Caballeros de la Veracruz (28 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¡Si encontráis cualquier cosa, tocad el cuerno!

Los auxiliares reagruparon a los camellos en una casa de muros derruidos y se sentaron, algunos sobre un lienzo de muro caído y la mayoría directamente en el suelo, donde podían verse todavía rastros de los desaparecidos habitantes: pedazos de camas rotas, patas de mesas y de sillas calcinadas, fragmentos de cerámica, jirones de ropa. Todo el mundo sacó de sus alforjas un cuchillo, una escudilla, un pan y un frasco de vino. Y uno de los hermanos llamó a los hombres para que recogieran por turno su porción de carne. Cuando todos tuvieron qué comer, un hermano recitó unos padrenuestros y la comida empezó.

En ese momento, un extraño silencio se abatió sobre ellos. Incluso el viento había callado.

El hermano Galván ordenó a sus soldados que se equiparan y se levantaran. El mismo, ayudado por su escudero, montó a caballo e invitó a los hermanos caballeros a que hicieran lo mismo. Tal vez no fuera nada, pero aquel silencio no era normal.

De la bruma salió un jinete.

No debía encontrarse ni a veinte varas, y sin embargo no lo habían oído. La bruma había amortiguado el ruido de los cascos de su caballo y el tintineo de su armadura. El jinete avanzaba, imperturbable y mudo, en dirección a ellos.

Galván decidió no esperar y cargó, con la lanza en la mano y el escudo a punto. Cuando estuvo a solo unos pasos del jinete, vio que llevaba una armadura completamente blanca, un escudo blanco y un manto blanco. También su yelmo era inmaculado, al igual que el caballo. Finalmente —detalle interesante— llevaba una lanza en cuyo extremo ondeaba un estandarte: el
vexilum
de san Pedro. Galván, algo más esperanzado, preguntó al misterioso jinete:

—¿Quién eres y qué vienes a hacer aquí?

Por toda respuesta, el jinete bajó la lanza y apuntó a la caravana. La mayoría de los hermanos ya habían vuelto a montar y estaban dispuestos para cargar a una orden de Galván.

—¿Qué caravana es esa? —preguntó el jinete blanco.

—No es asunto tuyo —dijo Galván—. Dinos quién eres o sigue tu camino.

—He venido a advertiros —replicó el jinete—. Dadnos vuestro oro o moriréis.

—Entonces, ¡prepárate para combatir! —respondió Galván.

El hospitalario espoleó a su caballo y cargó, pero la montura del misterioso jinete blanco eludió el choque con un movimiento brusco. Luego, un silbido vibró en el aire y una flecha fue a clavarse en el pecho del hermano Galván. Sorprendido, pero no desmontado, el hospitalario observó las barbas del cuadrillo que le perforaba el pecho y esbozó una sonrisa —la última— al ver que eran blancas. Galván comprendió que iba a morir; sin embargo, no sintió ningún miedo, ningún dolor. Las barbas del cuadrillo se cubrieron de rojo. Galván trató de gritar para advertir a sus hermanos, pero de sus labios no salió ningún sonido; solo un poco de sangre viscosa. Luego, un segundo disparo le atravesó la cabeza y cayó al suelo. El relincho de su caballo fue la señal de carga para los hospitalarios.

Varios de ellos se lanzaron contra el jinete blanco, que volvió grupas y huyó en dirección a la montaña.

Algunos hospitalarios lo persiguieron, pero, al llegar al nivel del cadáver de Galván, se detuvieron y recuperaron su caballo. En el campamento se organizó la resistencia. Los hombres crearon un perímetro de seguridad en torno a los camellos.

Uno de los hospitalarios —el hermano Jocelin, que en ocasiones hacía de segundo de Galván— gritó a los turcópolos:

—¡Cortad las ligaduras de los cofres! ¡Colocadlos en el centro y haced que los camellos se tumben alrededor!

