Caballeros de la Veracruz (32 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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Morgennes no pudo evitar pensar que el destino les había enviado una señal. «Después de todo —se decía—, si una estrella guió a los Reyes Magos hasta Cristo, ¿por qué un pájaro no debería guiarnos a nosotros hasta la Vera Cruz?»

Sonrió, feliz, lleno de una alegría tranquila, seguro de no engañarse.

Después de la oración contempló, desde una altura, el castillo templario de La Féve, que dominaba la llanura del Esdrelon. Más al norte, detrás de ellos, la torre de Séforis, Safet y sus numerosos casales... Todos habían caído. Morgennes ignoraba si había sido la fuerza o la astucia la causante de su pérdida, pero sabía, en cualquier caso, que esta significaba el fin de la presencia del Temple en TransJordania. La llave de Jerusalén era ahora el castillo de La Féve. Solo había que bajar la ladera sur del monte Tabor, que se extendía hacia la Baja Galilea y la llanura del Esdrelon, para alcanzar los contrafuertes del castillo que Morgennes veía temblar en la bruma azulada.

Una vez abajo, prevendría a la guarnición. Juntos resistirían a los «templarios sarracenos», juntos salvarían la Vera Cruz. Quedaba por ver cómo conseguiría devolverla luego al Hospital...

—Esperadme allí —dijo Morgennes—, ¡y si no he vuelto antes de mañana por la noche, marchaos, huid!

—¿Para ir adonde? —replicó Masada.

—Debes de conocer algún lugar donde esconderte, ¿no?

—Tal vez —respondió el hombrecillo, evasivo.

—Entonces, ve allí.

Yahyah, que jugaba con Babucha, se detuvo para ayudar a Morgennes a montar.

—No iréis a partir así, caballero —dijo—. ¡Ni siquiera estáis armado!

—Allá me darán una espada —respondió Morgennes.

—Pero...

Sin esperar al final de la frase, Morgennes espoleó a Isobel y descendió del monte Tabor, cuyo monasterio en ruinas daba testimonio del reciente paso de los sarracenos. Femia lo vio marchar y lo saludó largamente con la mano.


Yallah
! —gritó para darle ánimos.

La mujer no dejó de mirarlo y, cuando ya era solo una nubecita en el horizonte, se volvió hacia su marido y dijo acariciando uno de sus collares:

—Espero que la encuentre.

—Yo también —dijo Masada, y añadió en tono más bajo—: La Vera Cruz debe de valer mucho oro...

Femia lo miró, inquieta. ¿Lo había oído su mujer? El caso es que esta enseguida declaró:

—No podemos dejarlo solo...

Y tras coger las riendas se dispuso a hacerlas restallar; pero Masada se lo impidió replicando:

—¡Soy yo quien decide, y de momento nos quedamos aquí!

Masada no tenía, en efecto, ningunas ganas de acercarse al castillo de La Féve, cuya guarnición había recibido orden de arrestarlo. Sin embargo, una sacudida agitó la carreta: Carabas se había puesto en marcha por sí mismo y descendía, entre las delgadas columnas de humo azul que se elevaban en la sombra, tras la pista de Morgennes.

17

¡Oh, feliz género de vida en que se puede esperar la muerte sin temor,

desearla con alegría y recibirla con confianza!

San Bernardo de Claraval,
De laude novac militiae

Simón ya no soportaba la espera.

Desde que había entrado en la orden, no había hecho más que esperar, esperar y esperar. «¡Ah, paciencia, acabarás por matarme!», se decía con frecuencia. Y, para engañar el aburrimiento, se infligía penitencias. Recitaba salmos durante todo el día, ayunaba si tenía hambre, velaba si tenía sueño, se ejercitaba en el manejo de las armas cuando estaba agotado. Y en general mortificaba su cuerpo tan a menudo como podía.

