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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (13 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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—El Alquimista existe —sentenció Ernesto luego de escucharnos. Siguió un largo silencio, sus ojos quemándonos la vista. Temimos que aquel fallo fuera todo, que hubiéramos llegado hasta allí solo para esas tres palabras. Pero no, el anciano, gracias a los dioses del Olimpo porteño, continuó. Y lo hizo en otro tono, menos forzado, hasta casi podríamos decir que disfrutó de la charla que mantuvimos a continuación.

—Justo, tal el nombre que utiliza ahora, es uno de los pocos amigos que tengo. Ha utilizado muchos otros nombres y seguirá utilizando otros tantos. Lo conocí hace mucho tiempo, antes que trajeran los mataderos a estas tierras.

—Pero eso fue a finales del siglo XIX —retrucamos.

—Están bien informados. Acá, como me ven, tengo ciento cincuenta y seis años.

Aquel anciano aparentaba ochenta años, noventa como mucho; aunque su altura y aquellos ojos le daban un aire… extraño. Continuó diciendo:

—Justo me dio de su mate durante unos cuantos abriles, hasta que dije basta, hasta que estuve preparado para el final. Y aquí estoy, esperando ese final que parece no querer llegar, como si a la Muerte le hubiera ofendido el que la esquivase durante tanto tiempo.

Ernesto suspiró, como recordando algo entrañable, y siguió hablándonos. No queríamos interrumpirlo, pretendíamos aprovechar al máximo esta inesperada verborragia.

—Cuando Justo me reveló su secreto, no le creí. Siempre me pareció inteligente, con una memoria envidiable, con un conocimiento de la historia humana fabuloso, pero de ahí a que fuera descendiente de alquimistas, a que tuviera en su poder la receta de la fuente de la juventud, había un abismo. Pero con el correr del tiempo no pude hacer otra cosa más que creerle. Me contó historias que sucedieron cuatrocientos, quinientos años atrás con un detalle asombroso, me mostró fotos, dibujos, grabados, papiros, de diferentes épocas. En algunos aparecía su imagen, fotografiada o dibujada; en otros lo nombraban y hasta lo describían. Sin embargo, la mayor prueba eran sus ojos. No había dudas, aquellos ojos habían amado mil veces, habían llorado mil muertes, habían participado en miles de batallas, habían presenciado miles de descubrimientos, habían confiado mil veces el mismo secreto que me confiaron a mí.

Otro suspiro. Una breve tos. Luego un nuevo silencio. Era el momento de avivar la conversación con una pregunta.

—¿Por qué Justo no se mantuvo joven?

—Siempre le gustaron los viejos. Decía, y lo sigue diciendo, que cualquier viejo, por pobre que haya sido su vida, tiene una buena historia para contar. Le gustaba la mezcla de experiencia y tranquilidad que da la vejez. Justo eligió ser un viejo eterno, le agrega a su mate la cantidad necesaria del «vino especial», como yo le digo, y listo, así se mantiene.

Le comentamos lo de la casualidad de que él viviera en la misma calle donde, se decía, vivía el Alquimista.

—Ninguna casualidad —Ernesto volvió a su tono ermitaño—. Somos vecinos desde hace largo rato.

Le hablamos del nombre de la calle, de su origen según el rumor barrial.

—Domingo Viejobueno fue la identidad anterior de Justo. Él fue el Coronel Viejobueno. Así que el rumor no está del todo errado, el nombre de la calle termina haciéndole honor a mi amigo.

Ernesto se puso de pie.

La entrevista había terminado.

—Y siguiendo con los honores que merece mi amigo, espero que reflejen su mito con el debido respeto. Será una forma de homenajear también a tantos compañeros de aventuras. Recuerden estos nombres: Honoria de Funes, José Michelini, Don Pabellón, Nicolás Decusa y su madre, Catita Roemer. Todos inmortales, al menos en mi memoria.

Le agradecimos a Ernesto el habernos recibido. Su «de nada» fue sepultado por el ruido de la puerta de calle al cerrarse.

Caminando de vuelta por los senderos de Mataderos, pasamos en limpio tan singular encuentro. Nos detuvimos en los nombres del final, en aquellos contemporáneos de Ernesto. José Michelini nos resultaba muy familiar. Es que se trata de otra leyenda del barrio, ya que se dice que su casilla de madera era la única construcción existente al momento de ponerse la piedra fundamental del Mercado Nacional de Hacienda, en abril de 1889.

¿Habrían dejado su marca barrial los otros «amigos» de Ernesto?

Decidimos sacarnos la duda consultando algunos documentos históricos del barrio.