Solo había visto un jinete, pero sabía que no había sido él quien había matado a Galván; y tampoco la patrulla los había alertado ni había dado señales de vida desde que había partido. Había llegado el momento de mostrarse a la altura de los años de entrenamiento que habían seguido y dar prueba de disciplina.

Los quince arqueros turcópolos colocaron una flecha en sus arcos y se dispusieron a tirar. Pero ¿hacia dónde? ¿Hacia qué adversarios? No se veía a nadie.

—¡Caballeros! —ordenó Jocelin—. ¡A la silla!

Mientras los arqueros se agachaban detrás de los camellos, cuyas jorobas formaban una especie de almenas, otros montaron con los cofres unas pequeñas murallas y se protegieron allí, armados con un arco y una espada corta.

Algunos hospitalarios y hermanos sargentos escrutaron el horizonte, inquietos y atentos.

—¡Dame tu cuerno! —ordenó Jocelin a uno de los hermanos.

El hospitalario se llevó el cuerno a la boca y sopló con todas sus fuerzas. ¿Podría oírlo la patrulla enviada por el Krak? El lúgubre canto del olifante se perdió en la bruma; luego unas formas oscuras aparecieron en torno a ellos, como si surgieran de los desgarrones de un paño de seda.

Había varios centenares, parecidas a manchas repugnantes e incoherentes; llegaban a pie, a caballo o a lomos de dromedario; algunas se arrastraban como serpientes, otras corrían, brincaban, saltaban lanzando aullidos horribles. Las sombras convergían hacia los hospitalarios viniendo de todos lados a la vez. Era como si los fantasmas de los habitantes del pueblo hubieran vuelto para desalojar de allí a los vivos.

En la niebla, un tambor resonaba marcando un ritmo lento, profundamente inquietante. Jocelin sopló de nuevo en su cuerno, dio orden a los arqueros de tirar, blandió su lanza y aulló:

—¡Diez jinetes conmigo para una carga!

Los jinetes saltaron por encima de los camellos agachados y cargaron contra las formas negras.

—¡Por san jorge! ¡Por san Miguel! —gritó Jocelin.

—¡Montjoie! —respondieron sus hermanos.

Los hospitalarios se lanzaron contra sus asaltantes, los derribaron, volvieron grupas. Tiraron las lanzas rotas, soltaron los escudos y, desenvainando la espada, la descargaron contra la masa turbulenta que formaban sus adversarios. Cortando, amputando, seccionando, abrieron un canal de sangre en aquel mar de carne y de aullidos, luchando encarnizadamente por atravesarlo, por dispersarlo y devolverlo a la niebla de donde había surgido.

El hermano Jocelin peleaba como un auténtico diablo; nunca había tenido que enfrentarse a unos locos furiosos como aquellos. Muchos iban armados con una simple daga y, sin embargo, todos atacaban con frenesí, golpeando una y otra vez a los hermanos que ya habían caído, llegando hasta lavarse en su sangre y dar gracias a Alá por haberles ofrecido aquel maravilloso combate. Jocelin descargaba golpes vigorosos con el pomo de su espada contra los que trataban de derribarlo de la silla y lanzaba potentes puntapiés contra los que trataban de apuñalar a su montura. Cuando estaban en el suelo, su caballo los pisoteaba, y, si por casualidad huían, Jocelin los atravesaba con su arma.

Tan bien lo hizo el hospitalario, que finalmente se encontró al otro lado de las líneas enemigas; pero, por desgracia, se hallaba solo.

Miró a diestro y siniestro y vio que, tras él, el combate continuaba. Sus hermanos parecían arrollados por los asaltantes, tan numerosos que los hospitalarios desaparecían bajo la masa aullante. Jocelin quería saber quién se ocultaba tras el yelmo del misterioso jinete blanco. Estaba ansioso por probar en él el filo de su pesada espada, chorreante de sangre. ¡Blandir el estandarte del papado y acometer a unos cristianos! ¡Clamar el nombre de Cristo y atacar a sus fieles! ¡Aliarse con mahometanos! ¡Peor aún, con asesinos!