Algunas veces palidecía y se ponía a temblar. De modo que se preocupaban por él. Entonces el bailío de su orden lo obligaba a alimentarse y a ir a dormir. «Conserva tus fuerzas para el enemigo, noble y buen hermano —le decía con severidad—.Y recuerda que en todo debes conformarte a la regla y a mi mando.» Simón dirigía una mirada franca y resuelta a su superior y respondía invariablemente: «Ordenadme, noble y buen señor, y obedeceré».

Y se acostaba encantado de sentir en su interior un poder formidable: el de la fe. Esforzándose en dominar la excitación que le mantenía los ojos abiertos y alejaba el sueño, se dormía murmurando padrenuestros. ¡Qué bella era aquella fe que ardía en él, qué fuerte era!

Simón recordaba las palabras de su primer maestre, en la época en que había sido recibido en la orden: «Es duro, cuando uno es su propio señor, hacerse siervo del Temple. Pues difícilmente haréis nunca lo que queréis: si queréis estar en Tierra Santa, os harán volver; si queréis estar en Acre, os enviarán a la tierra de Trípoli, de Antioquía o de Armenia, a Pulla o a Sicilia, a Lombardía, a Francia o a Borgoña, a Inglaterra o a alguna otra de las diferentes tierras donde tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, os harán velar; y si queréis velar, os ordenarán que vayáis a descansar a vuestra cama. Cuando estéis a la mesa y queráis comer, os ordenarán que vayáis a donde quieran y nunca sabréis dónde».

«¡Qué ironía!», pensaba, esbozando una sonrisa. Y decir que en otro tiempo era el más indisciplinado de los cinco hijos de su padre; ¡un muchacho incapaz de seguir la menor lección sin ponerse a pensar en las musarañas, que se burlaba de los preceptores y que a la primera ocasión escapaba a correrse una juerga!

Pero Simón había juzgado al Temple —donde su hermano Arnaldo acababa de ser recibido— digno de su persona. Una institución dotada de una disciplina bastante exigente para «merecer» hacer de él un hombre. Había querido lo más difícil, y lo tenía. Forzaría su cuerpo, disciplinaría su cabeza, obligaría a su corazón, educaría a su alma a someterse y a servir a Dios. Repetiría a lo largo de la jornada con sus hermanos templarios:
«Non nobis Domine, non nobis sed nomini Tuo da gloriam»
, «¡No por nosotros, Señor, no por nosotros, sino por Tu nombre, da la gloria!».

Si él, el más joven de los cinco hijos del conde Etienne de Roquefeuille, era capaz de plegarse a una regla querida por Dios y aplicada por los hombres, entonces todos podían hacerlo. Primero su familia, y luego sus allegados. Luego los mahometanos y los judíos, que él convertiría por fuerza o destruiría sin piedad, y finalmente todos los demás cristianos —melquitas, jacobitas, coptos, nestorianos, maronitas— que vivían lejos de la ley de Roma.

Temer a Dios no bastaba. Había que temer a Roma, la superior, la grande. La terrible Roma.

Solo ella era capaz de imponer al mundo la salvación por Dios, Cristo y el Espíritu Santo. Solo ella tenía fuerza suficiente para manejar esas dos potentes espadas: el Temple y el Hospital. Simón no comprendía por qué Roma había decidido conservar solo una, pero se lo había jurado: «Yo seré de esa. Lo seré por Dios, lo seré por mi padre».

Y, mientras montaba guardia en lo alto de la torre del homenaje de La Féve, se hinchaba de orgullo y sentía un placer inaudito al volver a pensar en su trayectoria y en la disciplina de hierro que se había impuesto. ¡Pocos hombres habían hecho lo que él! Había entrado en la orden del Temple con la firme intención de convertirse en el más humilde y el mejor de los templarios. Ninguna de las pruebas a que lo sometían era bastante dura para él. Sin embargo, una cosa le resultaba insoportable: ¡esperar! Primero un año en la diócesis de Troyes, en la encomienda de Bonlieu, luego dos años suplementarios en la de Coulommiers-en-Brie, cuando fue armado caballero.