De repente, revisando una antigua crónica nos sorprendió un nombre: Honoria Alegre de Funes. Se trataba de la primera maestra de una de las primeras escuelas de Mataderos, abierta en mayo de 1911. ¿Se trataría de aquella mujer citada por Ernesto? Era muy posible. Si tomábamos como cierta la extraordinaria edad que nos dijo tener, Ernesto sería un hombre de unos sesenta años en la época en que se inauguró la escuela.

Lo de «Don Pabellón» parecía insondable, destinado al anonimato, no encontrábamos referencia alguna que pudiera estar relacionada con aquel extraño nombre… hasta que revisamos un ajado y amarillento documento que listaba los pocos establecimientos que funcionaban en Mataderos en el lejano año de 1895. Uno de ellos era un reñidero de gallos, propiedad de un hombre conocido como Pabellón. ¡Eureka!

Alentados por el éxito conseguido, buscamos datos de alguien llamado Nicolás Decusa así como de su citada madre. Pero esta vez sí fue en vano. Después de horas y horas de hurgar en la historia de Mataderos no encontramos ningún registro con esos nombres. Madre e hijo, de haber existido, tal vez no hubieran hecho nada que valiera la pena documentar.

Tuvimos que esperar unos seis meses para quedar mudos al ver, al fin, uno de aquellos nombres impreso.

Revisábamos una vieja revista de astronomía para otra de nuestras investigaciones, y al repasar una nota sobre el tamaño y forma del Universo, leímos: «… Nicolás de Cusa siempre sostuvo que el Cosmos era infinito, y que las lejanas estrellas que llenaban el cielo no eran más que lejanos soles como el nuestro…».

El verdadero nombre de este estudioso alemán era Nicolaus Krebs, pero fue conocido como Nicolás de Cusa por su ciudad natal, Kues. ¿Sería este nuestro Nicolás, compañero de Ernesto? Un dato que prácticamente despejaba toda duda: el nombre de su madre era Catherina Roemer.

El único problemita se centraba en que este alemán había nacido en el distante año de 1401 para morir en Italia en 1464…

¿Por qué Ernesto incluyó, entonces, esta personalidad en su listado de honor? ¿Nos estaría queriendo decir algo? Él nunca pudo haber vivido en la época de Nicolás de Cusa, salvo que tuviera muchos más años de los que declaró.

Si a esto le sumamos que vivía en la calle Viejobueno, y que conocía más que nadie al mítico Alquimista… su voz suena como si siguiéramos delante de él: «Sin embargo, la mayor prueba eran sus ojos. No había dudas, aquellos ojos habían amado mil veces, habían llorado mil muertes, habían participado en miles de batallas, habían presenciado miles de descubrimientos». Ojos así no se olvidan, ojos como los de Don Ernesto.

El mito seguirá siendo mito. Algunos dirán que la historia del Alquimista es solo la reformulación de la leyenda que hablaba de las bondades ocultas en la tibia sangre de las reses, otros dirán que es todo un invento de un par de abuelos aburridos y seniles, y otros seguirán yendo y viniendo por las tres cuadras que dura Viejobueno, con la esperanza de que algún día les salga al cruce un anciano de barba gris y les ofrezca un mate.

En cuánto a nosotros, aún seguimos lamentando el habernos inclinado por el café en nuestra visita a la casa de Don Ernesto.

Villa Lugano

El abrazo de Sansón

¿Quién alguna vez no soñó con tener una fuerza descomunal y sentirse invulnerable a cualquier trauma físico? Sin duda, eso nos daría una confianza ilimitada y nos sentiríamos dignos de respeto. Sin embargo, la pregunta más importante es: si nos concedieran ese poder, ¿cómo lo manejaríamos?

En la mitología y también en la historia, tenemos muchos ejemplos de hombres con una fuerza colosal. Pero concentrémonos en tiempos más modernos.

Vladimir Kudenka, un capitán del Ejército Rojo, oriundo de Ucrania, podía cargar casi una tonelada de troncos de árboles, después de haberlos cortado él mismo.

Chandra Brahambarapati, integrante de un circo de la India, se decía que podía levantar —por unos segundos— dos elefantes, uno por brazo.

O en la actualidad, Rigoberto Molina, conocido popularmente como «El Bola», el hombre más fuerte de Cuba, es capaz de arrastrar camiones y hasta vagones de ferrocarril que pesan toneladas. Este hombre de 1.75 metros de altura y 107 kilos de peso dice que su fuerza es algo interno. «Tengo fuerza de voluntad para hacerlo porque lo hago por amor. Me complace que las personas se sientan felices viendo mi humilde esfuerzo», declara.