Jocelin concedió una pausa a su montura para que se recuperara y registró los alrededores con la mirada. Aquella chusma no le interesaba, lo que quería era golpear la cabeza.

Un movimiento en la bruma atrajo su atención. Parecía una asamblea de fantasmas montados a caballo. Los jinetes se mantenían inmóviles como espectros, como una mancha blanca en medio de la niebla. «¡Por el pecho de Cristo ensangrentado!», exclamó Jocelin. Y espoleó tan ferozmente a su montura que los flancos del animal se tiñeron de rojo. El caballo alargó la cabeza hacia adelante y partió a galope tendido.

—¡Montjoie! —aulló Jocelin levantándose sobre los estribos, blandiendo la espada por encima de su cabeza, dispuesto a golpear.

Los espectros se desplegaron en una gran línea recta; trataban de envolverlo para cogerlo por la espalda y cortarle la retirada. «Qué importa —se dijo Jocelin—. No he elegido huir.»

Luego la línea se animó y vino a su encuentro a todo galope, proyectando terrones de tierra tras de sí. Pero lo horrible de aquello, lo que hizo vacilar el brazo del hermano Jocelin, fue el grito que lanzaron con una sola voz, con una sola alma:

—¡Montjoie!

La carrera de Jocelin se vio frenada de pronto y su brazo se dobló.

«¡Montjoie!», gritaron sus enemigos lanzándose hacia él. «¡Montjoie!», gritaron mientras bajaban sus lanzas, con el escudo apoyado contra la silla.

Jocelin, por su parte, no sabía qué gritar. No pudiendo resolverse a pelear contra cristianos, el hospitalario cerró los ojos y se dispuso a recibir en el pecho el hierro de una lanza. El impacto lo hizo saltar de los estribos y lo envió lejos, por detrás de su caballo, que enseguida dejó de galopar. La lanza se había clavado en uno de sus pulmones, después de haber agujereado la cota de malla y el gambesón. Jocelin no podía respirar. El aire se escapaba de su caja torácica con silbidos espantosos entremezclados con gorgoteos líquidos. Abrió la boca, incapaz de decir nada. Sus pensamientos se nublaban, llenos de ideas confusas. Luego distinguió un curioso caballo de capa roja, tan roja que parecía una llama. Un hombre vestido de negro lo montaba. Llevaba como armadura una extraña coraza de cadenas mezcladas a su carne y blandía una de esas espadas que se conocen como «bastardas» porque se manejan tan bien con dos manos como con una sola. El hombre miró a Jocelin, que lanzó su último suspiro.

El hermano sargento llamó a Emmanuel con la voz vibrante de terror:

—¡Hermano caballero! ¡Por aquí!

Emmanuel volvió grupas y se dirigió hacia él. Sus auxiliares lo siguieron. Hacía ya dos horas que cabalgaban en la niebla, sin pasar nunca del trote para no perderse. La bruma era tan densa que recordaba a Emmanuel la que bañaba los bosques de su Oise natal, sumergiendo hasta las copas de los árboles. O, mejor, aquellos fuegos de matorral de siniestra memoria que los sarracenos habían prendido en Hattin para cegar y ahogar a los cristianos con la humareda, que el viento empujaba en su dirección. El aire se había vuelto tan negro que Emmanuel había perdido de vista la Vera Cruz, a Morgennes y al estandarte de la orden.

Entonces había tratado de alcanzar el gonfalón con la cruz de los templarios, pero la enseña había caído. Conforme a las exigencias de la regla, y no viendo por ningún lado banderas de socorro, ni del Temple ni del Hospital, Emmanuel se había esforza-do por unirse al estandarte de la casa cristiana más próxima; primero a la del rey de Jerusalén, y luego, al no encontrarla, a la de Raimundo de Trípoli.

Aquello le había salvado la vida.