Su oportunidad había llegado con el desastre de Hattin. La Tierra de Promisión estaba falta de caballeros de brazo fogoso, impacientes por batirse contra los sarracenos. ¡Oh, cómo le saltó el corazón en el pecho al saber que por fin lo enviaban «allá»! A aquella tierra cuyo nombre ya no osaba pronunciar por miedo a no ser digno de hollarla. «¡Dios conmigo! Debo ser fuerte.
Gloría, laus et honor Deo in excelis
, decía temblando, tanta era su excitación, tan grande era su alegría por poder, por fin, combatir en Tierra absoluta.

Sin duda, la hora del martirio no estaba lejana. Su escudero y él debían prepararse para ella.

Un navío del Temple había salido de Marsella llevándolos en su gran vientre verde y los había desembarcado en Trípoli en compañía de otros hermanos, caballeros, sargentos y escuderos. Simón se había distinguido desde el primer día al exclamar, en cuanto pisó tierra firme: «¡Estamos aquí para servirte, oh Señor!». De la encomienda de la ciudad, donde no se quedó mucho tiempo porque sus invocaciones irritaban a más de uno, lo habían enviado a la poderosa fortaleza de Tortosa, y luego, de Tortosa a Chastel Blanc. Allí pasaba los días, solo en lo más alto de la más alta de las torres, acechando los mensajes enviados —con ayuda de un complejo juego de espejos— por los hospitalarios del Krak de los Caballeros, que se encontraba a solo siete leguas de distancia.

«¿Qué esperamos para atacar?», se lamentaba todo el día. Se hablaba de violentos combates en Acre, donde desde el fin del mes de agosto los cristianos trataban de arrebatar a los infieles la ciudad perdida a principios de julio. Simón no comprendía por qué aquello resultaba tan complicado. Tampoco comprendía por qué trataban de recuperar Acre cuando Jerusalén tenía tanta necesidad de refuerzos. Por otro lado, todo le parecía largo, lento y muy misterioso. Un día, finalmente, llegó un jinete. Iba a la cabeza de una compañía de ballesteros. Un hombre que llevaba orgullosamente la bandera de san Pedro los acompañaba.

¡Por fin! Aquel mensajero, aquel estandarte, debía de ser la esperanza de un movimiento, la promesa de una acción contra los sarracenos. La posibilidad de convertirse en otro. En alguien poderoso, fuerte, bello y noble. En un nuevo Erec, un segundo Lancelot, un Galván moderno, el doble de Yvain, el gemelo de Cligés. En resumen, uno de esos personajes de leyenda cantados por Chrétien de Troyes, cuya aparición arrancaría a las mujeres suspiros tanto más lánguidos cuanto que lo sabrían inaccesible. Por no hablar de sus congéneres, que lanzarían
«Vivat!»
que él fingiría no oír.

¡Oh, Dios! ¡No podía esperar más!

¿Desde cuándo aguardaba ya?

Desde que había nacido, no lejos de la Navidad del año de gracia de 1169,1o que lo situaba en su decimoctavo año de vida.

Se sentía con fuerzas de sobra, con una rabia y un corazón sin rival y un amor por Dios solo comparable al que había sentido en su tierna infancia por la bella y pura Berta de Cantobre, cuando él era su
fidele d'amore
. «¡Oh, Berta, qué lejos me parecen tus dulces manos y qué pálidos tus labios rojos cuando mi memoria los evoca ahora! La blancura para mí ya no es tu pecho, sino mi blanco manto, las cimas del Hermón, del Yebel Ansariya o del monte Líbano. El bermejo ya no son tus labios, sino la cruz de terciopelo cosida a mi espalda el día en que fui recibido en la orden. Solo ella tiene derecho a mis besos. ¡Ve, Berta! Te conservo en mi memoria tan casta, tan pura, tan digna como yo quiero serlo aún para ti, incluso si te he dejado. Porque te he dejado por Dios.»

