desde un Universo en el que aún seguía respirando?

Como siempre, ustedes tienen la última palabra.

Eso sí, si quieren, antes de tomar partido, pueden pegarse una vuelta por ese barrio porteño llamado Villa Ortúzar.

Y no olviden llevar su celular.

Aeroparque

El baile de los fantasmas

Cuando nos llegó la información, nos costó creer que tuviéramos una versión vernácula del fenómeno. Pero después dijimos, ¿por qué no?

La existencia de «La Zona», como algunos llaman a lo que fue el área de estudio para este capítulo, encaja en lo que podríamos denominar un reducido Triángulo de las Bermudas local. En él cabían todo tipo de fenómenos, desde OVNI hasta apariciones espectrales.

El material daba para mucho, pero nos topábamos con una barrera casi infranqueable: el dolor.

En «La Zona» y sus alrededores habían ocurrido dos eventos con consecuencias trágicas: la caída al río de una avioneta en la que viajaban destacadísimos bailarines del Teatro Colón, y el accidente, con el posterior siniestro, del vuelo 3142 de la extinta línea aérea LAPA. Pero también un episodio personal que involucró a un familiar de uno de nosotros.

Ahondar en esta leyenda era una decisión muy difícil.

Determinamos seguir con la investigación, porque además de ser nuestro deber, fue una forma de esperanza, de querer tener quizás una última información de un ser querido. Y así, de la angustia inicial de los involucrados fuimos encontrando, como dijimos, bisagras hacia una óptica positiva.

Del Triángulo de las Bermudas se han escrito libros que han sido best seller, como el del multifacético Charles Berlitz; se han hecho muchos documentales también y se han formulado numerosas teorías, desde las más lógicas hasta las más extravagantes. Pero por los motivos que sean, en esa área, los eventos anómalos son de una elevada concentración. Y no es ese el único lugar donde ocurren. Basta con citar el «Óvalo del Diablo», ubicado en el Mar de la China, y otros sitios en tierra firme, como veremos más adelante.

Investigando, nos empezamos a encontrar con todo tipo de hechos extraños que se desarrollaban en «La Zona».

Entre fenómenos OVNI documentados en fecha reciente encontramos desde una supuesta flotilla vista en 1999, hasta un hecho, registrado el 4 de noviembre de 2005 a las 4 AM, en el que un OVNI pasó muy cerca de algunos edificios de Palermo e inclusive muy cerca del Aeroparque metropolitano Jorge Newbery.

Pero necesitábamos alguna pista más concreta. La información que teníamos era que una serie de avistamientos OVNI, en 2001, estaba relacionada, aparentemente, con los cortes de luz o sobrecargas en el sistema eléctrico de «La Zona».

Fuimos hasta la usina de Puerto Nuevo. Inaugurada en 1927, este extraño edificio es una postal irreal, una estética que podría hacernos recordar a la película
Brazil
. La usina está en la punta de Puerto Nuevo, un poco más alejado de «La Zona». Oficialmente, como es habitual, no había datos con respecto a aquel singular avistamiento, pero un empleado (prefirió mantener su nombre en el anonimato), además de quejarse de las condiciones laborales, nos aseguró que había ciertas coincidencias.

—Ese año fue muy jodido, plena crisis, imagínense que lo último que queríamos era un quilombo mayor. Me importa un pito si hay marcianitos verdes o caen soretes de punta, el sistema tiene que funcionar siempre. Ese día (26 de diciembre) y en medio del bardo del gobierno, se nos cayeron las líneas a las diez de la noche. Pero lo más cómico es que teníamos todo controlado. Veníamos relojeando el consumo y estaba bien. Después me contaron que a esa hora se vieron tres objetos sobre la ciudad. Yo estaba de guardia y puedo decir que fue así. Igual, otros compañeros me dicen que esto se ha repetido varias veces. No hay una explicación al respecto.

Al salir, aprovechamos para tratar de entrevistar a tripulantes de pequeñas embarcaciones apostadas en Puerto Nuevo. Los resultados fueron negativos salvo por una recomendación: «Pregunten en el Club de Pescadores, ellos siempre tienen cosas para contar». El tono burlón habría hecho dudar al más confiado. Pero, como aprendimos en nuestras investigaciones, nunca despreciamos las fuentes.

El Club de Pescadores tiene una larga historia de pasión y esfuerzo en común. El edificio, terminado en 1937, es una parada obligada si uno quiere disfrutar de una agradable panorámica del río. Además, su muelle de más de 500 metros favorece las condiciones de pesca.

Después de varios días encontramos un testimonio más que interesante. R
EMIGIO
S., socio del Club, admitió conocer historias particularmente extrañas.

—Acá se miente mucho, para empezar, con lo que cada uno pesca. No digo que enganches algún pejerrey, algún dorado, pero te salen con cada cosa. A mí, pescar me relaja, me olvido de todo; de mi suegra, de las deudas.

Preguntamos si consumían lo que extraían, a pesar de la contaminación de las aguas.

—Nunca me pasó nada. Mientras no vengan ejemplares de tres ojos o dos colas. Volviendo al tema, a la tardecita nos reunimos con los muchachos, bah; los otros veteranos como yo, y entre mate y mate se cuentan cosas. Desde bichos que no existen y que andan lo más panchos por el río hasta cosas que no deberían estar ahí.

Pedimos más precisiones.

—Esto me lo comentó un señor, y cuando digo señor lo digo con todas las letras. De esos hombres ya no quedan. No se fabrican más de esos. Y estoy hablando de Norberto Bevilaqua. Beto para todos. Un amigo de sus amigos.

Brevemente, en el rostro curtido de Remigio apareció otra expresión. Una expresión de añoranza, de nostalgia lejana y unas lágrimas diminutas asomaron de sus ojos profundos.

—Al principio nadie le creyó, pero Beto, a quien se le cruzara por el camino, le insistía con lo que había visto. Era a finales de septiembre y estaba muy frío todavía. Beto estaba empecinado con enganchar una boga. Y se quedó solo en el muelle, en la punta. El día se venía a pique pero él estaba ahí. La tarde era clara a excepción de una pequeña nube baja a escasos cien metros. En medio de esa nube bajísima había un barco. Un velero no. Un buque de porte considerable. Beto, siempre curioso (era un gran observador de aves), sacó su largavistas y lo que vio lo dejó helado. Como dije antes, si bien nunca lo pudo demostrar, Beto no dudó ni por un instante de qué barco se trataba. Él conocía de embarcaciones. Era una cazatorpedera, era «La Rosales».

Le preguntamos si se refería a la misma embarcación que naufragó frente a las costas de Uruguay en 1892 y que había salido del puerto de Buenos Aires y se dirigía a España con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América.

—Esa misma, enterita, con tripulación y todo, pero cien años después. Beto identificó perfectamente el nombre. También contó que la tripulación se mantenía activa.

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