Desde entonces, para él, y para todos los cristianos de Oriente, Hattin tenía un sabor a calor y a muerte, a revancha que esperaba. Y ese era el sabor que sentía en la boca mientras se acercaba al hombre que había gritado.

—¡Hermano Emmanuel, mira!

El hermano sargento, envuelto en su manto negro con la cruz roja, señaló con el dedo dos cuerpos tendidos a diez pasos uno de otro; el uno con el rostro vuelto hacia el suelo, y el otro, hacia el cielo. El primero llevaba el manto negro con cruz blanca del Hospital; y el segundo, unas bragas de cuero idénticas a las que daba el Hospital a los turcópolos que empleaba.

—¿De qué han muerto?

Un auxiliar bajó del caballo para observarlos de cerca.

—¡Tienen un cuadrillo de ballesta clavado en la coraza, al nivel del torso! Y diría que este —añadió señalando al hospitalario— ha sido arrastrado por su montura...

Emmanuel desmontó a su vez y observó a los muertos.

—No los conozco, pero debían de formar parte de la caravana encargada de traernos el oro...

De pronto, los sombríos acentos de un cuerno hicieron vibrar el aire a cierta distancia.

—¿Oís? —preguntó Emmanuel.

Y luego, volviendo a montar, ordenó:

—¡A la silla!

Partieron al galope en la bruma. Pronto las formas negras del pueblo en ruinas se recortaron en el horizonte, siniestras y retorcidas, humeantes en algunos lugares.

—¡Por aquí! —gritó Emmanuel—. ¡Y mantengámonos alerta!

Los hospitalarios sujetaron sus lanzas con más fuerza y apretaron las enarmas de sus escudos, seguros de que el combate estaba próximo.

Aquí y allá yacían restos humanos: cuerpos sin cabeza o sin brazos, torsos y cráneos hendidos, atravesados de parte a parte, placas negras de sangre seca que lamían los chacales; amasijos de corazas y piezas de cuero, sembradas de anillas de hierro rotas y armas torcidas; heridas hirviendo de moscas y carnes despedazadas por las hienas. El aire estaba saturado de hedores y zumbidos, de gruñidos indistintos, de estertores de animales —o de hombres— agonizantes.

Un caballo que había perdido una pata se tambaleaba, despavorido. Los hospitalarios se dirigieron hacia una pequeña muralla de piedras grises de donde llegaban gemidos. Un ser cubierto de harapos, con la cara terrosa y la mirada enfebrecida, surgió de detrás del muro suplicando a gritos por su vida.

—¡Basta! —dijo Emmanuel—. ¡Cálmate!

No sabía si debía llamarlo «hombre», «loco» o «criatura». Emmanuel se acercó al desgraciado y lo observó. Sus ropas estaban hechas jirones, pero bajo el cuero lacerado de sus bragas se distinguían las vestiduras que los hospitalarios daban a sus subalternos, y en particular a los auxiliares.

Al reconocerlo, por su manto negro, como un caballero del Hospital, el turcópolo se lanzó a los pies de Emmanuel y besó los cascos de su caballo. Emmanuel ordenó a uno de los hombres de la patrulla que lo subiera a su grupa, a falta de otra montura. Solo había cadáveres de caballos y de camellos, a los que los asesinos habían cortado las jorobas para divertirse. Emmanuel se preguntó qué debía hacer. ¿Buscar a otros supervivientes para socorrerlos? ¿Enterrar a los muertos? ¿Volver al Krak? ¿Buscar el oro?

«¿Qué hubiera hecho Morgennes en un caso como este?», se preguntó. E interpeló al único superviviente:

—¿Sabes quién os ha atacado?

El hombre sacudió vigorosamente la cabeza. No tenía ni idea. Pero señaló algunos cadáveres de turcos vestidos con un simple gambesón acolchado: asesinos, reconocibles porque en el torso o en el cráneo llevaban pintada una horrible mano blanca, símbolo del chiísmo.

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