Así hablaba Simón.

Frunciendo el ceño, el templario miró a un lado y a otro de la torre de La Féve. En el septentrión se encontraba el monte Tabor. Distinguía las ruinas del monasterio, colgado de su cima como una llaga. A poniente, las cimas nevadas de los montes Carmelo. Al mediodía, Le Grand Gérin y Le Bessan, pueblos donde el Temple mantenía aún algunas tropas. A levante, el castillo Belvoir, en manos de los hospitalarios, pero no por mucho tiempo, ya que la presión de los sarracenos se hacía cada vez más intensa. Simón se estremeció. ¿Era por el frío? Se pasó las manos por los brazos y los frotó para calentarse.

Esperar lo paralizaba. Poco a poco sus miembros se anquilosaban. Simón bailó saltando de un pie a otro para ayudar a que la sangre circulara y se sopló los dedos. Sin embargo, no hacía frío: su aliento no era visible. Pero aquel gesto le había recordado otro que había hecho hacía dos semanas en la torre de vigía del Chastel Blanc. Como lo sabían impaciente, para corregirlo siempre le confiaban el primer turno de guardia, que era el más largo. Cuando llegó el relevo, se había sentido —igual que hoy— dominado por el frío y se había soplado las manos para calentarlas. Era ya muy tarde, y su aliento se convertía en bruma al salir de la boca antes de evaporarse en la negrura. Aquella noche había helado. Era el día en que el emisario del Papa había ido a verlos. No lo olvidaría nunca.

El hombre cuyos pasos había confundido con los del relevo era, en realidad, Wash el-Rafid. Como no conseguía dormir, el emisario papal había pedido permiso a sus huéspedes para visitar el castillo y, en particular, para subir a lo alto de la torre del homenaje. Donde se encontraba Simón.

Al ver su rostro sumido en un aburrimiento tan profundo que hubiera podido tomarse por una máscara, Wash el-Rafid le había preguntado:

—¿Te aburres, buen hermano?

Simón no había sabido qué responder. Temía haber cometido una falta y permanecía silencioso. Pero, animado por el emisario del Papa a expresarse sin temor, finalmente había confesado:

—Extremadamente, señor.

—¿Por qué?

—Ya no soporto seguir esperando.

—¿Esperar? —se sorprendió el emisario—. ¿Y qué estás esperando?

—Que ocurra algo. Desde que estoy en Tierra Santa, me pasean de un castillo a otro sin que nunca pase nada. Las primeras guardias siempre son para mí. Me armé de paciencia durante tres largos años en la Champaña y en Francia, y aquí sigo esperando. Mi espada sigue virgen. Me pregunto cuántos años tendré que esperar todavía antes de servir a Dios.

—¿Sabes lo que dicen los infieles sobre esto? —le había preguntado Wash el-Rafid.

—No, señor —había respondido Simón.

—«Resistid, porque Dios está con los pacientes.»

Estaba claro que aquel hombre había sufrido mucho. ¿Cuántos años habría esperado él? Simón había caído de rodillas y había cogido su mano para besarla.

—Señor —le había dicho, con la cabeza baja—, os pido perdón humildemente. He hablado a la ligera, pero es que sufro por no poder emplear mejor mi valor y mi fuerza al servicio de Cristo.

—¿Estás dispuesto a morir por El? —había inquirido el emisario del Papa, poniendo su mano sobre la cabeza de Simón.

Desde luego que estaba dispuesto a dar su vida por Cristo. Por otra parte, ¿no lo había hecho ya? ¿No les habían dicho que un caballero del Temple debía considerarse como muerto antes de ir al combate? ¡Y qué gran honor esa muerte! Pues, como decía san Bernardo: «¿Cómo podría temer morir o vivir aquel para quien la vida es Cristo y la muerte su recompensa?».

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