También encontramos ocasionales actos de fuerza de gente común, sin ninguna preparación atlética. Los ejemplos son interminables. Vale citar el caso de Martina González, una madre que iba con su hijo en un colectivo de la línea 60. Este, después de una mala maniobra, vuelca. Se desprenden varios asientos, que atrapan a su pequeño hijo. La única forma de intentar un rescate es volviendo el vehículo a su estado original. Aún malherida, pero con toda la determinación, esta madre, y solo ayudándose con un pedazo de paragolpes, logra equilibrar el colectivo.

Actos que no tienen lógica pero son posibles.

Y llegamos al caso particular de nuestro mito.

De chico, sus padres se dieron cuenta de que su hijo era diferente. Se dice que a los 6 años, el turquito Alí (apodado de esa manera a causa de sus cejas abultadas, de sus ojos negrísimos y porque hablaba poniendo «s» al final de casi todas las palabras), ya se apartaba de la escala normal.

Un día, mientras cursaba primer grado, la maestra vio una rata. Entonces, Alí levantó un mueble enorme, él solo, y la rata huyó aterrada. Unos años después, en el recreo, jugaba a la calesita humana: varios compañeros se le colgaban de los brazos y él los hacía girar.

Nunca usaba la fuerza porque sí. Era muy pacífico.

Hasta que un hecho capital cambió para siempre su vida: en un incendio que consume por completo su humilde casa, fallecen sus padres (en algunas versiones se menciona a dos hermanos). Imaginemos esa escena: Mí viniendo de la escuela y llegando despreocupado a su hogar, cuando escucha la sirena de los bomberos. Al principio no se inquieta, pero a medida que se acerca ve claramente que los bomberos y los policías están en su cuadra, a la altura de su casa.
No, tiene que ser un error, es por la rifa, claro, todos los años pasan, pero son demasiados… ¿y qué hace esa gente ahí?, ¿por qué tantos vecinos?
Empieza a correr, presiente que algo terrible pasó. Unos brazos pretenden acercarse, pero los aparta como si fueran el humo que brota de los cimientos de lo que fue su hogar. Corre en silencio, no hay más sirenas, no hay más colores. El mundo, su mundo se evapora con las llamas.

Necesitan más de cinco personas para poder frenarlo. Es en ese momento, debajo de esa montaña humana y tragándose las lágrimas más amargas, que implora al cielo y hace un juramento.

A partir de entonces es criado por un tío. Para poder distraer al muchacho y dadas sus condiciones especiales, lo estimula, anotándolo en una institución deportiva del barrio: el Club Social y Deportivo Yupanqui. Aquí hacemos notar que los destinos, tanto de este querido club como de nuestro personaje mítico, se tocan. Tal vez, la leyenda se nutre de estas coincidencias.

Fundada en 1935, esta institución debe su nombre a una ocurrencia de su fundador, el señor Alfredo Gibaut, quien halló en la palabra quechua «yupanqui» el reflejo de todos sus deseos, ya que significa «de ti hablará la posteridad». Al igual que del protagonista de nuestra leyenda. Pero hay un suceso que profundiza el paralelismo con Alí. La noche de carnaval del 28 de febrero de 1961, un incendio estuvo a punto de destruir por completo el lugar.

Alí, según se cuenta, habría llegado allí a principios de los 70.

Fuimos a las instalaciones actuales del club, en la calle Guaminí al 4500, para averiguar algunos datos más.

Como era de esperarse, las autoridades actuales no sabían del turco. Tuvimos que indagar pacientemente, pero la búsqueda valió la pena. Encontramos un personaje que merece ser retratado. Uno de nuestros viejos vizcachas, memorias vivientes de los barrios porteños. Un señor de más de 8o años, o al menos es lo que aparentaba, de nombre Silvano. La ironía del destino quiso que al amigo Silvano, como no tiene dientes, le silben los labios. Las palabras parecían moldearse en su boca en una especial forma de música y entonar una canción nostálgica más que relatar una historia.

Nos hizo pasar a su casa, una burbuja de tiempo fijada en los años 50.

—Uffff, yo estoy acá hace más tiempo del que me puedo acordar. Si se descuidan, hasta armé la pista del aeródromo de Lugano.

Silvano se refería al primer aeródromo del país, creado en 1910 y llamado con ese nombre y que funcionó hasta el año 1934.

Le preguntamos por Alí.

—Por supuesto que me acuerdo de ese muchacho. Todavía lo puedo ver con la musculosa y los pantalones cortos. Yo trabajaba de jardinero. Bueno… hacía de todo. El club casi cierra después del incendio y estaba en muy mal estado. Tenían un pequeño gimnasio. El pibe era grandote, pero no una mole. Calladito, calladito, iba todos los días y hacía sus ejercicios. Se empezó a hacer amigo de la gente, y con el tiempo empezaron a comentarse cosas.

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